Carreras delictivas, el primer libro de Juan Cárdenas, leído por Rodrigo Bastidas Pérez
Antes de ser Juan Cárdenas, el autor fue Juan Sebastián Cárdenas. Esta aparición del segundo nombre en la portada de sus dos primeros libros, los cuentos Carreras delictivas (Medellín: Universidad de Antioquia, 2006; Madrid: 451, 2008) y la novela Zumbido (2010), no solo pasa por un juego con las palabras, sino que establece estos dos libros como el inicio de un camino en el cual la crítica genética podría encontrar las semillas que nutrirán su obra posterior.
Y ¿cuáles son las carreras delictivas de las cuales nos habla Cárdenas? La carrera delictiva no está centrada en los personajes que rompen las leyes del mundo; a medida que avanzamos en sus relatos, notamos que la carrera delictiva es solo una: convertirse en escritor, y que hay un solo delincuente posible: Juan Cárdenas. Cada uno de los cuentos presenta a un narrador que pretende fracturar las leyes de lo literario rebuscando en un pasado lejano y ajeno, a la vez que incluye una pregunta cuyo desenvolvimiento articula el relato: el pasado aparece como una historia literaria que siempre está halando la narración hacia los tópicos clásicos (de los cuales el escritor se quiere liberar) y la pregunta funciona como un detonante que le permite abrir un espacio inexplorado (el espacio de lo extraño), infinitamente más rico y brillante.
Entonces, para resolver este lío que es ser escritor, el autor contrapone dos topos en los cuales se mueve y que explota en el diálogo que le permiten. El primero es el de la ciudad: una ciudad plana y repetida, una ciudad cuya función pareciera ser esconder en sus pliegues los sujetos extraños que la habitan para producir la sensación de uniformidad. Una ciudad que se expresa a través de las herramientas de la opresión capitalista para normalizar las acciones: sus personajes están sin dinero, tienen hambre, no tienen cómo pagar una habitación, o están clavados a sus escritorios, trabajando para poder sobrevivir el mes. Este trabajo incesante por llenar los requerimientos de la ciudad habitada (pero no habitable), vela los pliegues que la misma ciudad produce: habitaciones escondidas, programas de radio ocultos, fiestas clandestinas, manuscritos olvidados. Entonces, el segundo lugar, lo subterráneo, no se aleja de la ciudad oponiéndose a ella, sino que está en su interior, convirtiéndose en un fragmento holográfico que contiene lo que la conforma como espacio posible. Con este salto del primero al segundo lugar, los personajes de Carreras delictivas descubren tanto el corazón oculto de la ciudad como los hilos que se mueven tras la aparente uniformidad urbana. Dar la vuelta a estos espacios le otorga más materialidad a lo subterráneo que a la superficie y el giro del conocimiento es justamente percatarse de la ciudad como un espacio hecho de cartón, como un simulacro, una apariencia que pareciera existir solo para permitir la existencia de esos espacios subyacentes.
Ese narrador, convertido en escritor, que siempre lucha por encontrar una voz, se subjetiva cuando logra salir de los caminos clásicos marcados por un destino aparentemente ineludible y se lanza a esos dobleces en los cuales encuentra el componente que le va a permitir narrar: lo raro, lo espeluznante. Carreras delictivas es una apuesta por buscar las palabras que narren eso que está presente pero que no es describible. En ese camino, en esa carrera eterna que es buscar la palabra adecuada, Cárdenas delinque (de latín delinquĕre): abandona, se aparta del camino señalado por la ley e instaura nuevas leyes para contar el mundo. Una de esas leyes parece ser la base lógica de que, en medio de la carrera, algo siempre quedará vacío, sin explicación, sin logos posible que lo solucione. Esa explicación eternamente desplazada no es disonante en medio de la historia, porque es justamente la razón de ser del relato: la revelación (casi un satori) de una episteme que se queda quebrada y que solo está develando el camino de la búsqueda. Así, en Carreras delictivas, lo extraño es un centro en torno al cual giran historias cargadas de las problemáticas urbanas que, antes de estas novelas de Cárdenas, establecían una especie de canon temático de la literatura colombiana. Monos adictos a la heroína, sectas de ocultistas tecnófobos, androides poetas, muñecos que crecen desmesuradamente en el agua, telenovelas que se conectan con pesadillas, fotografías instantáneas que producen relatos, canciones que son el motor de cambios en el universo o piojos amaestrados para causar el fin del mundo aparecen intercalados con jóvenes estudiantes que siempre buscan un lugar para estar o para existir, que han vivido hasta ese momento en espacios que sienten como ajenos. En este diálogo en el que la ciudad es un lugar desconocido, siempre por explorar, lo extraño es el ancla que les permite a los personajes empezar proyectos de vida que, en el fondo, son los que parecen darle sentido a cualquier razón de ser.
Si se piensa en las propuestas de Mark Fisher que fundan el pensamiento del new weird sobre la construcción de los mundos de lo extraño y lo espeluznante, Cárdenas establece ese juego de complemento Nietzscheano entre presencia y ausencia al plantear cuentos en donde las cosas están siempre en el lugar que no les corresponde. Lejos de plantear un exotismo de lo extraño en las prácticas de saber y de narrar en Colombia (lo cual mantendría lo exótico como aquello que sigue siendo ajeno, como ocurre con la ciudad), apunta que el objeto que está “en un lugar en el en que no debería haber nada” (parafraseando a Fisher) se convierte en el centro del mundo creado, haciendo que las cosas que están en sus lugares respectivos pierdan sustancia. Así, contra un realismo urbano en el que se busca representar el paisaje de cemento como trasfondo de historias neo-costumbristas, Cárdenas se centra en desenfocar lo real a través del lente de lo extraño (en este libro aún aparecen elementos tanto raros como espeluznantes; aún no se ha decidido por la elección de lo espeluznante como lo hará posteriormente en novelas como Ornamento o El diablo de las provincias).
El autor, por otra parte, parece no esconder este rastreo en su búsqueda, haciendo explotar la historia literaria. En un cuento como “José Cerón (1916-2001) – Pánfilo Contreras (1909-1942). Apuntes sobre el fracaso de la vanguardia en Colombia”, aparece un joven escritor que busca su legado literario y se encuentra con la aparición de otro que se revela como su abuelo real. La historia que nos han contado no es la que solíamos creer: este abuelo real (escondido para la historia familiar), destruye el rígido árbol familiar para que aparezcan las “arborescencias fantasma” (en una hauntología “imposible de rastrear exhaustivamente”) que permiten pensar su configuración como escritor, dado que ese otro escondido, su abuelo fantasma, es también escritor. En el camino del rechazo de escritores aparentemente transgresores en la literatura del país (Andrés Caicedo, los nadaístas) el narrador busca en su pasado una razón de ser de su preferencia por una literatura vestigial, periférica. El encuentro no será menos desilusionante que la historia literaria del país.
Después de una conversación incómoda en un espacio propio de “lo subterráneo”, el narrador se queda con las obras completas de su abuelo: una caja llena de textos hechos por alguien que describe como “el peor escritor de todos los tiempos”. Sin embargo, en medio de esa acumulación de textualidades, aparece un recorte que lo lleva a un poeta olvidado de la vanguardia colombiana: Pánfilo Contreras. Después de charlas, investigaciones y entrevistas, el narrador encuentra que Pánfilo (que, según las noticias fue asesinado por su esposa en misteriosas circunstancias) participó activamente en un grupo ocultista de corte ludita, que buscaba contraponerse a las máquinas por medio de la aceleración de unas cualidades humanas, exaltadas por medio de la adaptación de características animales. La investigación finalmente llevará al narrador a Pasto, ciudad periférica como ninguna otra en Colombia, lugar donde buscará la historia real de Pánfilo, que ha sido escondida, y que se devela al final en una detonación narrativa en donde hay elementos mágicos, científicos, de ciencia ficción y misterio.
En un cuento como este, Cárdenas parte de un lugar de aparente calma y seguridad ontológica (la familia, la historia, la tradición literaria), para ir abriendo campo a una inestabilidad lógica en la cual la posibilidad de falsedad siempre está presente. La realidad se convierte en lo menos claro y lógico de la escritura y su lugar es tomado por una narración hecha a partir de vacíos, simulaciones, apariencias, dobles, ausencias. El trabajo del narrador no será entonces encontrar la verdad de su familia y de su literatura, sino mostrar cómo la única posibilidad de contar se encuentra en los dobleces de la irrealidad. Por ello, no es gratuito que en este cuento aparezcan referencias constantes a “Ximénez”, cronista bogotano de mediados del siglo XX encargado de la sección criminal del periódico que aprovechaba descuidos de la policía para inventar crímenes y misterios que después se convertían en historia oficial cuando pasaban por el tamiz de las notas que escribía. El realismo ha sido destruido en todos sus vértices: ya no queda historia familiar, literaria, periodística o personal y todo ha sido tomado por lo extraño como el corazón profundo de la lógica narrativa. Sin embargo, el juego narrativo no permite desplazar la narración al fantástico puro; la constante reiteración del lenguaje que ancla las acciones a lo real (a partir de datos específicos —nombres, lugares, fechas— que le dan consistencia a la acción), hace que el cuento se quede en el espacio intermedio y produzca esa sensación, tan propia del new weird, de lo extraño epistémico.
Pero dentro de la colección de Carreras delictivas, quizá el cuento que tiene una carga más evidente y compleja de lo weird sea “Procopio Catamuscay”. En este cuento, un estudiante llamado Juan tiene que regresar a su casa familiar en Popayán para acompañar a su abuelo en el entierro de su mascota (este personaje, estudiante extranjero en su propia tierra, aparecerá posteriormente, con variaciones, en novelas como El diablo de las provincias). En sus dos semanas de estadía en Colombia, se encuentra con el viejo y alcoholizado músico Procopio Catamuscay quien, además de ser el mejor músico de serrucho de la región, ha escrito el tratado La ciencia musical en el lenguaje del mundo, obra críptica y misteriosa que desde hace mucho ha tratado de ser descifrada por el protagonista y sus amigos. En medio de conversaciones con el músico (momento en que Juan se sumerge en una cotidianidad de alcoholismo y prostíbulos) se van mostrando las propuestas del tratado y se escucha su voz explicando cómo ha entendido el mundo. “Uno experimenta el tiempo de una forma tan continua que cuando voltea a ver hay como un síncope, o mejor, un agujero que nos separa (…) he llegado a sospechar que todo está pintado, que no hay nada allá afuera”, dice Procopio.
Esta visión de Procopio, que aparece desde las primeras páginas del cuento, plantea una destrucción de la realidad por medio de la forma en la cual la entendemos. Es decir, para Catamuscay la forma de percibir el mundo es modular en su materialidad; el mundo no es, el mundo aparenta y lo real responde a estructuras de imposición cultural que son fácilmente descompuestas. Esto conlleva que los objetos, las personas y las ideas se vacíen de significado y solo sean desplazamientos de sentido que tienden a la dispersión. Esta visión del mundo, según la cual mundo y el lenguaje son sistemas arbitrarios de signos, permite que haya una comunicación, una suplantación de lenguajes que permitirían ver otros mundos si cambiamos de lenguajes. Pero, como ocurre en los otros cuentos de Cárdenas, la posibilidad de comprensión del mundo desde la lógica deja lugar a lo extraño a partir de un elemento que deforma la percepción; en este caso: el aguardiente. Si bien entender el mundo como lenguaje exige una lectura lineal del mensaje o que al menos haya un mensaje posible de descifrar, cuando aparece el aguardiente como detonante de distorsión, ¿qué mundo se puede narrar?
De nuevo la imposibilidad del lenguaje (del escritor que quiere aprender cómo narrar lo indescriptible) se soluciona por medio de una yuxtaposición de lenguajes que permite la mirada múltiple. Si el mundo se puede leer por medio de otro lenguaje (el musical) ocurren diálogos de entrecruzamiento entre esas formas de percibirlo: Procopio puede leer a las personas como canciones y convertir esas mismas partituras en recetas para hacer un aguardiente. El resultado será que la ingestión de ese elixir de percepción conlleva la extraña conversión de un personaje, antítesis de Procopio, en una bola hecha de ojos. La mirada, ya no solo de Procopio, sino del narrador y del lector, será una visión de sumatorias, de comprensión total del mundo que pierde el asidero de lo real y se convierte en ese símbolo desplazado que no tiene un referente posible. El mayor peligro, y el mayor error, será entonces la literalidad: leer el mundo tal como se nos presenta; dice Procopio: “Se nota que usted hizo una lectura literal del libro. Por eso no entiende (…) Donde decía ‘sustitución’ usted leyó ‘sustitución’. Donde decía ‘factor’ usted leyó ‘factor’. (…) Las lecturas literales representan un auténtico peligro”.
Esta apertura de la realidad, por medio de la apertura de la percepción, no tiene en sí una explicación lógica, porque todo está atravesado por la deformación del alcohol y de la música. La aparición de lo extraño como núcleo de conformación de la realidad, obliga entonces a la construcción de una forma extraña. Una a una, Cárdenas quita las anclas que permiten la cómoda comprensión del mundo y en su lugar va dejando una serie de indeterminaciones de sentido que se revelan como el verdadero significado desplazado. De nuevo, lo extraño epistémico se convierte en el cimiento del mundo y los juegos entre presencia y ausencia convierten este cuento en un productor weird espeluznante.
En esta carrera de Cárdenas y sus personajes por encontrar las formas de salirse de la norma narrativa y delinquir, encontrando caminos por fuera de la ley del significado y de la expresión de Lo Real, se configuran las que serán las mayores preocupaciones del autor en sus novelas posteriores. Cuando el compuesto Juan Sebastián se convirtió en el individual Juan, no dejó de lado los intereses que ya estaban germinando en estos cuentos y que estarían con él en sus novelas posteriores. Las preguntas por la narración posible por medio de las formas del realismo y el naturalismo se quiebran siempre por la aparición de una aceleración del lenguaje o la estructura, por la inserción de vacíos epistémicos, por la aparición de un fantástico narrado en el lenguaje del realismo. La búsqueda infructuosa de un asidero en el pasado histórico y lineal que permite la tranquilidad del mundo conocido es así puesta en abismo por medio de un lenguaje que se deslegitima a sí mismo al plantearse como insuficiente y extraño porque, parafraseando la lectura del tratado de Procopio, no hay tal cosa como un mundo, sino una serie de desenmascaramientos.
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