La obra de Annie Ernaux (1940) conforma una serie de libros que se han rotulado como «autobiográficos»; Isabel Retamoso lee El lugar, La vergüenza y La ocupación y reflexiona sobre su propia relación con el francés
26 de abril de 2020
Voy a empezar a leer a Annie Ernaux. Tengo tres de sus libros: La Place (1983), La honte (1997) y L’Occupation (2002). Voy a leer los tres en francés.
Hablo francés desde que tengo dos años. Aprendí a escribir en francés. Mi familia es altamente francófila, mi abuela se jacta de haber leído a Proust en su idioma original y pronuncia las palabras con la redondez precisa del acento parisino atemporal de la TV5. Ahora trabajo en francés y el idioma se volvió una herramienta desprovista del tinte de saber total que le fue dado en mi infancia y adolescencia, eso que por algún tiempo hizo que sintiera que albergaba dentro de mí un conocimiento que pocos más en mi entorno tenían; eso que, de alguna forma, hacía que me sintiera especial. Porque trabajo en un call-center, atendiendo llamadas de quebecois frustrados porque se olvidaron otra vez la contraseña de su computadora o quejándose anonadados de no poder tener el spell checking en inglés y francés al mismo tiempo. A ellos no les importa mi fantástico recorrido por la belle langue, que para mí Virginia Woolf sea la autora de Les Vagues y de La promenade au phare —a nadie, tampoco a mí, le importa demasiado eso—, señalando una y otra vez lo fuerte de mi acento, cómo se vuelve difícil entenderme cuando les pido que por favor vayan al bureau de démarrage.
Mi vínculo con el francés nunca fue fácil. Supo ser traumático. Hablé francés todos los días durante doce años hasta que la adolescencia arremetió contra mi cuerpo y me dejó muda. Dejé de hablarlo por cuatro años. Me olvidé de su gramática, de cómo se pronunciaban las palabras; me olvidé de todo, intenté borrarlo de mí, borrar eso que remitía una y otra vez a la vergüenza. A los dieciocho años la lengua volvió, cargada de errores, descompuesta, atravesada por una orfandad demasiado larga.
Y ahora volví a hablar francés todos los días. Francés vuelto una calificación más con la que presentarme espléndida frente al mercado laboral, una especie de feature especial de la clásica eterna estudiante de Letras.
Las novelas de Ernaux son cortas. No más de cien páginas cada libro. Son también de lectura fácil: hay cierto ritmo y una serie de repeticiones temáticas que anudan la lectura y la agilizan. Al ser narraciones que tienen como materia anécdotas de su propia vida, todo parece firmemente anclado al mismo territorio: figuras que vuelven una y otra vez, que cambian de máscara, de postura ante la voz narradora; su signo varía: el padre de La Place es y no es el mismo padre de La honte, la forma en que la autora remite a él recordándolo luego de su muerte es más benévola que la visión que la adolescente dolorosa hace de él.
Empiezo leyendo La Place. Transcribo fracciones del texto en traducciones de poco valor.
«porque había que apurarse antes de que el cuerpo se pudriera»
La narradora, maestra, vuelve a la casa familiar por la muerte del padre. Tienen que levantar el cuerpo de la cama y llevárselo, evitar que se pudra. Forcejean con él, acecha la desnudez del cadáver. Me acuerdo del primer capítulo de El común olvido de Sylvia Molloy, en el que el narrador explica que su madre, toda la vida preparándose para que la muerte la encontrara con maquillaje puesto, fallece por un paro cardíaco fulminante en el medio de la tarde y es encontrada por una vecina de ropa de entrecasa, tirada boca abajo en el suelo y sin la dentadura postiza. La idea del cuerpo del deceso del padre sin esplendor, vuelto puro patetismo o al menos indefenso, con el sexo colgando o la cara hundida por no tener los dientes puestos, y la muerte misma, la idea de un trámite, de tener que levantar el cuerpo de la cama porque inevitablemente se va a pudrir y hay que quitarlo del medio, para que tal vez ahí sí, efectivamente, pueda ser despedido con dignidad. La sensación de una realidad que arremete, lo real y absoluto y ridículo del cuerpo muerto.
La madre se dirige al padre como si este estuviera aún vivo, o al menos habitado por un tipo de vida especial, como si fuera un recién nacido.
Leo en voz alta. Escucho el gorjeo de mi pronunciación forzada. Quiero hablar bien, pronunciar todo correctamente. Algunas palabras se me resbalan por la lengua y las vuelvo españolizadas, o más bien palabras del español con forzado acento francés. “Condoléances” se vuelve “condolesances”, “cimetière” es “cementiaire”.
La narradora se encuentra diciéndose a sí misma “il est trop tard” —es demasiado tarde. Me acuerdo de la madre fantasma de John Berger en Aquí nos vemos, que va a vivir su eternidad a Lisboa y que, tanto viva como muerta, enfurece a su hijo diciéndole una y otra vez “ahora es demasiado tarde”.
Ernaux reescribe pedazos del libro en que su padre, hijo de un hombre analfabeto, aprendía las máximas de la buena ciudadanía: Le Tour de France par deux enfants, libro donde se exalta la virtud de la pobreza. Un libro de lectura escrito para niños pobres: al ser interrogado por su hija, él responde que disfrutaba de ese libro “porque le parecía real” —ça nous paraissait réel.
Cuando vuelve del servicio militar, el padre de la narradora, hombre de campo, se niega a volver “dans la culture”. Volver a la cultura, a la cultura del trabajo de la tierra, cultura espiritual, el reverso de la cultura parisina que conoció cuando, uniformado, se vio a sí mismo siendo exactamente igual al resto.
No quiere volver al campo y no quiere volver a la fábrica. Tiene miedo de “retomber ouvrier”, reincidir en la vida obrera. Vivir estrecheces por decidir quedarse en la ciudad y abrir un almacén o volver a la fábrica. Escapar de la fábrica a toda costa, el impulso de escapar del pasado, de su padre analfabeto. Padre analfabeto, el abuelo de la narradora, que escapa de la idea que tengo hecha de la Francia totalmente alfabetizada —Charlemagne y la escuela—; remito a la imagen de los soldados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial escribiendo cartas, escribiendo poemas, dejando así una multitud de testimonios de la desesperación de la guerra. Dónde entraría este abuelo analfabeto, que rechaza a su vez la lectura de los otros, en mi imaginario francés, de ese país siempre un paso adelante en materias culturales. Dónde encaja la historia del padre de la narradora, a su vez, hablando patois, al que la Encyclopédie en 1778 define como “el lenguaje corrompido de las provincias”, también con una educación trunca, a medias.
Puede que me pare desde la total ignorancia. ¿En qué momento el impulso alfabetizador empezó verdaderamente en Francia? Carlomagno resulta más esa figura antigua a la cual prender la idea de la escuela y de la escolarización francesa. Si en Uruguay, en parte por la corta historia del país, se celebraron las ideas aparentemente neonatas y la actitud moderna y positivista de José Pedro Varela, el gesto francés responde al eterno gesto francés —remitirse una y otra vez a las figuras de la historia.
Francia y la francofilia son para mí no tanto una serie de datos precisos sino más bien un emparchado de imágenes y deseos, un imaginario posible de amplitud intelectual hilándose con la Francia que yo vi, pueblo tras pueblo con rotondas y calles parecidas, un pintoresquismo a veces honesto pero que muchas veces también parece estar representando la imagen de “lo francés”. Pueblos pintorescos y tradicionales por un lado, el pueblo que le cortó la cabeza al rey—al padre— por otro.
La Francia que relata Ernaux es una Francia de posguerra, destrozada, llena de escombros negros.
«Camino estrecho, al escribirlo, entre una rehabilitación de una forma de vida considerada inferior, y la denuncia de la alienación que la acompaña. Porque esta forma de vida era para nosotros la felicidad misma, pero también parte de las barreras humillantes de nuestra condición (la consciencia de que “no se está demasiado bien en nuestra casa”), me gustaría decir que era al mismo tiempo la felicidad y la alienación. Impresión, más bien, de balancearse en el borde mismo de esa contradicción»
Cómo escribir una vida de carencias sin romantizarla y sin hacer del texto una denuncia. Esta consciencia del lugar de su escritura y lo que busca hacer con ella, sino más bien contar la historia de su padre, un hombre pobre que vivió la carencia, sin hacer de eso un relato moralista.
Al leer, trago las “o”, como si el intento de pronunciar bien las palabras parodiara el sonido del francés. Repito. Vuelvo a esos sonidos que siempre me hicieron la vida imposible. Poisson–poison, coussin–cousin. Se escapan de mi lengua; soy, sin lugar a dudas, extranjera.
Me reencuentro, de repente, con la palabra “taille-crayons” —sacapuntas.
Pronuncio mal las “u”. Trago más aire del necesario, la vocal se escurre por la boca y agudizo el sonido.
Al hablar del patois, ese dialecto rural que hablaban sus abuelos y que critica Proust al señalar sus “incorrecciones y modos arcaicos”, la narradora comenta que se ve que “él mismo nunca ha sentido esas tornaduras arremeter en sus labios espontáneamente”.
Me gusta la idea de esa lengua arremetiendo contra los labios, una lengua oculta que surge sin ser llamada. Pienso en Aharon Appelfeld y el alemán volviendo, luego de vivir años desprovisto de la posibilidad de la palabra y, sobre todo, huérfano de su lengua materna, al poder hablarla con un conocido: el idioma vuelve, inserto en las profundidades, aparece en los labios del huérfano y trae así de nuevo la voz de la madre.
A su vez, en el libro de Ernaux, el padre de la narradora rechaza el dialecto de sus propios padres porque lo encuentra viejo y feo, porque es signo de inferioridad, de esa cultura y de esa fábrica a la que se niega en reincidir. Ser paisano, hablar como un paisano, significaba demostrar que aún no había evolucionado. Motivo de rencor y dolor que de cualquier manera vuelve en la intimidad, no desaparece del todo.
“Hablábamos con toda la boca”.
27 de abril de 2020
Empiezo La honte.
“A ciertos hombres, más tarde, les dije: ‘Mi padre quiso matar a mi madre cuando estaba por cumplir doce años’. Tener ganas de decir esa frase significaba que la llevaba en la piel. Todos se callaban después de oírme. Veía como había cometido una falta, que ellos no podían recibir algo así.
Mismo ahora, después de haber logrado escribir la escena, tengo la impresión de que se trató de un evento banal, más frecuente en todas las familias de lo que podía llegar a imaginar. Tal vez el relato, todo relato, vuelve normal no importa qué acto, no importa qué tan dramático sea. Pero como siempre tuve esta escena adentro como una imagen sin palabras ni frases, más allá de esas veces que se lo dije a algún amante, las palabras que utilicé para describirla me parecían extranjeras, casi incongruentes. Se volvió una escena para los otros”.
Copio los párrafos a mano, costumbre que siempre tuve, en el delirio de que quizás así la marca de la lapicera se hunda a la vez en mi piel de la misma forma en que se hunde en la hoja, y vuelva las palabras parte de mí.
Tengo que volver una y otra vez al texto. Todas las letras toman formas que ahora me resultan extrañas. Tengo que volver una y otra vez porque la memoria no es suficiente, porque se me escapan las marcas. El francés es el idioma de mi ignorancia.
Un joven portugués es acusado de asesinar a una familia inglesa al borde de la ruta. La narradora sugiere que es apresado por no hablar del todo bien el francés. Tal vez la familia asesinada lo hablara un poco mejor.
28 de abril de 2020
Empiezo con L’occupation.
La narradora relata los celos que siente al enterarse de que un ex amante empezó a salir con otra mujer, una mujer de edad cercana a la suya, mayor que él. Que siente que la otra —o los celos mismos, la existencia de esa otra— le ocupa el cuerpo, la invade. Se vuelve obsesiva, se encuentra actuando de maneras que nunca había esperado actuar, la busca en todas partes, desesperadamente. El título de la novela, obvia referencia a la ocupación francesa por los alemanes, época exacta de toda su primera infancia.
No tengo mucho más para decir.
La imagen que acompaña la entrada es detalle de una página manuscrita del diario de escritura de Passion simple, de Annie Ernaux, tomada del artículo «Journaux de genèse«, de Catherine Viollet.
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