En pleno confinamiento a escala planetaria, Félix Pérez analiza 4:44 Last Day on Earth, de Abel Ferrara (1951)
Debido a la cuarentena parece haber habido una aumento exponencial (para usar la palabra en boga) del consumo cultural: a través de las redes sociales se recomienda la puesta en escena de Hamlet de la troupe universitaria de Zagreb, ballets senegaleses de los años 90, óperas turcas, un curso sobre la historia de los tártaros de Crimea, documentales sobre la estrella de la movida funk japonesa, un recorrido por el museo de arte local de la ciudad de Farmington, etc. Llegan whatsapps con links al espectáculo del repetidísimo mimo francés X y al mismo tiempo que nos enteramos del espectáculo lo hacemos de nuestro interés por el arte de la mímica… Se llegó al punto en el que, inclusive, muchos uruguayos están viendo cine nacional: estamos realmente frente a un estado de emergencia. Sospecho que pasamos más tiempo recomendando cosas que hacer que haciéndolas efectivamente, pero es una forma de pasar el tiempo también.
A mí, sin embargo, me ha costado enormemente poder concentrarme en algo: ya sea un libro o una película. No es que no haya disfrutado de varios, pero siempre fueron como eclipsados por la incertidumbre de estos extraños días. Cierta inquietud no me ha permitido abandonar completamente las circunstancias actuales y adentrarme en los universos que las obras proponen.
Una excepción fue 4:44, de Abel Ferrara (2011), película a la que volví a acudir como quien acude a un viejo amigo por un consejo ya oído. Puede parecer un poco pesado, o inclusive un cliché grande como una casa, hablar de un film sobre el fin del mundo en esta circunstancia (el arte- catástrofe conoce un pico de popularidad), pero si no podemos pensar en otra cosa por lo menos intentemos pensarla bien: un poco de claridad y belleza frente a todo este ruido. Una barca que nos ayude a transitar esta tormenta.
La premisa del film es sencilla: a la hora señalada por el título, se acaba el mundo. Es por un agujero en la capa de ozono o algo así, pero esto no es lo importante, o lo más importante; lo fundamental es que el mundo se acaba y punto. L’apocalypse déçoit, decía Blanchot.
Podríamos esperar que el héroe intentase salvar el mundo o a la humanidad, como generalmente sucede en los films sobre el apocalipsis, pero nada de esto sucede. 4:44 muestra como Willem Dafoe, o el personaje que interpreta, transita estas horas finales. Vive en un lindo apartamento en Nueva York y usa una remera negra escotada con un jean oscuro (gran parte de la belleza del film consiste en verlo caminar). Su mujer está de piyama, y pinta unos enormes lienzos para luego secarlos. Él se afeita, ella le pregunta para qué. Porque a ella le gusta así. ¿Por qué todo? ¿Por qué pintar? ¿Qué hacer? La panadería de enfrente abre sus puertas por última vez y regala su producción: “agarrá lo que necesites y pensá en los otros”. La pareja hace yoga y hace el amor. Se asustan e intentan consolarse. Ella escucha, en una tablet, una charla de filosofía india de corte idealista (todo está en nuestra mente, así que si no la cambiamos nada cambiará). Pero ¿por qué preguntarse cómo afrontar la vida si lo que hay que afrontar es la muerte? Él escucha las noticias, que repiten lo mismo una y otra vez, insoportablemente. Los expertos parecen no saber darnos ninguna certeza. El escenario nos puede resultar, creo, familiar.
Llama a un amigo. Este improvisa unos blues con sus compañeros de casa.
—Vamos a armar una fiesta acá.
—Es una buena estrategia.
—No sé si es una estrategia, pero es lo que quiero hacer.
¿Qué estrategia adoptar, efectivamente? Todas las películas muestran modos de vivir, pero Ferrara es uno de los pocos directores que arma sus películas alrededor de la pregunta sobre cómo vivir, que construye sus film sobre el cuestionamiento ético.
Porque finalmente la muerte es lo único dado, apocalipsis o no: “De su suerte [del Hades] te aseguro que no hay ningún hombre que escape, / ni cobarde ni valeroso, desde el mismo día en que ha nacido”, revelaba ya la Ilíada. La cuestión es saber cómo afrontarla y cómo afrontar la vida con este horizonte. La muerte no es nada para el hombre, sentenciaba Epicúreo, y Spinoza escribía que el sabio no piensa en nada menos que en la muerte, pero nosotros no somos sabios.
Un vecino se suicida. Y Dafoe se pregunta por qué no hacerlo. Tira las notas que está escribiendo por el balcón: finalmente, seguir escribiendo es absurdo. Pero las dudas lo siguen atormentando. Camina hablando consigo mismo y en su mente se suceden hilos de imágenes inconexas, o que parecerían inconexas, y que se van fundiendo mientras intentamos encontrarle un sentido. Piensa o algo piensa en él; difícilmente podamos decir que él, sobre todo en ese momento, controla sus pensamientos. (Por exagerado que parezca, es una de las pocas descripciones realistas de un hilo de pensamientos que he encontrado en el cine).
Dafoe llama a su hija por Skype. ¿Cómo va a pasar esa noche? Invitó a una amiga a dormir. Dafoe se pone a llorar, por su hija, por la lejanía, por él, por todo. Su ex esposa toma la llamada. Le dice que no angustie a su hija. Justo ahora me vas a recriminar, responde él. Comienzan a hablar sobre su relación, sobre los errores, sobre quién tuvo la culpa de la ruptura. Parece ser momento de pasar raya aunque, por supuesto, no se puede, porque el pasado nunca es claro. La cámara se mueve, sutilmente, tomando ya sea el reverso o el anverso de la computadora, con el rostro de nuestro protagonista iluminado por la pantalla, siempre en cuadro, en un plano secuencia que nos rompe. Él también se rompe y le dice que preferiría que las cosas hubiesen sido de otra manera, que obviamente preferiría estar con ella ahora y no con su pareja actual. Esta última escucha. Se pelean. Se hace difícil (con)vivir.
Aquí se cristaliza la idea, cinematográfica, de la que hablábamos anteriormente, la idea de la decisión ética. Abrumado, Dafoe, un ex adicto a la heroína, va a buscar una dosis a lo de un viejo amigo dealer. Allí hay otro ex adicto que decidió no consumir. Se inicia una discusión en la que parece jugarse la suerte del mundo. Evidentemente no tiene nada de pomposo, si no que se desprende orgánicamente del desarrollo del film. Es un momento tan bueno como cualquier otro para consumir, para aliviar el dolor, para aliviar el peso. O quizás sea mejor esperar el final con los ojos abiertos. ¿Y si no fuera el final? No parece probable.
Se hace de noche y en las calles cada uno se las arregla como puede, o quiere. Suena la única canción del film: “Ain’t That A Shame”, de Fats Domino. ¿No es una lástima? Otra manera de encarar el final y una de las más inteligentes: Fats Domino parece lamentarse y aceptar, al mismo tiempo, con una ironía y distanciamiento desesperados, la despedida: “You made me cry when you said goodbye / Ain’t that a shame / My tears fell like rain / Ain’t that a shame”.
Dafoe vuelve a su casa. ¿A pincharse o no? Lo cierto es que allí lo espera su mujer y el final. Y la salvación. Esta no existe, es una ilusión, dirá el incrédulo lector. Pero Ferrara, como buen cartesiano que es, lo demuestra: en el film, como en pocos, se produce un momento de gracia, de beatitud. Allí está la prueba, alcanza con verla y oírla.
Aunque este amor a Dios no ha tenido comienzo tiene, sin embargo, todas las perfecciones del amor, como si hubiera nacido.
Spinoza; Ética, Escolio a la proposición XXXIII
Los fariseos le preguntaron a Jesús cuándo iba a venir el reino de Dios, y él les respondió:
—La venida del reino de Dios no se puede someter a cálculos. No van a decir: “¡Mírenlo acá! ¡Mírenlo allá!” Dense cuenta de que el reino de Dios está entre ustedes.
Lucas 17:20-22
Evidentemente no creo que el final del mundo esté cerca ni mucho menos (aunque nuestro final sí, siempre), pero sí que esta película nos puede acompañar en estos tiempos de incertidumbre, nos puede ayudar a sobrellevarlos, a transitarlos, pensarlos y vivirlos mucho más que la casi totalidad de textos que se han escrito sobre la pandemia, que no han sido pocos. Es el film que siento más cercano: hecho de llamadas de Skype, de cursos virtuales y videos del Dalai Lama, de confinamiento, de pedidos por delivery, de exceso de información con la que no sabemos qué hacer, de falta de certezas, de actividades cotidianas mientras el mundo se parece derrumbar, de errores… Pero también de decisiones y de dignidad. Un director que se anima a enfrentarse a la gran pregunta: ¿cómo afrontar el final?
Algunos refinados espectadores se quejarán de ciertos efectos visuales, de ciertos fundidos, de algunos movimientos de cámara muy bruscos: no son de buen gusto. Pero a Ferrara no le podría importar menos el buen gusto y no se deja limitar por él, ya que persigue otra cosa: la verdad y la belleza que, como sabemos desde hace un buen tiempo, son una y la misma cosa.
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