Magdalena Portillo escribe sobre Anne Carson (1950), última ganadora del Premio Princesa de Asturias, y “El ensayo de cristal”
Hace un tiempo abandoné Montevideo para vivir en un balneario. Los viajes en ómnibus interdepartamentales se volvieron inevitablemente parte de mí y junto con ellos las lecturas. “Viajo todo el día en trenes y llevo un montón de libros” es uno de los primeros versos que leo y no puedo evitar verme en ellos, aunque viaje en un ómnibus y no en un tren, aunque el paisaje sea distinto: la similitud en la acción y la sensación que estas palabras me generan es lo que me hace sentir cercana. Anne Carson logra que sus versos trasciendan el espacio y el tiempo, en su escritura las palabras aparecen de manera tal que quien las lee se siente reflejado, y la lectura se transforma en un acto placentero del cual no quiere salir.
Carson nació en Canadá en 1950 y es autora de títulos como Eros, el dulce-amargo (1986), Cristal, ironía y Dios (1995) y La belleza del marido (2001), entre otros. Es en el segundo donde se encuentra “El ensayo de Cristal”, un poema narrativo en el que la poeta y traductora hace lo que ella llama “La gran paradoja”, es decir escribir con placer sobre algo trágico. Es debido a lo que me produjo la lectura del “El ensayo de Cristal” que decidí escribir acerca de Carson, que en palabras de Harold Bloom “no se parece a nadie vivo”. Si según Bloom “la utilidad de la literatura para la vida es perseguir la sabiduría, no alcanzarla, lo cual no es posible”, Carson conoce de esto lo suficiente y por eso ha hundido sus manos en su propia obra, transformando las palabras en largos poemas ensayísticos.
La escritora de lo sublime
En “El ensayo de cristal” no hay palabras en las cuales uno deba detenerse a pensar, porque cada una sigue a la otra marcando un ritmo de lectura casi hipnotizante. Fue durante un viaje a Montevideo que me dispuse a leerlo y ya al momento de sumergirme en la lectura supe que cuando bajara de ese ómnibus no sería la misma persona que al momento de subir, porque algo iba cambiando en mí a medida que las palabras de Carson iban ocupando no solo mi mente sino también mi cuerpo, que comenzaba a entregarse como a una especie de ceremonia que nadie había organizado.
Como lo sugiere su nombre, en el “El ensayo de cristal”, cada palabra pareciera asomarse a un abismo en el que un viento podría hacer que cayeran y estallasen en mil pedazos y, aunque la voz de Carson es suave, directa y por momentos triste, la tristeza desaparece cuando entendemos que el tono es visionario.
Si bien el hombre que aparece ya no está y la madre habla de cosas que parecieran ser irrelevantes, en su rol de visionaria Carson domina tanto el aspecto formal de su escritura como lo que sus imágenes proyectan, por un lado el ritmo con que maneja cada verso, cada palabra y cada nombre, y por otro las imágenes que sus palabras evocan en el lector, todo lo cual converge para mantener un delicado equilibrio que hace que el cristal no se rompa, incluso en determinados momentos en que las palabras parecieran manifestarse solas, como el fantasma de Catherine en Cumbres borrascosas.
“¿Qué carne es, Emily, la que necesitamos?”
La pregunta de Carson hace referencia a un encuentro con su madre en el que su cuerpo desgarbado tropieza en los lodazales “con un aire de transformación que muere cuando llega a la puerta de la cocina”. ¿Cómo enfrentar esos encuentros?, ¿cómo actuar?, ¿cómo movernos frente al otro, que por momentos pareciera no notar aquello que se nos manifiesta internamente?, ¿cómo actuar frente al otro cuando vivimos nuestra vida de manera solitaria?, ¿qué carne es la que necesitamos para ser lo más fieles a nosotros mismos ante los demás?, ¿es posible la idea de la transparencia en nosotros cuando quien tenemos delante está a punto de interrogarnos sobre algo que sabemos y no queremos contestar?
Al final, parece ser que no nos queda otra alternativa que enderezarnos ante esta idea y descongelar el hielo que inmoviliza el páramo. La cocina es chica y oscura y así también se siente la autora frente a interrogantes que hacen que se adentre cada vez más en el paisaje, que hace aún más viva la sensación de la fragilidad ante el encuentro; el páramo donde habita su madre, y ese miedo por transformarse en Emily Brontë, quedarse sola.
Mamá y yo masticamos la lechuga con esmero.
El reloj de la pared de la cocina emite un zumbido bajo e irregular que
una vez por minuto pasa por encima del doce.
Tengo abierta la pág. 216 de Emily apoyada en la azucarera pero observo a mamá con disimulo.
Miles de preguntas me golpean desde adentro los ojos. Mamá inspecciona la lechuga.
“¿Qué carne es, Emily, la que necesitamos?” pregunta entonces mientras su madre inspecciona la lechuga y le dice cosas que parecieran ser banales. Sin embargo, Carson utiliza esos diálogos para trascender la acción; ya no es sólo lo que dice su madre, sino lo que la autora observa mientras la escucha, lo que piensa y la acción que realiza: observar el páramo desde la ventana, observar un reloj, nombrar un libro, callar, esperar, comportamientos cotidianos que parecieran alejarse del rito de las palabras, como si decir la palabra “cocina” fuese un intento de permanecer despierta en este plano.
“Ser una observadora no es una elección”
Este verso hace referencia, una vez más, a Emily Brontë, y muestra las visiones de diferentes críticos acerca de su vida: nos cuenta acerca de la vida de Brontë, la caminante que no mira a los ojos a nadie, que vive su vida en soledad, que barre sus horas bajo la alfombra y en sus escritos habla de barrotes, de jaulas, de encierro…
“Hay muchas formas de estar presa…”, dice Carson, y es cierto: entiende que Brontë era una observadora en su propia jaula, cuya llave toma forma de relato, de personajes que odian, que aman y que desean encontrarse recorriendo las cumbres.
Desnudos
En “El ensayo de cristal”, encontraremos la palabra desnudo con frecuencia. Carson llama así a los destellos de su alma, pequeñas visiones que se manifiestan a partir de una pérdida, en este caso Law, el hombre que se fue en setiembre.
La voz poética cuenta cómo a partir de la perdida comenzó a practicar la meditación, y empezó a tener así cada mañana un destello, una visión. La primera es una mujer sola en una colina a quien el viento le ha arrancado la piel, dejando al descubierto su propia carne. Esta visión le produce dolor, pero, como dice Charlotte Brontë, “el alma se labra en un taller salvaje”, es decir que lo que hace Carson es observar cómo la piel se le desprende y de alguna manera logra así trascender, mudar la piel, cambiarla, transmutar y dejar atrás a la persona que se fue. Así, aquí las visiones matutinas parecieran ser esos momentos de claridad en lo cuales logramos ver cada detalle de algún momento lejano, detalles que llegan ahora en una atmósfera de cristal, meditaciones necesarias para trascender.
Hace poco alguien me dijo que cuando leemos o escuchamos algo, nos quedamos sólo con la parte que queremos, y enseguida pensé en Catherine y Heathcliff, cuando Heathcliff solo logra escuchar una parte de lo que Catherine dice en la cocina: “Casarme con Heathcliff me desagradaría”. Aquí el personaje decide que lo que escuchó le es suficiente para marcharse, pero al momento que se va, Catherine pronuncia las siguientes palabras “así que nunca va a saber cómo lo amo”.
Pero Emily sabía cómo cazar a un diablo.
Le puso en lugar de un alma
la salida fría y constante de Catherine del sistema nervioso cada vez que respiraba o tenía un pensamiento.
Rompió cada uno de sus instantes por la mitad
y dejó la puerta de la cocina abierta No me resulta rara esa vida a medias. Pero hay más que eso…
Carson toma en consecuencia referencias de Cumbres borrascosas y las lleva a su vida, porque definitivamente tiene que haber algo más que eso, debe suponer un interrogarnos más allá de las palabras, más allá de la acción, del abandono; trascender la carne y observar desde un páramo la infinidad del paisaje que aquí representa su propia experiencia, su siguiente paso a dar.
“El ensayo de cristal” sigue más allá, hasta el momento en que se le aparece el último desnudo, su último encuentro con Law, la visita a su padre al hospital, completa un texto en el que no hay consuelo pero tampoco hay dolor, en el que hay demasiado de Carson en cada verso, en el que la trascendencia de la autora puede verse en la narración del último destello. De alguna forma, esos últimos versos hacen que nos sintamos acompañados y que nosotros también la acompañemos a ella, porque la pérdida es universal.
Aquí no se busca caminar hacia atrás como los muertos en “Sobre caminar hacia atrás”, aquí se busca seguir.
El Desnudo 13 llegó cuando no estaba esperándolo. A la noche.
Casi como el Desnudo 1
y a la vez fue totalmente distinto.
Vi una colina alta y sobre ella una forma que se recortaba contra el viento fuerte
[…]
El viento
estaba limpiando los huesos.
Que resistían, plateados y necesarios.
No era mi cuerpo, no era un cuerpo de mujer, era el cuerpo de todas. Salía caminando de la luz.
El artículo está encabezado por una fotografía de Carson de Lawrence Schwartzwald.
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