Cuaderno de Afuera: «Medicina cibernética», por Martín Macías Sorondo

No es extraño escuchar que cada época se define por esto u aquello; ya sea las lecturas de Hegel, la forma de sus máquinas, las prohibiciones alimenticias o los hábitos de higiene personal, todas las historias son una forma de trazar continuidades en el juego geológico de relatos sobre los que inventamos el presente. No ajeno a este enunciado, Norbert Wiener, padre de la cibernética del siglo XX, afirmó en su libro más célebre  —Cybernetics: Or Control and Communication in the Animal and the Machine (1948)— que cada época encuentra sentido en “los autómatas que ha sido capaz de imaginar”. Desde un Dédalo robot o un Ícaro cyborg hasta el Golem de Praga, el impulso de superación humano es para el matemático aquello que trata de subsanar una tendencia hacia el caos que excede sus propios límites, pero que empuja a través del control la frontera de ese exceso que a fin de cuentas debe intentar negar. Así, curiosamente, en el pensamiento cibernético la figura del autómata se indiferencia de lo que antes fuera lo propiamente humano decimonónico o dieciochesco (o incluso lo inhumano como correlato) y deviene una manera de crear y sostener la vida en sí, ya no como exceso patológico, sino como fuerza ordenadora. Y así también, si a cada época correspondiera a una forma de medicina, viejo saber sobre la vida entendida como su continuación y proliferación, la teoría cibernética se constituyó como uno de los momentos que intentó e intenta, redefiniendo la vida y colocándola en el núcleo mismo de su antropología, protegerla y sanarla. Si a cada época corresponde también un diagnóstico, este breve texto será el intento de esbozar una crítica a la medicina cibernética, hacer un diagnóstico de aquel y así intentar ver cómo la medicina cibernética es aún síntoma.

El sueño de Norbert Wiener

«Mi delirio asumió la forma de una particular mezcla de depresión y ansiedad sobre la condición lógica de mi trabajo y resultaba imposible distinguir entre ese dolor, la dificultad para respirar, las sacudidas de la cortina de mi ventana y ciertos puntos no resueltos del problema en el que trabajaba. No puedo decir con certeza que el dolor se haya revelado como una tensión matemática en sí, o que la tensión matemática simbolizara por su parte ese dolor: los dos estaban unidos tan íntimamente que esta división resultaba irrelevante. Sin embargo, cuando reflexioné sobre este asunto más tarde, me di cuenta de la posibilidad de que cada experiencia actúa como el símbolo temporal de una situación matemática, una situación que aún no había sido organizada. Me di cuenta también que uno de los motivos principales que me condujeron al estudio de esta disciplina era el malestar, e incluso el sufrimiento, que me producía una discordancia matemática irresoluta».

Citado por Steve J. Heims en John Von Neumann and Norbert Wiener. From Mathematics to the Technologies of Life and Death (Cambridge: MIT Press, 1980; p. 147-148). Traducción propia.

Una inconsistencia, un ruido, el golpeteo de la cortina de la sala de estudio y la perplejidad de un científico ansioso. La matemática duele, a la par de la percepción y la cosa cuerpo que sufre y respira. Sin embargo, el problema no parece ser curiosamente como en la sexta meditación cartesiana (escena mítica y solidaria), distinguir qué es qué en la madeja, encontrar la fuente del dolor y aislarlo, esclarecer los términos. Wiener nos previene de que la matemática “no es símbolo”, esquivando astutamente el orden de la analogía, y aún otro argumento sobre la imposibilidad de hacer coincidir la matemática y la vida: el investigador no sufre porque el término vida sea o no isomorfo al segundo (la matemática), sino que en un segundo momento de repliegue y génesis, se introduce, ahora sí, un símbolo ausente, un orden que da sentido a la experiencia ya en la matemática, un tercer término que restituye el mundo que ya estaba allí, según la sorprendente expresión con la que logra totalizar la experiencia, la “situación matemática”.

La experiencia (experience, experiencia y experimento) no busca el principio de una  “matematización” como proceso esclarecedor sobre los equívocos del mundo: el desorden, la confusión, pertenecen (también en tanto su complemento) propiamente a ella, y no son el resultado, como podríamos pensar ingenuamente, de un divorcio entre lo real y lo matematizable.

La matemática de Wiener devenida situación (o más bien lo que él concibe como matemática en singular) encuentra en la figura de la “discordancia” su núcleo doliente, y dialoga, en el misterioso tejido de las palabras y sus repeticiones, con aquella otra sentida por Baudelaire en su célebre poema “Correspondances”, incluido en  Les fleurs du mal (1857). En ambos relatos, la confusión reina ante un mundo en el que el poeta y el investigador se pierden, pero si en el primero los símbolos confusos de las tinieblas en donde todo era unidad explotaban en múltiples ecos y coincidencias que en el lenguaje encontraban refugio, la “discordancia” que Wiener sufre no se resuelve en los perfumes, colores o sonidos unidos la escritura, sino, como él mismo dice, en la promesa de una “organización”. Fuera del sueño, el matemático repetirá esta idea en sus obras y ella será de las definiciones más originales para esa entonces nueva disciplina a la que dio nombre: la vida en sí misma y en concreto, lo humano como caso particular de lo viviente, será aquello que “luche contra la entropía”, será “fuerza organizadora”. Así, dada ya la vida y su telos que coinciden, la pesadilla-diagnóstico de la desorganización reaparece. ¿Qué hacer? 

Cortar por lo sano

Como dirá Wiener en sus artículos con Arturo Rosenbluth, neurólogo que acompañó el inicio de sus trabajos durante la Segunda Guerra, el dolor es mensaje de alarma, un bloqueo: el sistema “no funciona”, es incapaz de autorregularse. El mal de su pesadilla es un dolor físico sin afuera ni adentro, una totalidad sistémica indistinguible de la emoción o la angustia (para Wiener, “dolor más complejo”)1 que no admite un principio heterogéneo de simbolización, una pérdida, una violencia que separe los términos. Es decir, siguiendo el análisis de la violencia de Bertrand Ogilvie en L’homme jetable (2012) , reprimiendo y negando el sustrato violento que implica la individuación, la lucha con la lengua, “alienación estructural y formadora”, una herida perpetua.

La respuesta de la medicina cibernética será así la promesa y la paz de un equilibrio, encontrar la situación matemática unificando diferentes saberes que, completado el proyecto, será un saber sólo (aquello que hoy llamaríamos paradójicamente interdisciplinario): entre la fisiología, la psicopatología y la sociología aparecerá el sistema general de intercambios y variables y el equilibrio fundamental podrá ser restablecido en un punto original y edénico. En la continuación de esta lógica, desde un lugar que ya es todos los lugares, el saber ascenderá así curando la totalidad: no será solamente la cura de un cuerpo, sino de todo el cuerpo social y aun del cuerpo-mundo, monismo radical que se extiende ad infinitum hasta (según el término tan querido por los cibernéticos) el orden de un gran ecosistema. 

Un ejemplo de esta operación es el discurso de 1955 del presidente de la Josiah Macy Jr. Foundation, Willard Rappleye, organizador de las célebres conferencias que llevan su nombre, conocidas también como las conferencias cibernéticas: “Los conflictos sociales son en realidad los síntomas de causas subyacentes: la psiquiatría nos enseña la naturaleza de esas causas. En consecuencia, los ‘insights’ (sic) y los métodos de la psiquiatria, la psicologia y la antropología cultural elucidaron los desordenes emocionales del mundo” (original en francés en Théologie du Management, de Baptiste Rappin, 2014).

Psicologización y medicalización de los conflictos, formalizados en una gran teoría, juridización de la psicología y psicología jurídica. Uno podría formular entonces: ¿hay algo de novedoso en el diagnóstico de las perturbaciones emocionales del mundo, de esa desmesura? Platón, farmacéutico él mismo, dio a la injusticia en la República el lugar de una enfermedad y sabemos que la propia tragedia griega encuentra su desenlace en un problema de hybris. La particularidad de los médicos cibernéticos radica en que, mientras que en el filósofo de la antigüedad la cura se deslizaba aún en los equívocos de la lengua, que como una espada fundaba la “mentira noble” (la República como fábula), fuerza de lo indeterminado que sostiene también el antiplatonismo rancieriano (la democracia y sus malentendidos como punto de partida), para Wiener “la lengua no es más que [aun y otra vez] la transmisión de organización”. Sanar la sociedad no consistirá así en refundarse o hundirse en los abismos de una polémica sin final, sino, refiriendo Wiener al Tikun hebreo (gran momento de reparacion de aquello que siempre ha debido ser) en introducir servomecanismos, contralores, encuestas de satisfacción, operadores que mirando las miradas excluyan la conspiración y la stasis latente sin necesidad de una violencia o una promesa constituyente. Dispositivos imperativos que, paradójicamente y con una fuerza frenética y aplacadora destruyen toda forma de vida heterogénea que encuentran a su paso, y que encuentran en su implementación débil, gatopardista y gradual (imperativo del neoliberalismo con el que, reformulando a Foucault, Barbara Stiegler ha titulado su libro más reciente Il faut s’adapter) la potencia ilimitada de prolongar un mal que siempre está por llegar.

Quis custodiet ipsos custodes?

Revolución del management post-taylorista, técnica contrarrevolucionaria para restablecer la gobernabilidad perdida en los 60 y 70, paz armada de encuestas y tests de recursos humanos, liberalismo autoritario (según la expresión usada por Grégoire Chamayou en La société ingouvernable, de 2017), pero también sueño de una fábrica más eficiente y sin gerentes —tesis de Stafford Beer, curioso personaje que intentó a través de métodos cibernéticos, con cuestionarios a los obreros y la posibilidad de responder en vivo a través de la televisión a los anuncios del gobierno, organizar la mermada producción en el Chile de Allende— y también versiones de una filosofía de reducción de riesgos que ante el descubrimiento de la biopolítica diseña ella misma las imposible figura de una «biopolítica de la liberación». 

Y es que como cualquier ciencia, la cibernética encontró proyectando su origen, su cumbre teológica: su respuesta al problema de lo humano (que siempre fue ahora pregunta sobre su condición de máquina viviente) pudo paliar aquello que Günther Anders algunos años antes entendió como la “vergüenza prometeica” (la vergüenza de poseer y estar poseído por un cuerpo frágil y muriente frente a aquel reparable de la máquina; la vergüenza de no tener un diseño, de ser arrojado a la vida “mal terminado”), transformando la vergüenza de la no-identificación en un deseo de que todo devenga cosa. Quizás en la misma línea, en el Manifiesto Cyborg de Donna Haraway de 1985, en donde la lengua reaparece pero ya como analogía o metáfora médica, quirúrgica, será posible redescubrir una verdad de perogrullo de forma cibernética: que siempre fuimos cuerpos textuales, materia plástica, máquinas discursivas automodificables. El cuerpo vuelve en Haraway (en este texto temprano) también organizable, ya no como constatación física o definición de lo humano como fuera en los primeros cibernéticos, sino en tanto negación afirmativa o denegación, como un anti-humanismo que, anclado en el humanismo cibernético, radicalizará su hipótesis hasta invertirlo.

La pregunta sería entonces: ¿por qué criticar una filosofía que busca liberar el mundo del universalismo, prevenir el surgimiento de un gobierno autoritario, reparar y revisar la larga historia de un mundo lleno de nacionalismos excluyentes, racismos colonizadores y ontologías jerárquicas sobre quién es humano? Evidentemente, la candidez de esta pregunta no apunta a volver a las formas más normativas de los humanismos de antaño. El problema radica quizás en que la “reparación” como cura cibernética alcanza su límite en esa paradójica normatividad retrospectiva que, buscando a toda costa la preservación de una vida definida como lo organizado o adaptado, parece reprimir que a cada intento de determinar la organización y su contrario se encontrará siempre con un resto ideológico, una decisión, una violencia. Diluyendo la política y sus peligros en la gestión, en un formalismo tecnológico-jurídico, en un nuevo moralismo, el totalitarismo cibernético muestra así su impulso homogeneizante. 

Georges Canguilhem, uno de los filósofos que en el siglo XX inauguró de manera original la crítica a la vida en sí, separándola de la máquina, supo dar cuenta de la creatividad de lo patológico, de lo inherentemente enfermizo e irreparable que conlleva la no-función de vivir. La medicina cibernética ha querido siempre huir de este principio de irresolución, sufriente ella misma de una especie de “patología de la libertad”, término con el que Anders designa la libertad entendida como intento de sortear el problema de la identificación imposible con el mundo, haciendo del mundo entero cosa. ¿Debemos entonces ser aún los médicos del mañana? ¿Buscar la paz en la organización perpetua de lo existente? ¿Aún pensar al pensamiento como cura?

Notas

1. En este sentido, Wiener no distingue entre animal humano y animal, digamos, animal, fundando una ética animal basada en la solidaridad de un sufrimiento del sistema nervioso (también emocional o psíquico) como indistinguible o más bien, como una falsa división, frente al dolor físico. ↩️


Acompaña la entrada un detalle de una ilustración de Fritz Kahn tomada del segundo volumen de Das Leben des Menschen (1924).

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