La cuarta temporada True Detective, en la mirada de Ramiro Sanchiz
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Empecemos por una obviedad: True Detective: Night Country profundiza la variación sobre el formato anthology ya sugerida por la tercera temporada de la serie. Y si en esta quedaba señalado que los protagonistas de la primera temporada pertenecían al mismo mundo ficcional donde tomaba lugar la acción, en la más reciente las conexiones son diversas, desde lo más o menos explícito (se refiere a Travis Cohle, el padre de Rust Cohle, se relaciona al centro de investigación TSALAL con la corporación Tuttle, se recurre a la figura de la espiral) hasta las más alusivas (las referencias a la obra de Ligotti y los guiños a tantas ficciones de horror polar). En otras palabras, si las temporadas uno, tres y cuatro se desarrollan en el mismo mundo ficcional, las diferencias entre ese mundo y el nuestro (o el correlato ficcional del nuestro) conforman una serie en principio incremental, por lo cual la última temporada está todavía más lejos de nosotros de lo que concebiblemente estaba la tercera. La clave, quizá, es pensar dentro de los límites de esta obviedad.
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Rust Cohle, como buen nihilista, descree de un más allá. Su experiencia al borde de la muerte, sin embargo, instaló al final de la primera temporada una tensión o disonancia entre sus (des)creencias y lo vivido. En Night Country, por otra parte, el más allá se nos da casi como moneda corriente: buena parte de la trama lidia con fantasmas o emisarios de la sobrevida: entidades que queremos entender como mensajeras, con propósitos seguramente entrelazados con los de los vivos. Y es en este contexto que la conexión entre Rose Aguineau y el fantasma del padre de Cohle (uno de los principales «guiños» hacia la primera temporada) cobra un significado especial: ella fue su amante y recibe o recibió con regularidad sus visitas espectrales; ella, además, conecta el mundo de los vivos en Ennis con el de los muertos; ella, incluso, sabe cómo enterrar muertos para hacerlos desaparecer (físicamente) y también cómo lidiar con su haunteo espectral: Rose, entonces, es la Stalker de la Zona de Ennis (más al respecto en el punto cuatro), y en tanto anciana-sabia es uno de los primeros referentes del universo conceptual de la serie, ya que distingue enfermedad mental de contacto con el más allá, negocia con las profundidades la entrega de cuerpos y lee los contornos del duelo y las formas en la borra de café (o el hígado etrusco, diría Lezama Lima) del parasitismo de los muertos a los vivos o viceversa. A la vez, su presencia, asociada a y calibrando las visiones de otros personajes (y la manera en que estas se entrelazan con sus historias de vida), postula hasta cierto punto la realidad de ese más allá –y esto, quizá, resignifique la primera temporada–. La contraparte de su individualidad es el colectivo indígena, representado por los Iñupiat en general y por sus mujeres en particular: si Aguineau guarda ciertos vínculos entre los vivos y los muertos en Ennis, las Iñupiat se ocupan, en última instancia, del comercio con entidades («ella») que pertenecen a una exterioridad radical a lo humano.

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Seguimos con otra obviedad: ya desde la primera temporada estaba claro que no estábamos ante nuestro mundo. En el universo ficcional de True Detective no existen las obras literarias de Ambrose Bierce, Robert Chambers y H. P. Lovecraft –de otro modo Cohle, en su proceso detectivesco, habría necesariamente remontado la genealogía literaria de Carcosa o del Rey de Amarillo– y esto nos lleva a preguntarnos por la manera en que Night Country produce una red de significados, alusiones y disparadores de lecturas posibles desde el nombre «Tsalal». Poe, en La narración de Arthur Gordon Pym, donde «Tsalal» designa una isla, debió emplearlo a partir de su significado en hebreo, «oscurecerse», y dado que este queda dado en relación a un territorio más allá del Círculo Polar Antártico, la alusión a los días de oscuridad hacia el centro del invierno austral (boreal en el caso de Night Country) parece quedar subrayada. Posteriormente, Verne empleó el nombre para referir a la misma isla ficcional en su novela La esfinge de los hielos, propuesta como secuela del Arthur Gordon Pym, mientras que Lovecraft lo evitó en su propia continuación del texto de Poe, En las montañas de la locura, que sí recurre a «tekeli-li» y otros nombres e imágenes de La narración… El término reaparece más tarde en la obra de Thomas Ligotti, específicamente en los cuentos «The Tsalal» y «The shadow, the darkness», en el primero para aludir a un libro ficcional cuyo título fue sugerido por el texto de Poe y que, además, conforma una suerte de equivalente ligottiano del Necronomicon, y en el segundo para referir a una serie de esculturas creadas por un artista llamado Reiner Grossvogel, que atraviesa una «muerte del ego» (o, mejor dicho, que incorpora plenamente la certeza en que, más allá de como ilusión o espejismo, no existe tal cosa como el yo, el self o la subjetividad) y de las que otro personaje sugiere una interpretación basada en el significado hebreo del término y en su conexión con un libro titulado Una investigación de la conspiración contra la raza humana, que por supuesto recuerda al ensayo/testimonio La conspiración contra la raza humana del propio Ligotti, cuyos postulados sirven de base a las ideas de Rust Cohle en la primera temporada de True Detective. Las esculturas de Grossvogel, por su parte, parecen «masas informes» con «apéndices que sobresalen», «cuerpos» y «bultos con apariencia de cabezas», lo cual podría funcionar hasta cierto punto como descripción del trozo de hielo en que los cadáveres de los científicos de la estación científica Tsalal aparecen incrustados. Pero, en la línea de la primera temporada, ninguno de los detectives de Night Country parece preocuparse por el nombre «tsalal», y a diferencia de lo que suscita el misterio que rodea a las menciones a Carcosa o al rey de amarillo, no tienen por qué hacerlo; en este sentido, las alusiones literarias de Night Country parecen funcionar de manera un poco distinta a la hora de producir significados o señalar ausencias, pero el énfasis en la conexión o coincidencia o identidad de mundos ficcionales entre ambas temporadas produce un pliegue más de complejidad –de hecho, el primer episodio comienza con una cita de El rey de amarillo, de Chalmers, atribuida no a este autor sino a uno de sus personajes.
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Todavía debe haber por ahí espectadores que sostienen la ausencia definitiva de elementos fantásticos en la primera temporada de True Detective y, por tanto, que ciertas experiencias de Rust Cohle deben pensarse como alucinaciones o signos de locura («no hay que confundir enfermedad mental con mensajes del más allá», como dice Rose en Night Country). Si esto fuera cierto, el relato en cuestión no estaría inmerso «realmente» en el territorio lovecraftiano o de horror cósmico en que algunos de sus personajes dicen habitar, entre ellos el notorio «monstruo» de la temporada, que dice ver el «plano infernal» mientras procura la invocación definitiva del Rey de Amarillo (Hastur en algunos relatos de los Mitos de Cthulhu). La ambigüedad, por supuesto, es parte de la propuesta, pero cabría pensar que hasta cierto punto se atenúa si leemos juntas la primera y la cuarta temporada, que abunda más densamente en hechos sobrenaturales. De hecho, si la historia de Rust y Marty comenzaba «realista» y terminaba casi (o del todo) inmersa en el horror lovecraftiano, Night Country parece funcionar a primera vista como reflejo especular, dado que a partir de su cuarto o quinto episodio el relato parece configurar un golpe de timón que transporta al desenlace a una instancia no sobrenatural o fantástica. ¿Vale la pena listar las razones por las que esto es más bien ilusorio? Cabría argumentar, sin embargo, que desde un punto de vista ante todo retórico la serie termina por cristalizar en un relato sobre el aislamiento de un pueblo que sirve como modelo a escala de un mundo patriarcal. Allí (como aquí) la ley sirve los intereses de la clase dominante y de los varones blancos, y por tanto la posibilidad de pensar la justicia se sugiere en relación a colectivos no sancionados por el Estado, como la «tribu» de mujeres que, ante la evidencia de la culpabilidad de un grupo de hombres en la desaparición de una de ellas (y cada mujer de Ennis es por definición una de ellas, del mismo modo que el pueblo de Alaska ha de servir como sinécdoque del mundo) decide hacer justicia sin apelar a los agentes de una ley corrupta o flechada. El rechazo/espanto desde cierto progresismo filouniversalista o «moderno» a estas ideas remite a las políticas del futuro: ¿qué proyectos de la modernidad –en términos de relación entre Estado y justicia, por ejemplo– producen un futuro que todavía podamos pensar como viable o posible? ¿O esa pauta de progreso no colapsa una vez más en la falsa y agotada dicotomía de civilización contra barbarie, salvo que produzca en sí misma el correctivo a lo que hasta ahora fue dominado por el orden patriarcal y su sombra sobre la ley y quienes la suspenden o sancionan? ¿Y qué lugar tiene en esta lógica el posible diagnóstico de males sistémicos en lugar de accidentales, por lo que ante la necesidad de no trabajar desde el sistema sino más bien de abolirlo las alternativas aparentemente «tribales» y relacionadas con una exterioridad a lo humano (como lo que en definitiva nos muestra la ficción de Night Country en su plano especulativo-conceptual, ya que en nuestro mundo, por supuesto, hasta donde sabemos no hay deidades ctónico-femeninas del hielo), que parecen proceder a contrapelo del proyecto civilizatorio moderno, emergen como inevitables y se producen a sí mismas como en definitiva deseables? Más allá de la posible discusión política sobre este tema, sin embargo, podemos tomar el énfasis de una sensibilidad política «femenina» de Night Country para pensar en otra manera en que esta temporada y la primera resultan un reflejo especular la una de la otra, ya que al mundo-de-varones de Marty y Rust se contrapone el mundo-de-mujeres (que en rigor, y por la misma lógica patriarcal, jamás es realmente suyo, como lo dejan en evidencia las tensiones de Liz Danvers con sus «superiores» en las jerarquías policiales) de Liz y Evangeline. A la vez, dejando atrás el gesto tan amplio y obvio, la serie propone y produce matices a partir de su propia sustancia ficcional y weird: las mujeres de la «tribu» no ejecutan literalmente a los ocho científicos sino que los arrojan al hielo, no sin antes dibujarles en la frente las espirales que nos devuelven a la primera temporada y sus personajes que se involucran o creen involucrarse con entidades del afuera radical a lo humano. Estos hombres, según se sugiere en un capítulo anterior, no mueren de frío sino de horror: «algo» en el hielo los aterra terminalmente. ¿Guarda eso que les precipita el terror terminal alguna relación con las espirales en sus frentes? ¿Quién o qué es en definitiva esa «ella» aludida en diferentes contextos? La respuesta más fácil es que se trata de una «deidad» antigua que habita en el hielo, pero ¿por qué preferir una lectura digamos fantástica en lugar de la filorrealista que nos sugiere retóricamente el desenlace de la temporada? Podría responderse que por varias razones; primero, por el efecto incremental en lo sobrenatural producto de yuxtaponer la primera y la cuarta temporada a partir de sus coincidencias en términos de un mismo mundo ficcional; segundo, porque hacerlo ofrece un modelo para incorporar como productores efectivos de significado elementos que de otro modo se verificarían como «cabos sueltos» (es decir que lo sobrenatural ofrece una matriz interpretativa más extensa y rica que la opción contraria), entre ellos las ya mencionadas espirales y el «diagnóstico» del veterinario pariente de Peter Prior, pero también las apariciones fantasmales (en particular el hijo de Liz Danvers, cuya «realidad» parece más precisa debido al intercambio de información entre su madre y Navarro), el extraño efecto de holograma glitcheado en la reaparición espectral de Raymond Clark y sus palabras –que remiten a Rust Cohle– sobre el tiempo como «un círculo plano», y, quizá especialmente, la construcción gradual de Ennis en tanto Zona –en el sentido de los territorios perturbados y perturbadores de Stalker, Aniquilación y «El color que cayó del cielo»–. En relación a esto último, «Ennis» termina por pasar por el nombre de un asentamiento humano en esa Zona habitada por entidades (como se dice en el segundo episodio) «más viejas» que la presencia y organización humana y quizá incluso «más viejas que el hielo»: Ennis –o más bien el espacio geográfico donde fue fundado el pueblo– se aparece como una órbita de espectros, una espiral con «ella» –esa deidad lovecraftiana-femenina, como Shub Niggurath, la Babalon de Thelema o la Thothtodlana de los mitos de la CCRU– como centro anómalo. «Esto es Ennis; nadie se va en verdad de aquí», dice Navarro en el último episodio.

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Es sabido que la lógica del weird lovecraftiano, en especial desde el modelo interpretativo propuesto por Mark Fisher en su libro Lo raro y lo espeluznante, produce una suerte de disonancia o tensión entre el orden del mundo consensuado culturalmente por la comunidad humana y la presencia (amenazante, vulnerante) de entidades anómalas, irreductibles a (e inexplicables por) ese orden. Lo weird, según Fisher, sería –además de un posible subgénero de la ficción no mimética, de una etiqueta comercial, de una tradición artística– un «modo de relación» de los sujetos con el «afuera radical» o la exterioridad a la experiencia humana, y en la línea de ficciones que se han hecho cargo (y replicado y profundizado) de ese modo de relación la posibilidad de una hipótesis única capaz de modelizar satisfactoriamente lo propuesto en el relato suele ser desestimada en favor de lo que Reza Negarestani llamó el «complejo de ()agujeros» [()whole complex] o sistema de «cabos sueltos» y túneles narrativos que, en lugar de ser la excepción aberrante a la lógica diegética precisa, se vuelven el cuerpo mismo de la obra, horadado, poroso e intrincado (del mismo modo que en el maximalismo pynchoniano no se puede hablar de «digresiones» porque no hay como saber cuál es el relato principal del que ciertas secuencias parecen apartarse). De hecho, a diferencia de la tendencia principal de la ciencia ficción, en el caso del weird la «explicación» lógica o racional de los hechos anómalos en la trama puede (o debe) estar ausente, de manera que dada la estructura porosa u horadada mencionada más arriba, es en ese rizoma de vacíos o ausencias donde la «explicación» –no racional-humana, ajena a la lógica convencional pero no por ello mágica o fantástica en el sentido consabido de «lo fantástico»– puede darse en dispersión o acreción. Así, los «cabos sueltos» que los puristas de la ficción secuencial y decimonónica suelen denunciar después de haberse comido un par de manuales (en los que de paso aprenden fórmulas como «arco narrativo», «el verosímil ante todo» o «construcción de personajes») se vuelven la no-sustancia misma (la desvida narrativa) del texto weird. En ese sentido, la cuarta temporada de True Detective parece jugar a ocultar un complejo de ()agujeros debajo de una resolución primaria tan visible como esquemática, y a disimular el horror lovecraftiano debajo de la centralidad del relato detectivesco imbuido de política de género. Sin embargo, detalles como el de la lengua de Annie, cuya ausencia en términos de resolución es subrayada –«no pertenece a nuestra historia», configurando una presencia-de-ausencia o ausencia «positiva» en oposición a la ausencia como mera negatividad–, parecen apuntar a la urgencia –y esto podría comportar una nueva desviación del formato anthology– de una continuación directa: quizá no se trate tanto de lo no-explicado en la trama (y funcional al weird como matriz de género) sino de lo-que-será-explicado en el futuro, encadenando la construcción de mundo ficcional de la primera, la cuarta y en menor medida la tercera temporadas de la serie a una todavía por venir. No tendremos martillos de Thor o apariciones de Nick Fury en escenas poscréditos (como le funcionó bien a Marvel por cierto tiempo) pero sí detalles que asoman sus orejas desde el agujero del conejo y las tantas tatuseras de guerrilla narrativa dispersas por el subsuelo de la serie).
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Con todo, seguramente un par de capítulos más habrían encontrado su manera de hacer aportes a la serie. Podemos pensar que la trama de ausencias es fundamental al weird pensado como esquema último de la temporada, pero más siempre es más, al menos en el sentido de más oportunidad de weirdness. El impulso de los primeros episodios a acumular referencias a la tradición del horror polar –The Thing, Le pacte des loups, The Terror– y de paso pistas de entidades monstruosas decae y desaparece entre el tercero y el quinto, para reaparecer en el sexto y último de una manera que podría entenderse como repentina o acaso forzada, más si tenemos en cuenta la decisión de resolver la trama en seis entregas en lugar de las ocho de las tres temporadas anteriores. No se trata de reclamar dos episodios para cerrar el «arco narrativo» o para «desarrollar los personajes» sino, en consonancia con el complejo de ()agujeros del weird, incluir más ramificaciones y detalles inexplicados: una arqueología subterránea más intrincada.

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Quizá, entre la lectura realista y la weird, Night Country se configura más bien como una historia de fantasmas «clásica». El fantasma puede ser visto como un monstruo humanizado de antemano, concreto, nodo en una historia que lo vuelve legible al mundo al presentarlo en función a su cometido (la venganza, la justicia, etc), pero no es fácil reconstruir plenamente esta cuarta temporada como un relato de verdades que salen a la luz y dan reposo a los fantasmas. Hay apariciones, sí, y hay verdades expuestas, pero no está claro cuál es su lugar en el concebible esquema más amplio ni tampoco que opere alguna forma de «reposo», menos aún para los vivos. ¿Las revelaciones se agotan en la idea de que portan una verdad a compartir con la colectividad? ¿Se acercan a la luz del dolor para ajustar las cuentas de un duelo? ¿Son, en definitiva, subjetividades humanas, con su self, con su yo? ¿O poseen un componente irreductiblemente monstruoso? Quizá la respuesta haya que buscarla en los significados generados a partir de la figura del oso polar tuerto o el rostro invisible del hijo de Danvers, pero podría anotarse que hay en la serie un deseo evidente de weird –un xenotropismo cuyos contornos equivalen (pero no se reducen) a replegarse en el territorio de la primera temporada– quizá demasiado notorio por momentos y casi olvidado en otros tantos, que podría conformar una de las tantas objeciones concebibles al logro de esta temporada, como si aquí y allá pudiéramos sentir que a veces se intenta demasiado y a veces no se intenta para nada. En términos de la primera temporada y sus fidelidades ligottianas, el más allá es siempre un confort; Night Country podría responder –si tuviera que defenderse ante la acusación de colapso humanista– que contra lo que tantas veces señaló Rust Cohle quizá sí haya un más allá, pero que no está habitado por nosotros ni por nada parecido. Kafkianamente hay esperanza, solo que no para nosotros, en tanto nada de lo humano sobrevive a la muerte.
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O quizá, simplemente, no estamos haciendo las preguntas correctas. De hecho, todavía no hemos accedido a un modelo capaz de explicar –por fuera de las recurrentes taras humanistas, de viejas nociones expresionistas del hecho artístico o de la política entendida desde la vieja subjetividad precibernética– la relación entre mercado y relato, entre la producción de afectos desde la narrativa serial ofrecida en servicios streaming (con lo que esto implica a la hora de seleccionar tiempos y circunstancias y las maneras implicadas de relacionamiento con la división del relato en partes), con su circulación por nichos demográficos y comunidades de lectura, y la deriva conceptual (o la emergencia resignificada) de géneros epistemológicamente complejos como el weird (en términos de un new old weird pos-2016 o pos-COVID en lugar del old new weird de principios de siglo XXI). En la Zona del tecnocapitalismo global la ciencia ficción y el weird han ofrecido y siguen ofreciendo una maquinaria conceptual que trabaja desde/en la circulación y producción de lo nuevo/futuro asociada al horror y la gestión de los límites de lo humano. Night Country, con todas las «fallas» que se puedan achacársele desde una lectura conservadora de acuerdo a normativas estéticas en circulación y políticas de especificidad de los géneros (el weird, el policial) y los lenguajes (las series de TV en general, el formato anthology, incluso el cine), procede agitando elementos dispares y orientándolos hacia ciertos tropismos: el resultado, más que homogéneo, liso y fluido, es grumoso, estriado y, por momentos, contraintuitivo. Ese –generar más inquietud que resolución o closure narrativa, conceptual y estética– es, seguramente, su mayor mérito.

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