El nervio óptico significó la irrupción en la literatura de la crítica de arte María Gainza (1975): sobre ese libro y La luz negra escribe Mayte Marichal
En 2014, María Gainza irrumpió en la literatura con El nervio óptico, publicado por la editorial argentina Mansalva. Más adelante, en 2017, el libro sería reeditado por Anagrama, quien también editó en 2018 su novela La luz negra. Previamente, Gainza fue coeditora de la colección de arte argentino Los sentidos de Adriana Hidalgo Editora y era conocida por sus columnas sobre arte en el suplemento Radar de Página/12, así como por sus críticas en la revista Artforum y en la corresponsalía de The New York Times en Buenos Aires; en el 2011, sus textos fueron recogidos por la editorial Capital Intelectual. Al leer algunos de los artículos que redactó para Radar, se puede observar un estilo fresco y único en la redacción de crítica de arte: en general, dedica bastante tiempo a la biografía de los artistas (ficcionalización incluida, por momentos) y evita el uso de jerga teórica y términos históricos; lo que le atrae es el punto de encuentro entre la obra artística y la evolución personal del artista, qué motivaciones fueron centrales en su vida para generar su obra y cómo se traslada una particular visión de la vida y su sentido al arte. En un artículo sobre Gyula Kosice expresa, mientras se pregunta por la razón de la escritura biográfica, lo importante para ella: “lograr una biografía que no explique una vida sino que nos invite a ver las cosas como el artista las veía”. Le interesa “la relación entre el arte y la vida, entre las formas refinadas de una obra y la acumulación de cuentas sin pagar, platos sucios y desencuentros amorosos”. Este será uno de los caminos que indague con sus dos libros.
El nervio óptico es un libro indefinible. Es presentado como una novela, pero no hay trama o argumento; es una biografía sin cronología, un volumen de ensayos sobre arte que inventa hechos en la vida de los artistas, una crónica social sin denuncia. Es, principalmente, una historia personal del arte, una experimentación no con la autobiografía, sino con los mecanismos biográficos. El libro es una colección de impresiones, rumores, hechos históricos y anécdotas sobre la vida de María, crítica de arte nacida en el patriciado porteño, tres rasgos que comparte con la autora. Asimismo es —y resulta fundamental verlo de esta forma— una guía mueseística de la capital argentina: todas las obras que se menciona se encuentran en museos públicos de Buenos Aires. Gainza ilustra, pero su narradora tiene una mirada antididáctica, pese a que muchos de los cuadros mencionados forman parte de su educación como experta. No hay profundización teórica, dice de forma explícita que no le interesa ser objetiva ni tener los datos precisos: el método y la exigencia restringen las asociaciones posibles entre vidas y obras. La primacía es de la reacción corporal que María siente frente a la pintura (al mirar un Courbet dice “es una sensación entre el pecho y la tráquea, como una ligera mordedura”) y, sobre todo, de la visión, función previa a la palabra; para la narradora, no hay correlación entre la visión de la obra y una interpretación posible. El aspecto anti-instructivo y visceral del encuentro con la pintura aporta a cierto aire infantil —entendido como la predominancia de la novedad y el asombro, así como el énfasis en la felicidad que le provoca poder ir a ver sus obras amadas todas las veces que lo desea— que tiene la visión del arte en el libro. Uno como lector, de igual forma, puede sentir la curiosidad de buscar sobre las obras o los personajes mencionados, ver si las anécdotas son ciertas o buscar fotos de los artistas; María es una narradora meticulosa, pero cuando avanza en su discurso de crítica de arte o narra sobre una vida ajena, se detiene y continúa con hechos propios o, incluso, con una reflexión sobre la insuficiencia o los límites de su conocimiento. De este modo, el libro provoca un gesto de búsqueda y apertura para extender la lectura y formular potenciales comentarios y notas al pie introducidos por el lector, algo que también está presente en La luz negra.
Los vínculos entre la vida de María y las obras son inesperados y sorprendentes. Uno de los mejores momentos es cuando la narradora llega al Museo Histórico Nacional y reconstruye su visita en una sucesión de fragmentos sobre la vida de Cándido López, una comunidad en la selva misionera recordada por el aventurero inglés Richard Burton y la historia de un amigo del marido de María. Todo esto, que podría ser una mezcla heterogénea y aislada de datos, funciona de manera armoniosa y fluida gracias a la construcción de una voz narrativa detallista y minuciosa. Tampoco hay una jerarquía entre los diferentes discursos, ni las obras funcionan como disparadores para hablar sobre anécdotas personales. En El nervio óptico Gainza cambia la relación de la pintura con el contexto dado por la historia de arte: una selección de obras es la creación de un sistema histórico pero particular, personal. Es por esto que el relato sobre la vida de María y los fragmentos biográficos de diferentes pintores funcionan como un espejo, porque cada lado sostiene al otro. Los vínculos entre las dualidades “particular/ajeno”, “verdadero/falso”, “verdad/mentira” recorren todo el texto y se reflejan no sólo cuando la narradora trata el tema de forma explícita, sino también en la diplopía de María en su niñez, en reconocerse en una joven de un cuadro de Augusto Schiavoni, en la prima de igual nombre o en la madre y la hija japonesas que parecen ser la misma persona desdoblada.
En La Luz negra, Gainza postula nuevamente un juego con estas duplicidades encontradas, y además se adentra en cierta línea de la literatura argentina, cerca del Evaristo Carriego (1930) de Jorge Luis Borges y Un episodio en la vida del pintor viajero (2000) de César Aira, que problematiza los dispositivos de la memoria a partir del material biográfico. La anónima narradora-protagonista se sumerge, ante la muerte de su jefa y amiga Enriqueta, en la búsqueda de información sobre un personaje de la bohemia argentina de la década del 60, “la Negra”, popular por sus falsificaciones de cuadros. La investigación lleva a la joven narradora a indagar también en la vida y obra de Mariette Lydis, pintora austríaca residente en Buenos Aires, cuyos cuadros la Negra habría falsificado. La historia integra relatos orales de gente que “no recuerda mucho o recuerda mal”, libros, películas, catálogos de arte, pero la protagonista nunca alcanza datos concretos sobre la intuida falsificadora. El momento más alto de la novela es cuando la narradora hace una transcripción detallada y completa de un catálogo de bienes de Lydis que hizo para una subasta; el acercamiento máximo a un relato biográfico se da no en la acumulación específica de hechos y cronologías, sino a partir de una selección de objetos personales, que construyen una imagen casi espectral de la artista. La misma reconstrucción fragmentaria se hace con otro supuesto timador, Federico Manuel Vogelius, a partir de expedientes judiciales.
Finalmente, la protagonista termina por aceptar la inexactitud y el fiasco en su intento de escribir una biografía, pero lo diferente a otras novelas sobre procesos frustrados, es que no es por falta de información o no poder acceder a ciertos datos, sino que es por falta de voluntad propia para terminar el proyecto: “si se complicaba por demás, lo dejaba ir. No tenía la paciencia que se estima invaluable” dice. Hacia el final la investigación continúa imprecisa y en conclusión, expone: “tenía una coartada para mi pereza de oso, la sigo teniendo: los agujeros en una vida no son los espacios negativos que el biógrafo deba rellenar compulsivamente”. Aquí se pueden pensar varias opciones: Gainza no logra resolver bien la culminación de la historia, o la narradora es muy buena explicando su holgazanería o, lo más posible, esa supuesta vagancia lleva dentro una declaración, producto de la indagación, que pone en evidencia la falsedad de creer que una biografía es la verdad completa y transparente. Es por eso que, en concordancia con sus ideas, la narradora le resta importancia a la falsificación de cuadros: el falsificador, si es bueno, es también un artista original.
Siguiendo a Gainza, el género biográfico es una aproximación al enigma del genio personal, alejado de un relato total y absoluto, porque nunca podremos saber qué pasó puntualmente. No podemos saber el nombre de la Negra, pero tampoco el de la narradora-protagonista. Además, parece revelar que la satisfacción está en la curiosidad y en lo incierto del rastreo, sea en vidas ajenas o en la propia: “una patética biografía cuya falta de resolución me resulta extrañamente gratificante”, expresa en La luz negra; “terminar de entender las cosas vuelve rígida la mente”, sentencia en El nervio óptico. La buena biografía es aquella que nunca se completa.
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