Un libro sin tapas: sobre “Elecciones internas”, de Leandro Delgado

Mateo Arizcorreta reseña la nueva novela de Leandro Delgado (1967)

En 2013 Leandro Delgado presentó a un selecto grupo de personajes —un gigante, un clon, una vaca, dos hermanas siamesas, un capitán a cargo de una nave que se conducía por telepatía— que transitaban en busca de Ur, tierra prometida que daba nombre a su segunda y fascinante novela, publicada por HUM. El texto se armaba en varias capas superpuestas: en la superficie, era un relato engendrado con el barro de la ciencia ficción, que dio a luz un universo de paisajes alucinatorios, seres sinestésicos y relaciones entre especies cuyas reglas cosmológicas se construían ad hoc con cada vuelta de página; en un segundo nivel, reverberaba un sedimento ensayístico muy caro al autor, en el que Ur escenificaba una versión distorsionada del Uruguay, cuyas ensoñaciones operaban como un espejo ajado que alumbraba aristas opacas del país; en un tercer nivel, finalmente, esos brotes se manifestaban en la materialidad de un texto que funcionaba como un largo esfuerzo de prosa poética, labrado con una capacidad de observación ante lo desconocido que lo emparenta a la obra de Marosa Di Giorgio. Aparentando ser un trabajo casi sin esfuerzo, Ur manaba imágenes fulgurantes de forma infinita ante la mirada impávida de unos narradores a los que nada sorprendía.

Algo similar ocurre en Elecciones internas (HUM, 2020), la nueva novela de Delgado, que entraña más de una línea de lectura, porque si al principio se lee como un texto sencillo y prosaico —casi una fábula— en la que un poeta con facultades adivinatorias se suma a los cuerpos de distintos contrincantes políticos mientras transcurren las elecciones en una Montevideo desfigurada, en otro sentido es un comentario “ensayístico” sobre la ciudad, con señalamientos satíricos sobre su entramado urbano y su clase política, en una línea que Delgado cultivó con insistencia en sus textos para Brecha y La Diaria (en las secciones “Lomo de burro” y “Psicogeografías”, respectivamente). Al mismo tiempo, además, el texto demanda una y otra vez una lectura como ejercicio literario indiferente de cualquier amarra realista, rasgo que alcanza su clímax sobre el final.

La novela transcurre en una Montevideo que bien puede ser un recoveco espacio-temporal derivado de Ur y es protagonizada por el poeta que, tiempo atrás, pronosticó la muerte de Cindy López, candidata del Partido Progresivo, que efectivamente morirá el día de las elecciones internas nacionales, atropellada por la 4×4 que conducía Yamandú Oblivion, candidato del Partido Nacional. El poeta presencia el accidente, se sobresalta entonces por su acierto y se evade para meditar y al regresar en sí, la ciudad ya no es la misma. Abismado por un silencio atronador, constata que no quedan más humanos que él y los involucrados en el accidente. De inmediato pone en duda sus percepciones y comienza a desandar sus pasos por calles que aparentan ser las mismas de siempre, pero que se asemejan más a una escenografía ilusoria sostenida por recuerdos superpuestos en un palimpsesto sensorial. 

En un extrañamiento de sí mismo y de su circunstancia, Montevideo se le revela como un decorado yermo, como si el talante solitario de un feriado lluvioso en Ciudad Vieja tomara su territorio por completo. Los edificios, calles y árboles se diluyen como significantes aislados de sentido alguno, amontonados en la actualidad del relato como piezas de un puzzle amorfo. Ese escenario distópico, parece sugerir el narrador, no es más que el destino fatal del “indiferente espíritu” que anima a la ciudad, como lo definía en “Perdido en la ciudad perdida” (historia que cerraba el volumen Cuentos de tripas corazón, que Delgado publicó en 2010). Se insinúa, así, que si presionásemos fast-forward hacia su porvenir urbano, si lo dejásemos avanzar por su derrotero natural, no hay forma de que las cosas no lleguen a esa decadencia cómoda de los objetos, hacia una aldea deshabitada gobernada por caudillos políticos baladíes que se reproducen en dinastías ridículas y endogámicas.

Mientras contempla la escena del accidente, el poeta es abducido (literalmente) por Yamandú. Luego recorrerá el cuerpo de Kevin Sandöval (otro contrincante de la interna del Partido Nacional) y también de un mono. Al integrarse a sus conciencias, el poeta expande su vocabulario y competencias retóricas y, en el marco abruptamente silencioso de la ciudad, sus discursos más floridos que nunca gracias al ímpetu poético resuenan fuerte en el vacío, no representando a nadie más que a sí mismos. 

A la par de la expansión de su vocabulario, el poeta extiende también sus capacidades de observación, volviendo a cada punto del camino un aleph posible, un vestigio que puede explicar —como síntoma, como cicatriz— la deriva del crepúsculo urbano de Montevideo o del universo mismo: “podemos ver en el envés de cada hoja, todos los paisajes del planeta proyectados en una sucesión infinita e instantánea.” En esos momentos de mayor contemplación, el narrador persigue la imagen poética que, como en Ur, es evocada sólo para ser prontamente anulada o relativizada por un exabrupto tosco, subrayando así que lo que tenemos entre manos puede ser tanto una composición lírica como una mera combinación probable de caracteres que se suma al abismo de textos efímeros en el que convivimos. El hecho de que la editorial haya publicado la novela solamente en edición digital (se recibe, sin costo, por WhatsApp, enviando un mensaje al 092658381) afila aún más este vértice.

En ese punto también eclosionan las lecturas meramente realistas y el espacio del texto. Los personajes bien pueden ser interpretados como arquetipos de la vida política del país y operar como un comentario ácido sobre su sinsentido, pero enfocarse solo en eso pasa a ser —en la poética que subyace a la novela y que explota sobre el final en un texto programático— un desmán interpretativo. Porque en el momento más auto-consciente del relato y en un gesto heredero del creacionismo huidobriano, el narrador reivindica la creación por la creación misma, como entidad que existe en la medida que se enuncia y que no es espejo más que de sí. Esta vieja bandera de tantas vanguardias históricas puede sonar como un llamado trasnochado, pero en tiempos de lecturas hiper literales y de exigencias de representación ultra mimética, su clamor cobra nuevos sentidos, nuevas actualidades, a la vez que echa luz sobre toda la obra del autor, que viene produciendo en la tensión tectónica de géneros (crónica, ensayo, poesía, narrativa) con fluida naturalidad. Delgado no ve una tensión allí. Antes bien, llama a abrazar el artificio y, al aceptarlo, acceder a una revelación a la que de otro modo no se podría haber llegado.

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