Félix Pérez reseña El oficial y el espía y El precio de la verdad, dos películas sobre la justicia
L’abus de pouvoir est un fruit naturel du pouvoir;
d’où il résulte que tout peuple qui s’endort en liberté
se réveillera en servitude.
(El abuso de poder es un fruto natural del poder;
de ahí se deduce que cualquier pueblo que se duerma en libertad
se despertará en servidumbre)
Alain
El oficial y el espía (J’accuse, 2019), de Roman Polanski, y El precio de la verdad (Dark Waters, 2019), de Todd Haynes, son dos films recientes que, si los espectáculos públicos no hubiesen sido cancelados, ocuparían, por estos momentos, un lugar en nuestra cartelera cinematográfica.
Los vi a ambos en un fin de semana, esperando no encontrar más similitudes que el año de estreno, pero para mi sorpresa los puntos de contactos fueron varios. Ambos se basan en hechos históricos; en ambos el protagonista defiende una causa que parece perdida; en ambos esta defensa va contra los intereses de organismos o instituciones de los que el protagonista forma parte o con los que se ve, de alguna manera u otra, involucrado. Esta defensa tiene consecuencias negativas tanto en su profesión como en su vida, por lo que el protagonista se ve siempre enfrentado a la duda de hasta qué punto puede seguir con esta defensa que parece ir en contra todo lo que había construido. También ambos se enfrentan al problema de que, al basarse en hechos documentados, deben contar, aunque sea parcialmente, la historia real y la historia del film, desafío que se hace doble al tratarse de historias que se extienden en un largo periodo de tiempo. Podría seguir buscando similitudes, aunque —y el lector ya lo habrá advertido— estas no son más que excusas para hablar en una misma nota de estas, por otra parte, disímiles películas
Empecemos con Dark Waters. Robert Bilott (Mark Ruffalo) es un abogado que trabaja en una prestigiosa firma; un día, un humilde granjero llamado Wilbur Tennant (Bill Camp) se presenta en su oficina con una denuncia: la compañía DuPont, un gigante de la industria química, está contaminando su tierra. Bilott lo desoye, hasta que Tennant le menciona a su abuela: fue esta la que lo recomendó, ya que viven en el mismo pueblo. Ahí se produce un click en el abogado: ese pueblo, por más que le avergüence un poco mencionarlo frente a sus colegas, es el lugar en el que pasaba los idílicos y tranquilos veranos en su adolescencia. Bilott visita entonces la granja de Tennant. El paisaje es desolador: cientos de vacas han muerto por tomar el agua contaminada por DuPont; dientes negros y tumores son algunas de las pruebas. El abogado inicia entonces una investigación que lo llevará a presentar una denuncia contra la compañía. Un film capriano: el protagonista debe defender al pueblo de su juventud (ese del que alguna vez quiso escapar debido a sus ambiciones y que ahora se le aparece como un paraíso perdido) de las garras de una compañía cuya avaricia atenta contra el bienestar de sus pobladores.

Acompañamos a nuestro protagonista en su investigación y sus descubrimientos: DuPont produce un químico llamado PFOA o C8, que es altamente contaminante. Este químico, debido a que es inquebrantable, está presente en una cantidad enorme de objetos de uso diario, por ejemplo en el teflón; fiel a la historia, el film muestra hechos terribles. En efecto, DuPont tenía evidencia, desde hacía años, de los efectos que el químico tenía sobre la salud, pero, al ser las propias empresas las que enviaban a la EPA (el organismo estatal encargado de controlar este tipo de productos) el listado de químicos nocivos, no incluían el PFOA en la lista, por lo que simplemente no se controlaba. Así, DuPont no tuvo prurito en envenenar, a sabiendas, a un pueblo entero o a los trabajadores de sus plantas, ni, ni que hablar, en ocultar esta información.
El film nos va develando el accionar de esta y otras compañías. También muestra lo difícil que es hacerles frente: los estudios no se animan a denunciarlas; los juicios son caros y el Estado estadounidense parece aliarse en varios momentos con las compañías; varios de los habitantes de los pueblos/ciudades donde se instalaron las fábricas se oponen a estas denuncias porque atentan contra las fuentes de trabajo; la legislación es débil y los juicios largos; inclusive si se multa a las compañías, estas multas representan un porcentaje mínimo de sus ganancias… Esto sin entrar en los procedimientos directamente mafiosos que usan. El desbalance de fuerzas está sintetizado en una potente imagen del film: Tennant gritándole a un helicóptero que sobrevuela su predio, como un dios omnipotente y temible.
Haynes muestra un honesto interés por la situación y por los habitantes de los pueblos más golpeados por la contaminación, lejos de la ironía o sátira con la que suele estar asociado. En efecto, si bien no se idealiza a Tennant, sí se presenta su lucha como admirable. No hay condescendencia en el modo de filmarlo, pero lo que hay en cambio es un crudo retrato de cómo los afectados no tienen, muchas veces, las herramientas para llevar a cabo sus reivindicaciones y por eso dependen de la simpatía de algún renombrado abogado. El director tiene una linda frase que explica, parcialmente, su cine anterior: «El término ironía se ha desgastado demasiado como para resultar útil… Cuando pensamos en distancia pensamos en cortar de seco la emoción, y no es eso. Es una distancia que trae consigo un reservorio emotivo mayor». En esta película, por el contrario, no hay ningún tipo de «distancia», o por lo menos yo no la encuentro. Y tampoco hay nada malo en esto.
Las compañías químicas parecen ir directamente contra la vida, por eso se hace tanto énfasis en los bebés: en los que nacen con problemas de salud, en los que están por nacer, en las mujeres embarazadas. Cuando Bilott toma a su hijo recién nacido por primera vez entre sus manos lo revisa de arriba abajo «para ver si no tiene nada». Es que, aparte de los daños físicos, el acento también está puesto en los daños mentales o psicológicos (asumiendo que estos dos sean completamente distinguibles) de modo que los personajes no saben hasta qué punto están siendo paranoicos o si hacen bien en sospechar de todos y de todo, lo que deteriora sus psiquis y los aísla socialmente, este sí un rasgo característico del cine de Haynes. En un momento, por ejemplo, el personaje está sentado en un living vacío, temiendo llenarlo de productos que podrían ser nocivos para su salud; en otro, su mujer le pregunta al médico si no pueden estar envenenado a su esposo; en un tercero, el abogado tiene miedo de prender el auto por si este explota…
Mientras la película se centra en darnos la información del caso, funciona con una fuerza avasallante. Las pruebas se multiplican, lo que refuerza la potencia de la denuncia del abogado y el director. Nos revela, o nos recuerda, situaciones inadmisibles. Nos indigna que esto haya pasado y nos lleva a pensar que, evidentemente, casos similares siguen sucediendo y son más la regla que la excepción (DuPont sigue siendo, evidentemente, una de las grandes empresas de Estados Unidos). Nos invita a pensar, directamente, la problemática. Presenta esta información, aparte, de una manera clara, casi didáctica: se nos explica así cómo funcionan, por ejemplo, los químicos.

Una vez, sin embargo, que comprendimos más o menos la gravedad y dimensión del problema, la película pierde gran parte de esta fuerza. El conflicto del protagonista funciona, creo, mientras está ligado directamente a sus descubrimientos, que coinciden con los nuestros. Cuando Haynes pretende hacer del personaje algo más, y aspira a centrarse en el héroe, o crear un héroe como individuo autónomo e interesante, por lo tanto, en sí mismo, el film resulta menos logrado. Y es que Haynes parece utilizar todo tipo de registros y recursos para mantener el interés en este personaje, generando un sinfín de mecanismos que se van agregando el uno al otro sin generar un todo (cuestionamientos internos, monólogos filosóficos, conflictos de pareja, problemas físicos dignos de un héroe trágico, etc.). Son casi golpes efectistas, que gritan para llamar nuestra atención y a los que el director acude cuando el pulso de la película parece decaer. Aparte, si bien la actitud del personaje es más que estimable, en estos momentos el film cae en un individualismo que el resto contradice.
Me explico: El precio de la verdad muestra todo el tiempo lo avasallante de las estructuras y cómo los intentos de modificarlas individualmente son siempre parciales (lo que no significa que caiga en ningún tipo de derrotismo, muy por el contrario) y, al centrarse en el abogado como individuo, la resolución del conflicto de este se liga con la resolución del problema a secas, por lo que el happy ending parece absolver al mundo. Entonces, cuando Haynes se centra demasiado en el personaje como héroe parece ser en un intento por crear una línea narrativa que jamás consigue tomar vuelo, casi como si el director hubiese querido agregar otra dimensión o capa, desconfiando que con la primera bastase para hacer una buena película.
Estos límites no son en ningún lugar más evidentes que en el personaje de la esposa de Bilott, Sarah (Anne Hathaway), quien se define exclusivamente en relación a su marido y va cambiando según las necesidades de la historia. El director dispone de este personaje casi como de un recurso más: cuando el film lo necesita descree de su marido, o se ven los efectos que su lucha tiene en su relación (¡el egoísta no piensa en mí!) y luego se la muestra plenamente comprometida con la causa. En una escena sobre el comienzo, Sarah dice que era abogada pero dejó de ejercer para dedicarse a ser ama de casa, lo que parece un pedido de disculpas o una excusa, por parte de la película, por la pobreza de este personaje. El director de Carol sin duda ha conseguido crear mejores retratos femeninos.
Dark Waters funciona por eso casi como un artículo (se basa en uno, de hecho): lo recomiendo mas no me urge reverlo. Esto no le quita nada a esa potencia con los que trasmite una cadena de hechos. Cundo quiere ser más que esto el film hace agua, pero en los más momentos, no quiero ser injusto, logra iluminar las aguas obscuras, para completar el mal juego de palabras.
Pasemos ahora a J’accuse. El film toma su nombre del artículo de Émile Zola que apareció en 1898 en el diario L’Aurore. El artículo denunciaba los excesos cometidos por la Justicia y el Ejército contra Alfred Dreyfus, oficial que había sido destituido y condenado a prisión en exilio de por vida por haber sido declaro culpable de traición y espionaje injustamente, ya que era inocente. Dreyfus era judío y el «caso Dreyfus» fue una clara manifestación del antisemitismo que campeaba en Francia. El artículo de Zola y la acción de un grupo de intelectuales conmovió a la sociedad contemporánea y llevó a que se reviera a la sentencia. Es, hasta el día de hoy, uno de los paradigmas de la literatura engagée o comprometida, aunque supongo que ya nadie lo lee más que como eso, es decir como un ejemplo paradigmático de literatura comprometida, que ya nadie lo lee más que como una parte de la historia de la literatura. En su momento, sin embargo, logró el objetivo que se proponía: denunciar una situación concreta y tener un efecto sobre el transcurso del juicio.
Sin embargo, el film de Polanski no se centra ni en Dreyfus ni en Zola, sino en Georges Picquart (Jean Dujardin), el general que le brindó al novelista la información en la que se basó para escribir su artículo. Picquart había sido promovido a jefe de la sección de inteligencia del ejército y fue descubriendo como a Dreyfus se lo condenó sin pruebas o con pruebas inventadas.
J’accuse comienza con la destitución de Dreyfus (Louis Garrel). Esta escena es toda una puesta en escena armada por el ejército, con el Louvre y con la tour Eiffel como escenografía. Los movimientos, los tiempos, la actuación: todo sigue un registro. Es decir que no sólo se destituye a un general sino que se pone en escena esta destitución: hay una forma.

Polanski realza la teatralidad de la situación. Las actuaciones son exageradas y los rasgos físicos de los personajes caricaturescos; los movimientos coreográficos, casi mecánicos; los lentes de cámara deforman la imagen; las composiciones son ya bien excesivamente geométricas o descentradas, con los actores muy cerca o muy lejos del lente. Es casi grotesco. Se podría acusar, pues, a la película por su tono irónico, por su disonancia entre forma y contenido, ya que se trata de un tema serio y no se puede crear de él una farsa. No obstante, Polanski, a través de la puesta en escena de una puesta en escena, justamente, lo que hace es intentar guardar una sana ironía frente a instituciones tales como la Justicia, el Ejército o el Estado. Esto no significa que descrea de estas instituciones, el film no es un film, por ejemplo, antimilitarista o antijudicialista, pero sí muestra que, por más que a estas y otras instituciones se les debe guardar respeto o inclusive obediencia (o abstenerse a las consecuencias si uno desacata las normas), en ningún momento se les debe guardar devoción, aprobación ni, mucho menos, idolatría. No se pueden transformar en absolutos. Como en el caso de Dreyfus, la Justicia, el Ejército y el Estado se pueden equivocar.
Como escribió Joachim Lepastier para Cahiers du Cinema: «No se trata por supuesto de transformar el affaire Dreyfus en una farsa sino poner todavía más en manifiesto su dimensión monstruosa, para derivar así en un trágico mordaz». Y es que el film es profundamente humanista, en el sentido en que considera que todo humano importa y nada importa más que lo humano. Cuando Picquart le pide a uno de sus compañeros, que es uno de los principales involucrados, que se revise el caso, este le responde que esto provocaría una deslegitimación del Ejército y que qué podría importar un judío frente al él. Eso nos recuerda el comentario de ese anti-humanista llamado Nietzsche, en El Anticristo, sobre la célebre frase de Pilatos:
«¿Todavía tengo que añadir que en todo el Nuevo Testamento hay una sola figura solitaria que uno está obligado a respetar? Pilato, el gobernador romano. Tomar en serio un asunto entre judíos, es cosa a la que no se resuelve. Un judío de más o menos, ¿qué importancia tiene?… La noble ironía de un romano, ante el cual se ha hecho un cínico abuso de la palabra “verdad”, ha enriquecido el Nuevo Testamento con la única palabra que tiene valor, que es por sí la crítica y aún el aniquilamiento [del Nuevo Testamento]: ¿qué es la verdad?….»
Pero ya sabemos la importancia que tuvo ese judío que fue Jesús, y, en otra dimensión, Dreyfus. Y la verdad, que Picquart se sacrifica por revelar.

Y es que Picquart es un admitido antisemita, pero igualmente sabe que lo que hicieron con Dreyfus no está bien. Y por eso se enfrenta a sus superiores, por más que el ejército sea su vida. Podríamos decir que antepone la moral a sus preferencias personales, pero esa moral no deja de ser una preferencia personal. No se sale del laberinto del deseo. Lo que no quiere decir que nosotros, asimismo, no podamos tener preferencia por su actitud. Polanski sabe también que nuestro accionar nunca es del todo libre, que siempre está hecho de compromisos: así, sobre el final de film, cuando Dreyfus, una vez absuelto, le pide a Picquart que sus años de prisión cuenten para su ascenso militar, el Capitán le dice que eso no es posible. Pero es justo, dice Dreyfus. Sí, pero no se puede hacer: siempre hay límites y nunca está claro hasta qué punto estos son aceptables. Eso es lo trágico.
Nuestra concepción de hechos pasados se ve constantemente modificada por hechos ulteriores. Es por esto que Polanski crea imágenes que nos recuerdan (por la manera misma de filmarlas, por los planos utilizados) a las imágenes que asociamos con la Alemania Nazi: ataque a locales judíos, su identificación con la estrella de David, quema de diarios, etc. En efecto, es difícil no ver el film con el Holocausto presente. Se traza así una genealogía, parcial, del horror. Porque nada nace de la nada.
Quizás sea, también, difícil ver el film sin tener presente el caso del propio Polanski, aunque hay pocas dudas de que en este caso el acusado es culpable. Algunos han leído el film como una auto-apología y es una lectura interesante. J’accuse causó en efecto una gran controversia y es, también, interesante la discusión de hasta qué punto se puede separar la obra del artista. Pero esto requeriría otra nota: cuando hablo aquí de Polanski, no hablo del Polanski de carne y hueso, sino de esa entelequia creada por la propia película, porque es la película la que crea al director y no a la inversa.
Y en el film está, también, la idea de Francia, la idea de nación. Son varios los personajes que añoran una Francia gloriosa y pura, que judíos y extranjeros habrían destruido. El súmmum irónico en este sentido es cuando el antecesor de Picquart, moribundo en su lecho por una neurosífilis, se queja, entre tos y tos, de la decadencia de la nación francesa. ¡Él, que debido a su decadencia física y mental no se puede mover de su lecho! Es por esto, creo, que en el film nos presentan varias imágenes icónicas de Francia: la antedicha tour Eiffel, el Louvre, la iglesia Saint-Germain-l’Auxerrois, las calles y edificios parisinos. Lejos del turismo nostálgico, J’accuse nos invita a cuestionarnos la idea de nación, a mirarla con un poco de distancia.
El problema es no crear de esta actitud un nuevo Dios, digamos el Dios de la modernidad. Así, el film no guarda esta misma ironía para popes de la modernidad tales como el periodismo o el artista. Inclusive el celibato y el desprendimiento emocional de nuestro protagonista se muestran, por momentos, como cuasi-heroicos. Una cosa es mostrar el matrimonio como institución con cierta suspicacia, sospecha, o ironía; otra es… El escéptico debería poder mirar con cierto escepticismo su propio escepticismo.
El tema profundo del film, sin embargo, sigue ahí: si bien todos interpretamos, exageradamente, un rol u otro —y de eso no se salva ni nuestro protagonista ni Dreyfus— esto no significa que no haya papeles mejores que otros. Y es por esto que la ironía es tan potente y fina, porque permite cuestionar las formas (que como sabemos siempre implican un contenido) sin caer en el nihilismo de que todo vale o es lo mismo. Un humanismo que no haría del hombre un nuevo Dios, ni un agente completamente libre.
Hablábamos anteriormente de los problemas que surgen al adaptar un hecho histórico o fuentes preexistentes. Uno debe contar su historia y la historia. Evidentemente, el ideal sería que estas coincidieran, un problema que no tiene nada de nuevo: ya la Ilíada se limitaba a narrar el último año de la guerra de Troya para centrarse así en la cólera de Aquiles y Aristóteles admiraba la unidad temática de la obra.
En J’accuse hay escenas que parecen puestas por la necesidad de narrar el episodio histórico (¿cómo no vas a poner eso?, podría quejarse el peor tipo de espectador), más que por desarrollo orgánico de la temática y narrativa del film. Pienso por ejemplo en el asesinato del abogado de Dreyfus, que poco tiene que ver con el resto de la película; en otras ocasiones el film hace excesivos guiños, no sé de qué otra forma describirlo, como por ejemplo cuando presenta a Zola, pero generalmente evita lo molesto de las películas “históricas” y se centra en su personaje y su tema. Y logra una buena película. La revería mañana, si no fuese más que para ver los movimientos de cámara de Polanski.
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