Francisco Álvez Francese recorre parte de la filmografía del cineasta y fotógrafo Tommaso Donati (1988)
La filmografía del cineasta y fotógrafo suizo Tommaso Donati (Lugano, 1988) consta de una serie de cortometrajes de duración variable que abordan obsesivamente temas como la tecnología y la comunicación, la inmigración, la soledad y los diálogos entre los mundos de afuera y de adentro, del acá y el allá; sus obras, en consecuencia, comparten muchos elementos y se pueden pensar como el refinamiento de un discurso, como variaciones sobre lo mismo. Las primeras dos, de 2015 y 2016 respectivamente, funcionan en este sentido como campo de experimentación para las que vendrán.
Protagonizada, como su sucesora, por un hombre y una mujer que se cruzan en ambientes urbanos y agrestes, Faim empieza con una imagen elocuente: justo en el enclave de dos rutas que se cruzan por un puente, un perro negro huele el pasto, nervioso, con el ruido de los autos y camiones que van y vienen como fondo sonoro. Unos instantes después, vemos al perro salir de cuadro, pero Donati mantiene la cámara un momento, detenido en el espacio que trazan las líneas de las carreteras y el vallado, los muros de concreto deslucido, el alambrado, el pasto descuidado, casi azul por la luz que deja adivinar que estamos en la tarde, cerca del anochecer.

El film corta entonces a una mujer que parece buscar algo en un estacionamiento. Ahí, a la vez, Donati esboza una historia y presenta una de las que serán sus imágenes constantes: personajes solitarios, mudos, casi estáticos, en espacios enormes de arquitectura contemporánea u obras de ingeniería vial, ya sean puentes, museos, complejos habitacionales o cárceles. El plano siguiente, además, abre a otro de los temas recurrentes de la poética de Donati, muy dada a los exteriores: un hombre entra, desde la derecha, a lo que se ve como un bosque pero tal vez sea un jardín frondoso y luego se revela como los alrededores del Musée de Préhistoire d’Île-de-France, diseñado por Roland Simounet y terminado de construir en 1980.
El hambre del título, en un sentido muy concreto pero también metafórico, es la que vertebra entonces este primer film, en el cual, significativamente, ninguno de los personajes cena en una mesa —ella, parada en un baño público, desmenuza un sandwich desde su envoltorio plástico, mientras él, sentado en una silla incómoda en una cocina fría, come de un enorme bol transparente. Son dos vidas paralelas, acaso marginales (ella parece vivir en su auto), dirigidas por una búsqueda que se puede leer en varios niveles. Así, lo que en la mujer se ve como un trayecto signado por algo que se acerca a lo espiritual (en su comunión con el agua, al final del film), en él parece marcado por su cuidado de los vestigios de la humanidad primitiva.
Las búsquedas en Dormiente son similares, aunque los planos empiezan a volverse más íntimos: como los movimientos de los actores son siempre mínimos, cada gesto cobra una gran importancia y los principales atributos individuales, como las manos o el rostro, se muestran y se ocultan casi a la vez, en un juego con la noción convencional de personaje y, en sentido general, de sujeto. Al igual que en el cortometraje anterior, en este el hombre tiene una linterna que utiliza para alumbrar como buscando algo que no se nos revela, esta vez entre una especie de jaulas llenas de objetos.
A través de estos gestos mínimos, Donati delimita y forma un estilo propio; sus personajes, a grandes rasgos, no tendrán una psicología definida ni una historia precisa, prácticamente no conocemos sus voces y sus maneras de moverse tienen siempre algo de coreografía, un andar casi mecánico que juega con esa ambigüedad entre lo natural y lo artificial que se va profundizando con los planos en los que la vegetación invade las construcciones humanas y se hace difícil marcar dónde empiezan unas y termina la otra.
Como rasgo final, ya en estos primeros films se pueden ver los rudimentos del pendular, siempre delicado, entre el documental y el cine de ficción. Y es que, si como advierte Jacques Rancière en «La ficción documental: Marker y la ficción de la memoria», «Una película ‘documental’ no es lo contrario de una ‘película de ficción’ porque nos muestre imágenes en la realidad cotidiana o documentos de archivo sobre acontecimientos verificados en lugar de emplear actores para interpretar una historia inventada. Simplemente, para ésta lo real no es un efecto que producir, sino un dato que comprender», Donati hace una verdadera hibridación y parece moverse siempre en un borde problemático: como en general no hay anécdota (en Faim, apenas, con la pérdida del perro) es difícil dibujar una línea clara mientras que, a la vez, el uso de ciertos planos y de una iluminación directa que parece emular el lenguaje del documental o, incluso, de los noticieros, rompe con el pacto de «suspensión de la incredulidad» de la que hablaba Coleridge.
En ese proceso de extrañamiento, Donati muestra a los personajes en posiciones poco convencionales, a menudo de espalda o a tres cuartos al tiempo que realizan tareas rutinarias, mecánicas, como, en ambos casos, trabajos de manutención de los edificios. Estas actividades, con los tiempos que maneja el director y la dirección actoral, que limita la expresión a un mínimo absoluto, dan, a la vez y por medio de un cierto distanciamiento y del despojo de todo sentimentalismo, una idea de superación que hace que los personajes, por el tratamiento de la luz y su impactante corporalidad, tengan una especie de aura que los eleva a símbolos, aunque en principio no queda claro de qué exactamente.
Si los planos tenían ya algo de documentalístico, con esa iluminación que, por momentos, trata a los personajes como animales encandilados, en Dormiente esto se acentúa cuando uno de ellos muestra su permiso provisorio de extranjero a la cámara, gesto que no obstante funciona en el film, que establece un lenguaje en el cual este tipo de fragmentaciones del discurso se hacen habituales, como cuando en el centro de uno de los planos aparece una computadora en la que alguien que no vemos mira una serie de fotos diversas o, en otro, una televisión en la que se reproduce un fragmento de la película finlandesa Tale of a Forest (Hannu Siitonen, Mikko Pöllänen y Teemu Liakka, 2012).

En ambas obras iniciáticas, como se ha dicho, quedan fijados ya los recursos formales y los temas recurrentes de Donati, cuyas fronteras parecen tensarse film a film. A Song from the Future (2017) no es, en este sentido, una excepción.
El plano picado de una pantalla de computadora es ya para este tercer cortometraje una especie de leit motiv, que más adelante se completará con el celular: los personajes mirando (en o fuera de cuadro) fotos de lugares lejanos, de África , haciendo zoom in y zoom out (mecanismo que la cámara de Donati no utiliza jamás) dan, a la vez que crean nuevos niveles discursivos, una densidad narrativa que no es tratada. No existe a lo largo de la obra de Donati una reflexión evidente sobre la soledad o el amor, sobre la familia o la inmigración o sobre la nostalgia de la «vida natural», como sucede a menudo en películas que hablan en lugar de… mientras pretenden dar la palabra, aunque sí podemos decir que estas obras son, a la vez que sobre muchas otras cosas, sobre la inmigración, la soledad, las tradiciones.
De este modo, si la voz sólo se había oído una vez en Faim, cuando la mujer llama a su perro perdido, en este caso la canción del título funciona no sólo como un momento de expresión verbal del que canta, sino que tiene sentido también como llamado, gesto a través del cual Donati expresa su ethos autoral. En efecto, los personajes siempre vagan por sus películas como con un propósito secreto, hecho que es claro en el primer film, el más explícito en este sentido, pero que continúa de formas más sutiles en el resto. Así, Donati postula la comunicación no cómo modo de interacción simple entre personas, sino como una forma de búsqueda de comunión con lo trascendente.
En A Song from the Future esto se ve a la perfección con el deambular del protagonista por el edificio, en completa oscuridad, guiado apenas por la luz estrecha de la linterna. Es en este trayecto que el personaje se ilumina, como presa de sí mismo, para cantar la canción que parece un rezo y que por los créditos sabemos que se trata de un fragmento de «Aduunyo», del somalí Mohamed Mooge. En esa breve escena, de gran fuerza narrativa, se establece con mínimos elementos un espacio extraño en el que el cuerpo queda cortado, por la geometría de la luz, de un fondo completamente oscuro en el que se adivinan formas que luego entendemos que son nylons y que parecen las piedras de una cueva, todo estructurado por el sonido del agua. Este entrecruzamiento entre el espacio arquitectónico y lo natural encuentra más adelante su contraparte en la escena simétrica, ya en el bosque, con la misma luz potente y con el protagonista de espaldas, una vez más entonando la canción sobre el estado del mundo, que tiene como estribillo un «es así» que se va perdiendo a medida que sale del foco y se pierde en el follaje y en la oscuridad.

En estos diálogos entre lo humano y lo natural (lo indisciplinado), Donati propone numerosas versiones en su juego con la luz artificial, la basura, etc. La lluvia, por su parte, elemento que irrumpe desde Faim en su obra, se vuelve una constante en Monte Amiata (2018), que acumula planos del control del agua por parte de la mano humana y tematiza así la irrupción de la naturaleza. Este cortometraje, algo más largo que los anteriores (dura casi 22 minutos), es probablemente el más acabado en el sentido en que conjuga las preocupaciones del cineasta de manera más pulida.
Filmado en el particular complejo habitacional proyectado en Milán por los arquitectos Carlo Aymonino y Aldo Rossi a fines de los 60 que le da título y que sus habitantes llamaron el «dinosaurio rojo», el film sigue esta vez la vida de una mujer. Aunque, como es habitual, comienza con un plano de un bosque, en el que hay una prenda de vestir perdida que funciona como augurio de lo que vendrá, pronto Donati muestra con gran efecto los edificios que componen el complejo y, por primera vez, por la característica propia del proyecto, a algunos de sus habitantes, aunque en planos generales muy abiertos, delimitados por las líneas de inspiración corbusieriana. En consecuencia, a pesar de que hay en cámara más personas que en las películas anteriores, la inmensidad de los espacios hacen que todo parezca diminuto, perdido, y parte del constante diálogo entre las proporciones.

Al trasiego entre los diferentes módulos del complejo se suman, como un rasgo que vuelve, la presencia de pantallas, en las que se ven fotos, como es habitual, pero también, esta vez, mapas, en un uso inteligente del Google Maps y de Google Street View, que luego pasa a las imágenes de ciudades que la protagonista visita, con sus glitches característicos que deforman y seccionan el cuerpo humano y los edificios y aportan nuevas facetas al extendido discurso del cuerpo y de la muerte, de la fragmentación de la información, de la imposibilidad de lo total, como si en esos zurcidos imperfectos se vieran las rupturas del tejido social. A su vez, en el ensayo de la protagonista, repetido varias veces, de mandar mensajes de audio de WhatsApp, Donati logra sugerir una suerte de argumento, esta vez de manera mucho más lograda que en Faim. En la conectividad interrumpida, esa realidad diferida de las imágenes (como en las fotos que los personajes miran obsesivamente, agrandando para observar detalles, en diversos dispositivos) se presenta entonces un dislocamiento del tiempo presente, en el que conviven no solo el pasado de los recuerdos, sino también una actualidad de espacios lejanos que revela la ausencia de los sujetos, su completa indiferencia ante el entorno.
Es a través de su trabajo con la arquitectura icónica, en ese sentido, que el film logra dar cuenta de este proceso interno, del que nada sabemos: la mujer va y viene por construcciones que se nos presentan tan hermosas como desoladas y dan una tonalidad casi sagrada a los hechos, que no se explican en ningún momento. En un sentido similar, sin explicaciones se desarrolla también Je parle à mes démons (2020), filmado en la prisión francesa de Bois-d’Arcy y protagonizada por un recluso del que nada sabemos.
Como es habitual, Donati se detiene primero en los alrededores arbolados, para luego pasar al interior de la celda. Esta introducción profundiza en la fascinación por los límites, las vallas, los alambrados, los muros, que Donati va desarrollando en todas sus películas y que en este punto logra un momento de perfección, con planos en los que podemos percibir el carácter a la vez fluctuante y sólido de estas fronteras. Otra vez, aunque con la restricción evidente, la cámara sigue, en planos fijos, la rutina de un hombre que se alimenta, juega con un encendedor, camina un poco, duerme, se lava la cara, fuma.

La luz, igualmente limitada pero esta vez cálida, entra en conversación con una paleta cromática (la impuesta por la ropa del convicto y por los objetos que lo rodean en su celda) que hace pensar en los cuadros íntimos de Georges de La Tour, que supo tematizar la expiación en sus Magdalenas. En todo caso, el recurrente ir y venir, pautado otra vez por un ocultamiento de la totalidad de la cara del protagonista, que se deja ver solo por partes, marca una continuidad con los personajes de los otros films, que viven en supuesta libertad. Con un uso de tiempos lentos, meditativos, que van y vienen del afuera al adentro (aunque sólo la cámara tiene esa potestad), Donati prepara al espectador para el monólogo del personaje, punto central del cortometraje en tanto momento en el que —en un plano que lo toma sentado frente a una mesa desde la parte baja del cuello hasta las manos— se tensan todas las líneas discursivas y formales de esta pieza que, en principio, podemos pensar como documental. Todo en su pose lo delata: las manos casi quietas, el dedo deformado, la voz, rasgos que ponen en escena una sensibilidad y elevan al personaje a un lugar de sujeto siempre en tensión.
Porque, efectivamente, el protagonista/entrevistado habla, pero no sabemos a quién: a un vacío, acaso, pero un vacío atravesado por señales, imágenes, mensajes, nociones, estereotipos, convicciones y convenciones, todo lo que media entre él y nosotros y que su voz atraviesa casi con dificultad, en esa búsqueda esencial que mueve la obra entera de Donati.
La imagen que encabeza el artículo es una fotografía de Donati que pertenece a la serie Fantasma.
2 respuestas a “Atravesar lo vacío: el cine de Tommaso Donati”
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