El director de Ex Machina y Annihilation estrenó su primera miniserie, que Rodrigo Bastidas Pérez reseña en relación a otras ficciones universitarias
El campus universitario es un espacio narrativo que aparece como un topos contemporáneo, un universo contenido en el cual es fácil crear analogías con el mundo global, un paisaje que funciona como un laboratorio reducido, mucho más abarcable y analizable y narrable que las grandes ciudades que, en su proliferación, se han convertido en aperturas ramificadas y complejas. Los campos universitarios han funcionado narrativamente como estructuras autoexplicables y autocontenidas en las cuales el afuera no existe más que como la llegada de una novedad, bajo la forma de transformación de una ecología equilibrada.
Esas dinámicas de adentro/afuera han funcionado de diversas maneras en las ficciones universitarias, en las que el saber se ha convertido en un eje alrededor del cual se crean intrigas variadas que apuntan a estructuras que (dada la dicotomía saber/reconocimiento) se acercan siempre a lo detectivesco. Cada momento histórico parece reflejar en estos micro-paisajes el encuentro con un algo desconocido que siempre va cambiando y transformándose. Inicialmente las novelas de campus universitario se decantaban por un impulso descriptivo de las relaciones sociales entre pares (las luchas intestinas por las plazas oficiales en las universidades) y las relaciones románticas entre docentes y estudiantes. Este esquema de docente-estudiante, repetido hasta la saciedad y empleado por variedad de autores como Philip Roth en Elegía, Edmundo Paz en La materia del deseo o por cineastas como Woody Allen en Irrational man o Tom Ford en A single man (a su vez, basado en la novela de Christopher Isherwood), se transformó con el tiempo en el descubrimiento de las complejidades internas de unos docentes conflictuados y sensibles que, en el caso de las tramas más propositivas, conlleva un cambio en los universos sociales cercanos. Este tipo de ficciones, núcleo temático de Denis Johnson en novelas como El nombre del mundo o de la increíble Stoner de John Williams, derivaron en tramas que podían ir del drama detectivesco Crímenes imperceptibles de Guillermo Martínez, al hilarante surrealismo de When Alice climb the table de Jonathan Lethem.
A fines de la segunda década del siglo XXI, ¿cómo construir estas narraciones de campus sin caer en la repetición automatizada incluso por las comedias románticas hollywoodenses? Habría que pensar, junto con Mark Fisher (en su ensayo “Todo lo sólido se disuelve en las relaciones públicas”) que la educación ha pasado de ser un espacio de construcción de saber a un campo de la economía de mercado más salvaje. Esto no solo se refleja en la cada vez más ballardiana lucha por las plazas docentes, sino por una conversión de la educación en consumo, de directores en administradores, de los docentes en trabajadores alienados y de los estudiantes en clientes que buscan ascender y ganar una plaza en el mercado laboral adscrito a universidades convertidas en think-thanks. Es este espacio que se convierte en un campo del terror el que explota narrativamente la miniserie de ocho capítulos Devs (2020) dirigida por el reconocido director y novelista Alex Garland.
En Devs el campus ya no aparece como ente autónomo de construcción de saber, sino que ha sido invadido por un pensamiento corporativo representado en la compañía “Amaya” de la cual es dueño el excéntrico científico Forest (que no es un genio sino un “entrepreneur”, dirá el andrógino Lyndon). Al mejor modo de los cuentos de Horacio Quiroga, Forest quiere usar la tecnología para recuperar de alguna forma a su hija muerta en un accidente, ausencia que ha convertido su vida en la fantasía de lo que ya no puede ser. El espacio del campus aparece entonces como un vacío geométrico e irreal, tan solo irrumpido por la existencia ominosa de la escultura gigantesca de una niña (panóptico infantil de terror) en medio de un bosque que recuerda más a las ambientaciones del horror folk que el regreso a una naturaleza romántica. De la misma forma, la ciudad de San Francisco deja de ser un espacio autónomo para convertirse en un apéndice fantasmal de la universidad, una maqueta renderizada en 3D y 4K: una ciudad que solo pareciera estar viva por el movimiento de los autos (casi no aparecen personas en las calles, solo autos moviéndose de manera automática) y por ser el lugar donde es posible pensar en una imposible salida del poder omnipotente de “Amaya”.

Con este movimiento geográfico, Garland ubica el eje del relato en la universidad invadida por el organismo corporativo y lo centra, específicamente, en un cubo con la estética propia de las películas de ciencia ficción de finales de los setenta, pero con el inconfundible sello de la cinematografía de Rob Hardy, que había trabajado para Garland en Ex Machina y Annihilation. En esta oportunidad, la estética minimalista, geométrica y de neón que se ve en otras producciones de Garland toma otro significado al evidenciar el campus universitario como una puesta en escena, un teatro en el cual los personajes tienen historias que seguir y parlamentos por recitar. Se exhibe así la educación como una performance que se sigue pero que tiene su contracara en el espacio donde se concentra tanto la estética de la repetición minimalista como el misterio del relato, es decir el departamento de investigaciones secretas de “Amaya”: Devs (juego de palabras entre developer y deus).
De este modo es como, en la visión de Garland, la universidad y su campus, convertidos en apéndice mutado de las multinacionales informáticas, se vuelven ese espacio narrativo que ya no se interesa por el desarrollo específico de los individuos y las dudas íntimas de aquellos que la habitan. Las narrativas se estructuran entonces alrededor de unas dinámicas internas de los espacios de saber que parecen haber cambiado hasta convertirse en campos de lo ominoso, en los que los sujetos inclinados al saber ya no saben cómo moverse, porque el saber ha pasado de ser el centro a una herramienta: se ha instrumentalizado para convertirse en plataforma corporativa. Si bien los personajes tienen conflictos personales que van dando ritmo a la trama, las acciones siempre están supeditadas al papel que juegan en un organismo más grande que los contiene como fichas de juego, piezas de bisutería que se desplazan por voluntad de alguien (algo) más. De ahí que la trama de toda la serie esté construida alrededor de la gran duda dicotómica entre un determinismo causal y la posibilidad de lo aleatorio, del libre albedrío; contraposición que en esta ocasión se da en una dinámica de sistemas complejos.
Aparecen (en dos niveles que se entrecruzan) por un lado, la historia de Foster: multimillonario, dueño de una compañía de desarrollos informáticos y padre lleno de culpa, y la de Lily, joven estudiante que se ve perdida en el medio de una investigación filosófica, mientras busca la verdad sobre la muerte de su novio Sergei. Estas dos historias le sirven a Garland de marco para proponer preguntas sobre la forma en que tanto la mecánica cuántica como los computadores cuánticos podrían cambiar el derrotero de preguntas clásicas de la ciencia ficción. Y es que, si vemos con detenimiento la construcción argumental de Devs, notamos que muchos de los temas que presenta ya habían sido tratados en el género, tanto en cuentos como “El reporte de la minoría” de Philip K. Dick, que plantea los problemas del determinismo, como en novelas como Computer Connection, de Alfred Bester, o, más recientemente, Las imitaciones, de Ramiro Sanchiz, que plantean máquinas que pueden representar una realidad completa. El cambio radical en esta serie tiene que ver con cómo dichas preguntas se complejizan en un momento en que las posibilidades de predicción de futuro, por medio de los algoritmos de compra y venta de Amazon o Google, están en manos de corporaciones que no predicen el futuro, sino que lo construyen. Así, volviendo a Mark Fisher, podemos encontrar que la duda se desplaza de lugar y ya no se trata de qué tanto podemos predecir el futuro o reconstruir el presente a partir de los datos que tenemos, sino cómo ese futuro y ese pasado son en realidad construcciones realizadas por alguien más que nosotros hemos decidido aceptar.
Estas preguntas son las que quedan flotando en medio de un guión que, siguiendo la tradición de la narración de campus universitario, retoma lo detectivesco como estructura central. Pero de nuevo esta estructura cambia; en lugar de seguir una serie de pistas en una escena del crimen (estructura clásica de la que se hace simulacro al inicio de la serie), la aparición del big data cambia las variantes narrativas. Los datos están en su asombrosa totalidad y, en medio de esa superproducción de pistas, es necesario encontrar las que más sirvan al propósito de cada uno de los personajes. En el doble juego argumentativo que propone Garland, mientras Lily (con ayuda de Jamie) busca pistas específicas que la llevan a encontrarse con el conocimiento absoluto, Foster accede desde el conocimiento absoluto a la especificidad de la experiencia humana. En medio de estas dos búsquedas se crean una serie de vacíos narrativos que nunca se explican pero que, al nombrarse, permanecen como guías de dirección hacia las cuales apunta toda la trama: ¿cómo existe una computadora cuántica dentro de otra?, ¿la realidad fenoménica se altera cuando es observada, como ocurre en el mundo cuántico?, ¿cómo podríamos limpiar de posibilidades de multiverso el destino hasta que aparezca una única y “real” opción? Y es que todas esas preguntas existen en el guión solo como herramientas para llegar a un único fin: saber si es posible llegar a una comprobación filosófica (la del determinismo) por medio de la tecnología avanzada (cuántica).

Al igual que en Ex Machina, Garland se adentra en los problemas del transhumanismo, pero no desde sus consecuencias morales, sino desde la construcción posible de un marco filosófico que lo piense. De ahí que Devs tenga un ritmo cadencioso, que su historia se desenvuelva con la lentitud de un argumento que se va llenando de preguntas que lo cuestionan; y por ello la serie no se arma con cliffhangers, sino con una tensión a partir del misterio por develar, lo que la hace parecer más bien una película de ocho horas.
Más allá de eso, vale recalcar que hay una secuencia que se volvió instantáneamente una de las mejores que he visto en mucho tiempo. En la primera mitad del episodio 7, la introducción de ese experimento sonoro que es “Come out” de Steve Reich abre las puertas para lo que es una inhalación contenida de loops, ciclos y repeticiones que, en sus giros, hacen avanzar la trama. Se repiten las imágenes de niñas corriendo y de adolescentes cayendo, hasta que la voz honda de Stewart aparece para cerrar los ciclos (a medida que el desgarro de Reich se mezcla con la electrónica paisajista de The Insects), mientras recita lentamente “Aubade” de Philip Larkin y deja en el aire la idea de si no habrá allí un resquicio por el que se pueda huir. En efecto, pareciera que las nuevas narraciones desde los campus universitarios apuntan a esa única e importante pregunta: no ya la de un elemento externo que modifica las ecologías internas de los espacios cerrados, sino la de si es posible escapar, de si es posible narrar esa brecha por la que, en medio de la violenta transformación de Lo Real, se logra huir.
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