La perrera: sobre «Mordida», de Mercedes Estramil

Mateo Arizcorreta reseña Mordida, quinta novela de Mercedes Estramil (1965)

Mordida (Montevideo: HUM, 2019), quinta novela de Mercedes Estramil, abre con su protagonista, Christian, montado en su camioneta Dodge, desafiando con la mirada y su silencio a la operaria del peaje. “Hice este viaje infinidad de veces, en diversos coches, con distinta gente. Mujeres casi todas. Les encanta viajar y que otro conduzca. Ninguna toma conciencia de que el asiento del acompañante huele a muerto”. Christian recibe el ticket, abandona el peaje y pisa el acelerador a fondo. Destino: el Chuy. En esa punta del mapa está Leila, quien debe realizarse un aborto de un hijo de él,  “una mujer que no me pidió volver ni me exigió nada, por eso voy”. En la otra punta quedó Tamara, su pareja actual que lo despidió “con una mirada implorante, como augurando que esta vez será definitiva”. 

Al igual que Alejandro Butor en Irreversible (2010), Estramil nos presenta al protagonista al volante y tanto la relación con su vehículo como su modo de conducir delinean rápidamente su carácter. Butor era un viajero de comercio que, muy a su pesar, debía recorrer pueblos recónditos en un coche alquilado que se le rebelaba frecuentemente. Manejaba con temor y acataba cada ley, en viajes que no eran más que una forma de marcar tarjeta hasta la jubilación. Christian es la contracara. A bordo de su imponente pickup, saca su ejercitado brazo por la ventana, humilla a conductores temerosos y vehículos humildes, sobrepasa los límites legales una y otra vez. Lejos de la actitud aletargada de Butor, Christian parte en su vehículo por mandato propio y no le molestaría morir en una carretera si es ese el precio que debe pagar por acelerar hasta el final. Todo lo que en Irreversible y Butor era gris, en Mordida es negro. Incluso la tapa.

Seres como Christian siempre merodearon las novelas de Estramil, pero nunca fueron la voz cantante. Esto cobra relevancia porque la autora despliega varias de sus marcas de fábrica (por nombrar algunas: personajes en situaciones donde la única salvación es un escape, burlas apenas veladas al sentir progresista de la época, mirada entre cínica sobre el Uruguay, empresas con finalidades raras, paisajes urbanos olvidados, irrupción de lo metaliterario), pero su sello característico sigue siendo la voz narrativa precisa y sagaz, que en Mordida cobra más sentido en este desplazamiento.

Si reparamos en narradoras en primera persona como Jenny en Washed Tombs (2017) o Isabel en Hispania Help (2009), allí el discurso interno operaba como un espacio virtual donde explorar deseos y pulsiones, que parcial o tardíamente eran llevados a la práctica. En cambio, la voz de Christian es la de un ser primordialmente activo, cuyo discurso es más una afirmación egocéntrica de sus actos que un espacio de elucubración de posibilidades remotas. Christian ejecuta primero, y la reflexión bien puede venir cargada de la ironía característica de Estramil, pero carece de la resignación que suele abatir a los personajes centrales de anteriores novelas. El personaje se mueve entre las sombras y exhibe una templanza férrea para narrar los hechos más sórdidos. Todo esto va dejando puntos de no retorno por doquier, que tiñen la novela de climas más cercanos a un thriller que a una novela “de penillanura”, por utilizar un giro dilecto de la autora.

No obstante, el atractivo de este narrador no está tanto en su exhibición gratuita de violencia, sino en la pericia de Estramil para desplegar tensiones que atraviesan al personaje, trayendo a superficie un dolor latente que aflora en los mensajes que le pasa su cuerpo, que con “bolas de hierro en el pecho” —como las llama él— manifiestan una ansiedad interior que el clonazepam no aplaca, ni tampoco los mil y un recursos de su kit de masculinidad frágil.

La novela avanza en la medida en que Christian toma un trabajo non sancto en el Chuy y, de esta forma, vamos conociendo a los demás personajes, siempre mediados por la interpretación del mundo de Christian, que glorifica a los hombres útiles, lozanos (Soria, su jefe ocasional, Muso su mecánico de cabecera) y trata a los hombres improductivos como perros (sin ir más lejos, mantiene a su deteriorado padre entre sus mascotas Don y Blondie, que recuerda a la perra de Hitler y funciona junto al  Muso, posible apócope de Mussolini).

Con las mujeres, el desprecio de Christian es aún mayor. A sus ojos, todas quieren una tajada de lo que considera su principal capital: su virilidad. Ese capital está siempre en riesgo, por lo que debe ejercitar su cuerpo constantemente así como mantener a tiro su Dodge. La visión utilitaria de las mujeres se manifiesta en sus parejas o amantes (Leila, Tamara, Navidad), pero no escapa a su abuela (que lo crió) ni a su propia hija (“Los hijos hoy están y mañana quién sabe. Capaces de engañar, robar, matar, poner en un asilo, destratar, ignorar”, sentencia, como hablándose a sí mismo).

Más que relaciones, con las mujeres forja vínculos de sumisión. Con todas, su política es la de administrar su afecto, fraccionando su atención hacia ellas como a animales de compañía desde su autopercibido rol de macho surtidor. “El dueño del silencio es el ganador”, nos instruye Christian al principio, y es en ese sentido que además de sus armas de poder físicas, cobra especial importancia su manejo discrecional de la comunicación, alzado sobre un verdadero aparato hermenéutico en torno a cada llamada perdida, cada doble tick en azul, cada emoji o el significado profundo de un “grabando audio” de WhatsApp.

Sin embargo, al otro lado del teléfono se alza otro universo. Si bien Christian acciona y ordena la trama, no es la única voz narrativa de la novela. Sobre el segundo tercio, Estramil introduce primero un relato de Dolores (la abuela senil del protagonista), luego un intervalo en tercera persona que narra el periplo trágico vivido con Leila  en La Coronilla y, por último, la voz de Tamara, que acapara el tercio final. Este recurso polifónico, una novedad en la obra de la autora, enriquece vivamente el relato, hasta entonces monopolizado por el vozarrón de Christian.

La particularidad del discurso de Tamara es que su temporalidad retrocede hacia el comienzo de la novela, cuando Christian partía en su road trip. Es decir, transcurre en paralelo a los hechos ya conocidos y los puntos de conexión temporal para el lector son esos mensajes de Whatsapp y su retahíla de interpretaciones en torno a un doble tick o un “en línea.” Con la aparición de esta otra voz narrativa, lo primero de lo que nos enteramos es de que esos mensajes que Christian tomaba como una entrega ingenua de cuerpo y espíritu por parte de Tamara no tenían exactamente esa intención, sino otros móviles, otros contextos, otra puesta en escena.

Este recurso estructural de la autora hace explícito a través de la forma una serie de ideas subyacentes en toda la novela: tras el discurso oficial hay un revés; ese revés no siempre se comunica con el anverso; y, si lo hace, llega siempre a destiempo, cuando ya es demasiado tarde. Esta postergación también alcanza al lector, que sobre el tramo final debe resignificar lo ya leído, en la medida en que el relato de Tamara va descorriendo cortinas y encaramándola como un personaje igual de rico e insondable como el protagonista.

Sola en la casa de su pareja, a cargo de la hija de Christian, sus perros y su padre, Tamara comienza un raid de limpieza de toda la basura acumulada por alguien que se jacta de vivir entre los despojos. La atracción por el hombre viril existe, pero tanto mayor es la atracción por estos intersticios de mugre y oscuridad. Zambullirse en esa podredumbre extrovertida fuerza a Tamara a encontrarse con sus propias miserias. En el fondo va quedando claro que más allá de los vectores más obvios de dominio físico de uno sobre la otra, hay en la mujer una semejanza esencial de espíritu que la atrae casi fatalmente a él. 
Esa semejanza los cala hondo, especialmente en los dos polos vitales entre los que mueven: el de la conciencia de sus destinos oscuros e inexorables, y una supuesta libertad que les permite afirmar que, si quisieran, podrían abandonar ese destino por cualquier otro. El lienzo que pinta Estramil y la voz ancestral de la abuela de Christian sobre la mitad sugieren que, en lugar de elegir, los dos apenas miden el timing de huidas que no son tales, porque en el final siempre están ellos mismos reencarnando roles atávicos, frente a frente, mordiéndose por la eternidad.

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