Mateo Arizcorreta reseña Papeles suizos, el último libro a la fecha del poeta y narrador José Arenas (1989)
Al oeste de un país que se autoproclamó la Suiza de América, una pequeña comarca le agrega partida de nacimiento a la metáfora. En Colonia Suiza, los niños aprenden el acordeón para tocarlo en las fiestas de la patria alpina; las casas patricias exhiben su denominación de origen a través de escudos de cantones; la plaza principal honra a los heroicos colonos fundadores y se repite con orgullo que Juana de América supo celebrar el firmamento de la colonia en un poema.
Ese relato colectivo, cuyas tensiones en el imaginario local pueden conocerse de primera mano en el documental El molino quemado (Martín Chamorro, Micaela Domínguez Prost y Cecilia Langwagen, 2017), exasperan al joven narrador de Papeles Suizos (Montevideo: Pez en el hielo, 2019) y, más aún, su militancia activa por parte de sucesivas generaciones, que lograron naturalizar la idea de un reino con ADN importado a la vez que excluyeron a los desterrados y apóstatas de ese paraíso. El poeta y narrador José Arenas, que creció en Nueva Helvecia, toma ese escenario real como marco de su más reciente novela, en la que un muchacho de 19 años urde su propia versión de la historia.
Ante ese mito de origen cuasi olímpico, el narrador antepone una especie de fundación realista de la ciudad. En el primer apartado del libro se formula la verdadera genealogía neo-helvética. Bajo esta lupa, los épicos fundadores de otrora se descubren como los restos de la escoria que, sobre fines del siglo XIX, Europa expulsó de sus entrañas: enfermos sin remedio, ladrones apolillados, viejos demacrados y militares gangrenosos. Al toparse con el suelo y el sujeto oriental, los rancios colonos purificaron su pasado y sacaron a relucir sus escarapelas y banderas, llevando la idea de colonia a su máxima perfección. De esa estirpe eran también —aunque su familia no lo quiera aceptar— los antepasados del protagonista: “En alguno de esos soldados sin piernas o sin ojos, o a punto de morir del cansancio, en el semen vencido de uno de ellos venía el gen de mi familia, como bicho de barco”.
Ese capítulo inicial, destilado de vigorosa potencia, encierra el espectro temático y tonal del resto del libro. De allí en más, cada apartado no hará sino profundizar en alguna de las líneas de violencia, control social y desazón trazadas en el comienzo. El punto fuerte del volumen está en el ritmo que logra Arenas en cada uno de esos breves capítulos, en los que enhebra oraciones largas, casi declamatorias, combinadas con sentencias lacónicas, en un trabajo de depuración oral que cincela un texto que más que leerse se escucha. Este efecto se ve exacerbado por el carácter de fuerte invectiva de muchos de sus pasajes, en los que se saca de abajo de la alfombra helvética a los criollos, los pobres, los desclasados, los sin linaje pero, muy especialmente, a los jóvenes suicidas de su generación, cuya cicuta atraviesa todos los estamentos.
El narrador comparte hospicio con La Gringa, otra hija vomitada de la colonia, de su misma edad, proveniente de una familia de linaje, que enmudeció la tarde de verano en que su hermana se colgó del roble del jardín. Su hermana fue la primera de una epidemia de ahorcados que el narrador rescata de la desolación, y sobre los cuales Arenas construye una poética de dotar de voz a los que murieron en silencio o fueron silenciados por la muerte. Esas muertes voluntarias vuelven una y otra vez como testimonio inapelable del fracaso del discurso edénico fundador.
A lo largo de sus diecinueve años de vida, el narrador fue dejando constancia de su versión de la historia en distintos papeles dispersos que, al serle confiscados por maestras y profesores, fueron causantes de oprobio, burla y violencia. Ahora puede escribir con libertad, desmontar el statu quo y componer su propia novela histórica en estos papeles suizos. Desde un hospital psiquiátrico, por supuesto.
En otras manos, la materia prima del texto (pueblo chico, infierno grande; escrituras de la locura; adolescencia conflictiva) podría resultar en un cóctel naif y predecible. José Arenas escapa de ese destino apoyándose en una voz punzante en su tono y equilibrada en sus desbordes, así como también en su capacidad para condensar vidas enteras en pocos párrafos siempre funcionales al discurrir del relato.
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