Sobre Retrato de una mujer en llamas, última película de Céline Sciamma (1978), escribe Clara Vázquez Vila
“¿Todos los amantes sienten que están inventando algo?”, se pregunta Marianne, el personaje de Noémie Merlant en la película de la directora francesa Céline Sciamma. itulada Portrait de la jeune fille en feu, esta historia de amor situada a fines del siglo XVIII es una de las mejores películas estrenadas en 2019 y, además de su exitoso paso por el circuito de festivales, ya fue incluida en la colección Criterion y fue una de los tres films preseleccionados por Francia para la categoría de Mejor Película Internacional de los Oscar 2020, aunque finalmente no fue la nominada.
Marianne, una joven pintora, llega a la residencia de la condesa adinerada que la contrató para que retrate a su hija Héloïse sin que ella se dé cuenta: la artista debe hacerse pasar por una acompañante para los paseos de Héloïse. Solo puede pintarla de memoria porque la joven se niega a posar: el retrato es para enviarle a un posible pretendiente con quien no quiere casarse. El vínculo entre ambas se construye lentamente, con miradas robadas en paseos por las playas y acantilados, conversaciones breves y silencios cómodos.
Gracias a esto, cuando Héloïse se entera del verdadero propósito para el que fue contratada Marianne, accede a posar para ella. Se sabe objeto de la mirada de la pintora, pero le hace saber que ella también la observa, que conoce sus gestos y reacciones y que también formó una imagen suya. Desde que confiesan sus sentimientos, las protagonistas buscan formas de postergar la separación, pero la situación es trágica más allá de este final inevitable: además de separarse de Marianne, Héloïse tiene que casarse con un hombre que no conoce en contra de su voluntad. Por su parte, Marianne debe terminar su trabajo sabiendo que al hacerlo estará alejando a Héloïse para no volver a verla. Las preocupaciones de ambas con respecto al amor y a su relación salen a la luz cuando Marianne, Héloïse y Sophie, la joven criada de la residencia, discuten el mito de Orfeo y Eurídice. Sophie pregunta por qué Orfeo giraría para mirar a Eurídice si la amaba y sabía lo que tenía que hacer para conservarla; Marianne considera que Orfeo prefirió no quedarse con su amada sino con el recuerdo de ella: tomó la decisión del poeta en lugar de la del amante. Héloïse sigue leyendo, y reflexiona sobre la posibilidad de que haya sido Eurídice quien tomó la decisión y le pidió a su amado que girara.

La puesta en escena no tiene más que aciertos: la presencia constante del fuego es uno de ellos. La luz de las velas, las estufas siempre prendidas, las llamas recortando el cuerpo desnudo de Marianne la primera noche, el fogón en la escena que le da el nombre a la película. Otro aspecto interesante en el contexto de la película es la evidente ausencia de hombres. El único personaje masculino al que se hace referencia, el prometido de Héloïse, ni siquiera aparece y no es importante por sí mismo, sino por lo que significa para la relación entre ella y Marianne.
La forma en la que se usa la música, a su vez, agrega muchísimo. Fue muy acertado usarla solamente en tres escenas cruciales y que en todos los casos fuera diegética. El resto de la película no necesita de una banda sonora extradiegética porque el trabajo de las actrices y la composición de las imágenes construyen la historia por sí mismos. Cuando la música sí aparece, destaca, y se aprecia el papel fundamental que cumple en cada momento. Portrait… toma de la música tanto como de la pintura y la literatura.
En una entrevista para Letterboxd donde habló de sus influencias, la directora contó que durante el período en el que escribe un guión mira las películas que le dan fe en el cine: películas con posturas radicales, de autores que creen en el lenguaje cinematográfico y lo usan con entusiasmo y audacia. Como ejemplo señaló la obra de Chantal Ackerman, lo que no es una sorpresa, porque comparten varias ideas sobre lo que debe ser el cine. Es posible hallar intenciones similares detrás de películas tan distintas como Portrait… y Je, tu, il, elle (1974), de Ackerman: de formas muy diferentes, ambas crean personajes femeninos cuya sexualidad es para su propio goce y no para satisfacer al espectador. El último acto de Je, tu, il, elle contiene una escena de sexo de quince minutos entre la protagonista (interpretada por la directora) y su novia que sorprende precisamente por no estar filmada en función del placer del espectador sino de los personajes mismos.

La escena es explícita y el placer de las mujeres es visible, pero los encuadres elegidos no exponen sus cuerpos para el disfrute del público. De esta manera se obstaculiza el vínculo voyeurista con la imagen, desafiando la mirada masculina. En Portrait… hay varios momentos en los que podría incluirse una escena de sexo entre las protagonistas y, tratándose de una película sobre el amor secreto entre dos mujeres donde la mirada es tan importante, esto hubiera sido esperable. La decisión de no hacerlo es muy inusual en dramas lésbicos, y separa la película de tantas otras obras recientes que retratan romances entre mujeres, como Carol, de Todd Haynes, La Criada, de Park Chan-Wook o Disobedience, de Sebastián Lelio. Estas películas sí tienen escenas de sexo, coreografiadas y fotografiadas en función de satisfacer el placer visual del público. Aunque sucede de diferente forma que en Je, tu, il, elle, Portrait… también interrumpe y desafía esta mirada: el placer de las protagonistas es para ellas y no para el espectador.
Como Orfeo, Céline Sciamma toma la decición de los poetas al retratar un amor que es para siempre pero solo puede existir en el recuerdo. Portrait de la jeune fille en feu es una de esas películas que crece con cada visionado y que renueva la fe y el amor por el cine; una película en la que todas las escenas están compuestas de tal manera que cada palabra importa, cada gesto y cada mirada están cargados de significado, y cada elemento visual y sonoro construye un pedacito de la historia.
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