Volver a Concord: sobre «Mujercitas», de Greta Gerwig

Alejandra Pintos comenta la película Mujercitas, de Greta Gerwig (1983), última adaptación del clásico de Louisa May Alcott (1832-1888)

Era mi fiesta de cumpleaños –no me acuerdo cuántos cumplía– y el chico más inteligente de la clase me regaló un libro. Entre tantas agendas, perfumes de Chiquititas y alcancías, me parecía el mejor presente de todos. Pero después leí el título: Mujercitas. Tenía un friso rosado y una ilustración de varias mujeres con vestidos recargados. Lo sentí como un insulto. Como que me estaba diciendo que, por ser niña, no podía leer las historias que él leía, aunque, pensándolo en retrospectiva, seguramente el regalo fue idea de la madre. 

Una tarde de verano, mientras todos dormían la siesta, agarré Mujercitas. Ya había leído todos los Cazaventuras y no había ningún Harry Potter nuevo así que, por descarte, lo tomé de la biblioteca y me fui a la hamaca paraguaya, abajo de la higuera. Lo leí en una tarde –los beneficios de una época sin celulares– y no me impresionó demasiado. Aquellas historias me parecían demasiado mundanas en comparación a las hazañas de mis personajes favoritos. No entendía sus dramas femeninos, sus frustraciones, lo duro de la pobreza o lo que era tener el corazón roto. 

Podría decir, en realidad, que tuve que me reencontrarme con Mujercitas, esta vez de la mano de Greta Gerwig, para comprenderlo diez años después. Aunque no había visto ninguna de las otras adaptaciones (cuando salió la de 1994 tenía dos años), me alegro de que haya sido así porque siento que la de Gerwig era la versión que me toca generacionalmente. A pesar de que ella tiene unos años más, hay una sensibilidad, una estética compartida, que me hace sentir una afinidad con ella. Viendo la película confirmé esa intuición.

Visual y estéticamente, es irreprochable. La historia toma lugar a mediados del siglo XIX, donde la mayor parte de la iluminación provenía de lámparas de aceite o velas. La cineasta usa este desafío a su favor y se sirve con gran ingenio de la luz natural, sobre todo en exteriores, para darle cierto aire de libertad a los personajes mientras que, por otro lado, las velas se reservan para momentos más íntimos y personales. El vestuario, obra de Jacqueline Durran, también es un gran acierto, respeta la historia original pero le da frescura, tal como lo hace Gerwig en su rol de directora. En lugar de usar tonos apagados, Durran se anima a saturar las paletas y a vestir a estas mujeres con el desenfado que merecen. 

Desde ese punto de vista el único reproche, tal vez, es la forma en la que se oculta la pobreza. Las hermanas March pertenecen a una clase alta caída en desgracia y, por más que se quejen de que no pueden comprarse vestidos nuevos, no les falta nada. Pero lo más importante de todo es que tienen capital cultural y una familia que las apoya y las motiva a seguir sus sueños. Mientras que ellas se autoproclaman pobres, los que realmente están sumidos en la miseria son sus vecinos, a los que vemos desde afuera de su casa, en tomas que duran apenas unos segundos. A pesar de esto, es en el guión donde se encuentra lo más interesante de la película. Gerwig hizo un delicado trabajo que solo quien leyó una y otra vez el libro –como ella confesó haber hecho– puede lograr. 

Por un lado, es absolutamente fiel a los diálogos del texto original y, por otro, inserta algunas gemas de su autoría, que actúan como síntesis de los temas que se han ido tocando de forma tangencial a lo largo del film. Uno de los mejores momentos de la película es el monólogo de Jo ante su madre, en el que dice: “Las mujeres… tienen mente y tienen alma, además de corazón. Y tienen ambición y talento, además de belleza. Estoy harta de que la gente crea que las mujeres solo son aptas para amar. Estoy tan harta… pero estoy tan sola” y resume, en un instante, todo lo que ha ido sintiendo la protagonista.

Es en el guión, también, donde la cineasta toma la decisión más arriesgada, partiendo Mujercitas en dos tiempos que se narran en simultáneo, a través de una serie de flashbacks. Esto por momentos resulta confuso y hasta actúa en detrimento de la tensión dramática, que se ve interrumpida por los saltos hacia atrás y adelante. Gerwig justificó esta decisión señalando que el espectador, en lugar de estar toda la película deseando que Jo se case con Laurie, en realidad debería motivarse con el sueño de ella de publicar su novela.

Pero, por más que algunas cosas (como las relaciones económicas entre algunos de los personajes) no funcionen del todo bien, la química maravillosa del elenco hace que uno disfrute mucho más la experiencia. Cada uno de los personajes tiene su momento de brillo y los actores lo aprovechan al máximo –salvo Emma Watson, que se mantiene bastante chata, carente de picardía–. También se dan vínculos orgánicos entre ellos, con la naturalidad y fluidez del diálogo entre un grupo de personas que realmente se conocen y se quieren.Muchos podrán cuestionar qué tan necesaria era otra adaptación de Mujercitas, después de la de 1918 con Dorothy Bernard como Jo, la de 1933 con Katherine Hepburn, la de 1949 con June Allyson y la más reciente, de 1994, con Winona Ryder como protagonista. No obstante, la respuesta es bastante simple: los mensajes que hacen a esta novela tan fundamental –la independencia económica, las aspiraciones artísticas, las barreras que enfrentan las mujeres– siguen siendo relevantes hoy y es preciso encontrar formas de que lleguen a las nuevas generaciones. Si eso significa usar al novio de la Generación Z, Timothée Chalamet, como Laurie, bienvenido sea.

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