De qué hablamos cuando hablamos de amor: sobre «Fragmentos de un discurso amoroso», de Roland Barthes

A cuarenta años de la muerte de Roland Barthes (1915-1980), Carolina Bello escribe sobre sus Fragmentos de un discurso amoroso y el rock

Después
Que importa del después
Si aquí están mis labios que no mienten
Sufrir
Amar
Partir sin aprender a olvidarte
A decirte.

Envuelto en el tacto de las palabras el amor se decodifica. Es siempre un mensaje. El amor imposible es el no dicho. 

En su período novelesco el filósofo Roland Barthes analizó al amor en tanto discurso. Lo estudió desde categorías que ilusoriamente pueden aplicarse con rigor científico —de un caso, todos— pero más que nada metadiscursivo. Fragmentos de un discurso amoroso (1977) es el texto que habla de la textualidad (como pulsión, goce y angustia) del amor. 

Plagado de una “profunda soledad”, el del amor es un discurso que todo el mundo enuncia, pero que pocas veces se desdobla como objeto de estudio más allá de su función poética en el arte. Son pocos los sujetos enamorados que diseccionan su decir lírico y cotidiano para colocarlo en un contexto y cuestionar, admirar o entender sus propias elaboraciones discursivas sobre el amor. El metalenguaje del amor es una disciplina que suele ser ajena a los amantes, más ocupados en entregarse enteros los significantes del discurso amoroso que en desmenuzarlos para comprender el amor, más allá de sentirlo. 

En Fragmentos de un discurso amoroso, Barthes crea el marco teórico del vínculo amoroso en todos sus estadios. Leerlo es entender que, aunque sea ajeno al método científico, es posible abordar el sentimiento amoroso a la luz de categorías que nos permitan llegar a conclusiones generales. Barthes parte de la necesidad de un libro como este: es necesario sacar de su celda al discurso amoroso, siempre apresado por otros discursos que lo suprimen, lo fagocitan, lo vuelven invisible.   

Proust, Lacan, Kierkegaard, Goethe, son las referencias permanentes citadas en el margen izquierdo de la hoja que van acompañando las reflexiones de Barthes en cada capítulo. Así, por episodios, el amor es abordado siempre desde su fundamento discursivo y como una expresión sintomática. Al leer Fragmentos, cualquiera que haya creído sentir amor podrá experimentar al mismo tiempo una sensación de goce por identificación y de ingenuidad por encontrarse descripto con rigor sistemático en categorías que pronto dejan de ser asombrosas para pasar a ser solemnemente familiares. Así de humanos somos. Tan frágiles y memorables. El amor siempre es un tópico plagado de lugares comunes que le dan ornamento filosófico y lingüístico a las acciones que activamos en su nombre. 

Según Barthes el discurso del amor atraviesa varias etapas: algunas que tienen que ver con aquel postulado de Badiou «El amor no es una suerte de negociación entre dos individuos. Es la creación de un nuevo punto de vista sobre el mundo mismo: el punto de vista de los Dos. Es el principio de una idea poderosa que puede devenir, finalmente, en una idea política”; otras relacionadas al amor planteado por Baudelaire en tanto en una relación amorosa cada uno será víctima y verdugo de manera alterna; otras lacanianas, como el concepto de falta y carencia, la revelación de alcanzar en el otro algo que no se tiene. 

Y cuando las palabras se convierten en sillones demasiado cómodos aparecen entre los amantes expresiones universales y elípticas como “me fascinas”, “eres adorable” y la bestia más temible y devoradora de discurso: el “te amo”. Una vez dichas estas palabras, los amantes suprimen todos los significantes del discurso amoroso en favor de uno que lo englobe todo. Se han obtenido, como objetos de deseo, el uno al otro. Todo se resume de pronto a un “te amo”, la expresión magnánima del amor y por ello, terriblemente carente. “El otro del que estoy enamorado me designa la especificidad de mi deseo”, dice Barthes en el capítulo “¡Adorable!”.

Pero hay, claro, excepciones: aquellos amantes del metalenguaje, quienes encuentran regocijo no solo en el mundo platónicamente material donde ocurre el amor, sino en el del propio discurso del amor que juntos elaboran y analizan, siempre con asombro y criterio para hallar el sentido con obstinación minera. 

Rock & Barthes 

Desde aquel primer poema sumerio -actualmente en el museo arqueológico de Estambul-, el primero considerado de amor donde una mujer se ofrenda a sí misma ante su esposo, la poesía romántica, alguna simbolista o el Sturm und Drang con novelas como Las cuitas del joven Werther —por citar la referida en Fragmentos—  la lírica es la forma del amor en la literatura y, por extensión, en las canciones. El Rock and Roll ha sido uno de los géneros contemporáneos —exceptuando, claro, el melódico internacional— que más ha incurrido en el lirismo para expresar el amor y sus metástasis: celos, dolor, desasosiego, anhelo, ilusión, deseo, locura, elevación, entrega, egoísmo, privación, grandeza, angustia, melancolía, excitación.

Una carta, un regalo, una obra de arte. El deseo por un otro siempre es propulsor de creación y sublimación; esto, al menos, según la teoría freudiana que Barthes cita en los apartados donde el discurso del amor no puede por sí mismo y necesita recurrir a otro significantes que lo extraigan de su latencia indiscriminada. De esta manera el amor puede, por fin, tocarse: salir de las palabras. Ese es el regalo, la ofrenda amorosa que, aún así, no puede dejar de ser lenguaje. 

En los capítulos “La carta de Amor”, “La dedicatoria” o “Inexpresable amor” Barthes habla de una necesidad fervorosa de dar al otro lo que el otro quiere y todo lo demás también. Es la generosidad el mecanismo que se activa para despegarse de la telaraña de las palabras y decirle al otro: es verdad, como todo aquello que en las sociedades occidentales se toca. Quien pinta trazará sobre el lienzo ya no un bosquejo sino un grito al aire de su amor; quien escribe enamorado sentirá una voz que susurra un ser y estar: es el sujeto amado que se ha convertido en lector implícito. “Ni bien el sujeto amoroso crea o elabora una obra cualquiera, se apodera de él una pulsión de dedicatoria”. 

Discos enteros en la historia del rock han sido dedicados o provocados por el enamoramiento o su fin. En el panorama rioplatense no habría un El amor después del amor sin Fabiana Cantilo y Cecilia Roth, las dos juntas, como musas del contrapunto. No habría un Honestidad Brutal (el disco de amor) sin “Negrita”, aquella mujer-canción a la que le pusimos una cara, un cuerpo y un dolor que es el propio, siempre.  

En su disco Senderos de Traición, Héroes del Silencio incluye la canción “La carta”, en donde quien enuncia cuestiona la posibilidad de olvido ante lo ominoso que supone la distancia planteada en los versos 

No hace mucho que leí
Tu carta y, sin fuerzas,
Mil pedazos al viento nos separarán

La carta siempre como posibilidad de unión aunque sea desde la lejanía. Dice Barthes: “Pero la carta para el enamorado no tiene valor táctico: es puramente expresiva, en rigor, aduladora (…) lo que entablo con el otro es una relación, no una correspondencia”. En su canción “La carta” Mc Enroe —uno de los liristas más trascendentes del panorama independiente español— introduce la noción de metadiscurso al contarle al otro la situación de lectura de la carta. Se trata de hacer saber, de construir ese espacio que el otro imagina: las hojas, el mail, siempre en sus manos y por extensión, uno mismo.

Despacio leí tu carta
Sentado en la cocina
Y pronto me di cuenta de que tu letra era mía
Después me quedé parado
Casi una semana
Tan solo me moví para releer tu carta.

La carta de amor es a la vez dedicatoria y regalo. “El regalo es caricia, sensualidad, vas a tocar lo que he tocado, una tercera piel nos une” dice Barthes. La carta de amor es anhelo, son significantes que demuestran al otro sin uno en un tiempo y espacio. En 1967 durante la guerra de Vietnam The Box Tops lanzaba “The Letter”, canción considerada por la revista Rolling Stone entre las 500 mejores de la historia.

My baby, just a wrote me a letter
Well, she wrote me a letter 
Said she couldn’t live without me no more 
Listen mister, can’t you see I got to get back.

Decir al amor es pensar al amor. Entrar en un cono biónico de fonemas con eco y palabras con tacto y textura que emergen de las paredes como caras en un túnel terrorífico y a la vez intrigante. Decir al amor es enunciar deseo y amar también a las palabras. Los amantes del metalenguaje no solo experimentarán las sensaciones parásitas del amor: hablarán sobre ellas, se explicarán los significados de cada palabra expresada. El amor discursivo es siempre dolor, intriga y pensamiento, por eso es seductor y abismal. 

Son las palabras
Cargadas y agitadas dichas a la cara
Y tienen el poder
De transformar el tiempo

dice Iván Ferreiro en su canción “El pensamiento circular”. Las palabras de los enamorados dotadas ahora de un don único y mágico: alterar la noción temporal. Esa sensación de conocer al otro “desde antes del ayer” como decía Páez en “Mariposa Technicolor”. Un componente griego: la predestinación. En “El pensamiento circular”, Ferreiro introduce un paralelismo elocuente en el afán de explicar la influencia del amor en la percepción: “Como el doctor Manhattan, ajeno a la realidad”. Ese enorme personaje creado por Alan Moore en Watchmen que, como mostró la excelente serie de HBO es, en última instancia, un superser enamorado que obrará por la conquista. 

En otros capítulos como “Agony”, “Fading”, “Los celos”, «Acontecimientos, reveses y contrariedades”; “¿Qué hacer?”, “Me abismo, me sucumbo”, Barthes analiza las otras caras que supone la dicha del sentimiento amoroso enunciado. El amor enunciado es salir de uno mismo. Romper la cápsula de la privacidad y la libertad. Cuando le digo al otro mi amor, el otro me sabe. Y si bien quiero que me sepa, la desnudez —siempre como tópico universal— me vuelve frágil, vulnerable. Cuando ese ecosistema que comienzo a habitar enamorada detecta fallas como un domo fisurado, se activan las alarmas: los celos, la melancolía o  el abismo de Barthes o de Illya Kuryaki en la canción que lleva ese nombre: 

Y desaparecer es lo que me aconsejan
Huir de ti, salirme de tu senda
Pero tomé tu piel, quedé imantado a eso
Como los bosques imantan el silencio
Quién nos guía hacia el abismo
Sabe que quiero, sabe que busco el abismo.

La figura enamorada muchas veces provoca los sentimientos parásitos del amor. Son ellos los que traen de vuelta al ser amado, los que hacen buscar ese “me abismo” del que habla Barthes. En tanto provoco o manifiesto la melancolía o los celos, busco un acto en el otro, una respuesta, significante de “acá estoy”. El amor necesita, monstruosamente, devorar la ausencia. Es su principal enemiga, aunque motor de anhelo y creación. 

Pienso: ¿existe una canción en la que aparezcan todos los capítulos de Fragmentos de un discurso amoroso?  Ahí está: “I Want You”, de Elvis Costello. La referencia al amor dicho, el deseo, la impotencia, el arrebato, la melancolía, el fading —como desvanecimiento del otro—, los celos, la necesidad imperiosa de decir, la fragilidad de uno al expresar amor, la dicha, el egoísmo y la generosidad; la reducción de significantes en favor de uno que lo diga todo, la violencia como subversión. 

En la canción de Costello el yo lírico o narrador —ya que establece la noción de relato—  se sabe enamorado, se dice enamorado y es precisamente la autoconciencia de amar lo que le genera miedo y desazón. Es en la mitad de la canción donde los celos cristalizan por la existencia de un tercero, siempre oponente y a la vez enemigo. Es esa terceridad la que activa el dolor y el celo y hace posibles todos los significantes del amor. Según Barthes: “El celo es un sentimiento que nace del amor y que es producido por la creencia de que la persona amada prefiere a otro”.

Oh, my baby, baby
I love you more than I can tell
I don’t think I can live without you
And I know that I never will
Oh, my baby, baby
I want you so it scares me to death
I can’t say anymore than I love you
Everything else is a waste of breath

I want you
You’ve had your fun, you don’t get well no more
I want you
Your fingernails go dragging down the wall
Be careful, darling, you might fall

I want you
I woke up, and one of us was crying
I want you
You said, «young man, I do believe you’re dying»
I want you
If you need a second opinion as you seem to do these days
I want you
You can look in my eyes and you can count the ways

I want you
Did you mean to tell me but seem to forget?
I want you
Since when were you so generous and inarticulate?
I want you
It’s the stupid details that my heart is breaking for
It’s the way your shoulders shake and what they’re shaking for
It’s knowing that he knows you now after only guessing
It’s the thought of him undressing you or you undressing

I want you
He tossed some tatty compliment your way
I want you
And you were fool enough to love it when he said
«I want you»

I want you
The truth can’t hurt you, it’s just like the dark
It scares you witless, but in time you see things clear and stark
I want you
Go on and hurt me, then we’ll let it drop
I want you
I’m afraid I won’t know where to stop
I want you
I’m not ashamed to say I cried for you
I want you
I want to know the things you did that we do too
I want you
I want to hear he pleases you more than I do
I want you
I might as well be useless for all it means to you
I want you
Did you call his name out as he held you down?
I want you
Oh no, my darling, not with that clown
I want you

I want you
You’ve had your fun, you don’t get well no more
I want you
No-one who wants you could want you more

I want you
I want you
I want you
Every night when I go off to bed and when I wake up
I want you
Im going to say it once again til I instill it
I know I’m going, going, to feel this way until you kill it
I want you
I want you

Conforme se avanza en la lectura, nada parece quedar afuera de este marco teórico del amor que es Fragmentos de un discurso amoroso. Dede un capítulo dedicado a explicar ese defecto que encontramos en el ser amado para atenuar la disposición a la devoción a otro en el que Barthes explica la tendencia del enamorado a cuestionarse por qué y cómo actuar. La necesidad de comprender lo que nos ocurre cuando el sentido del mundo se empequeñece o se agranda desde las gradas del enamoramiento en las que nos apoltronamos; el dolor por el otro cuando sufre y se hace propio; un capítulo dedicado a las habladurías —cuando el ser amado es nombrado o construido por otros que no soy yo—;  la devoción angustiante que implica siempre la construcción de los amantes dentro y fuera de las palabras. 

“Solo hay un mundo donde hay lenguaje”, escribió Heidegger. Es ahí donde existe el amor. 

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