La fe no binaria: sobre Walter Mercado y «Mucho, mucho amor», de Cristina Costantini y Kareem Tabsch

Carolina Bello escribe sobre Mucho, mucho amor, el documental de Cristina Costantini y Kareem Tabsch que cuenta la vida de Walter Mercado (1932-2019)

La hermandad de todos los hombres del mundo
sólo podrá edificarse sobre el kitsch.

Milan Kundera

En algún momento, las comunidades dejaron de tirar a sus muertos a fosas comunes y comenzaron a enterrarlos como parte de un ritual. Uno de los primeros acontecimientos sociales que marcó la evolución intelectual del ser humano fue una creencia.

Desde entonces, y hasta la actualidad, infinidad de sociedades no son seculares e, incluso, muchos sistemas políticos y electorales se basan en un entramado de creencias que supeditan el accionar basado en la ideología a un acto de fe. 

Creer o reventar, dice el dicho popular. Porque en algo hay que creer nos indica la obra artística amparada en un pacto ficcional que es necesario establecer con quien, al decodificarlo, acepta el universo planteado como posible; creé nos dicen la publicidad o la propaganda adosadas al principio de verosimilitud como un Garfield de peluche a la ventanilla de un auto. 

Creemos en la Política, en un candidato, en un plan, en un amigo o amiga. Creemos en los Reyes Magos hasta que alguien —enemigo del rito, porque ha conocido antes la materia del mito— socava esa primera ilusión; creemos en Dios, en Dioses, en la Naturaleza. Creemos incluso en la Ciencia.

En Walter Mercado creyeron miles de personas. Recientemente Netflix estrenó Mucho, mucho amor, un documental de corte biográfico dirigido por Cristina Costantini y Kareem Tabsch. En qué creían las personas que creían en Walter Mercado es algo que al documental se le escurre, mucho más preocupado por captar al personaje desde su rareza física, que por entender su verdadera significación, que es, en definitiva, donde se centrifuga su conversión a ícono. 

Sentido y documental

Más que un astrólogo famoso, Walter Mercado fue un emblema disidente. Ya no desde los estandartes o el activismo en favor de los derechos de la actualmente —no entonces— denominada comunidad LGTBQ+, sino desde su propio posicionamiento estético, gestual y performativo, que pateaba la indiferencia del pacato y tradicionalmente cristiano Puerto Rico de los 70.

Al igual que Madonna con una estética subversiva desde el establishment en los 80, una década antes Mercado hacía del kitsch —como corriente que vuelve a lo vulgar y pretencioso un hecho estético— un sello, enfundado en capas majestuosas y anacrónicas, además de anillos de gruesas pedrerías y maquillaje a discreción.

Así, este hombre se maquillaba, como una mujer, en horario central y las personas le creían. Aunque no todas, porque fue también objeto de burlas: en efecto, Mercado se convertía al mismo tiempo en foco de todas las parodias androcéntricas y patriarcales, ahí donde hubiese un sistema que contara con hombres dispuestos a hiperbolizar sus ademanes o su voz como encarnación del “maricón”. 

La visibilización del no binarismo, que en Inglaterra y Estados Unidos despuntaba de la mano de Ziggy Stardust, era fijada por las pantallas de la mayoría de los países de habla hispanap encarnada en un tarotista que vaticinaba los horóscopos y transmitía el mensaje que le da título al documental.  

Aún con la puesta en escena subversiva de un estereotipo —el hombre travestido— y en concordancia con los reclamos de las segunda ola feminista posterior a la llamada liberación sexual de los 60, existe en la figura de Mercado un componente normativo: la disidencia parte de un hombre. El Hombre se mantiene siempre como sujeto universal y de esto tampoco se ocupa el documental.

El lugar de enunciación de la película es en cambio el de la veneración del kitsch como componente definitivo. La forma por la forma. No hay en Mucho, mucho amor una intención de problematizar al personaje en un contexto, ni de comparar la evolución de las comunidades disidentes. Tampoco vemos en él un análisis sobre el lugar de las religiones, la identidad de género y la sexualdiad; la creencia como pulsión de las sociedades desde la prehistoria o algún testimonio del protagonista que fuera revelador desde la reflexión y no un conjunto de máximas prefabricadas a modo de carcasa. 

El documental no incluye paratextos históricos que complementen la información al servicio de un foco, porque no parece haber en el guión una historia que se quiera contar, sino que es una larga entrevista intervenida cada tanto por tomas cotidianas de este anciano excéntrico y de testimonios subsidiarios que dan cuenta de la vida del personaje a través de anécdotas o impresiones familiares de admiración.

Habrá solo una pregunta incómoda del entrevistador que no se desarrolla. De todas las puntas que podría tirar, no tira. Se me viene a la mente el reciente documental Rey Tigre que, respecto a la realidad —insisto, siempre como entelequia— optó por mover la cámara del lugar y sacudir el guión conforme la historia se fue abriendo, dinámica. En Rey Tigre, el protagonista funciona más como un elemento vistoso que funda una historia mayor: el cautiverio legal e ilegal de animales salvajes en Estados Unidos. Esa ambición por contar una historia a través de un personaje no existe sin embargo en Mucho, mucho amor. Llano en su desarrollo, no está montado siquiera para generar un ascenso en la expectativa del televidente y opta por seguir la linealidad de la historia de vida, relatada por el protagonista. 

Walter Mercado no solo es el primer antecedente del “Llame ya” donde las personas accedían a una lectura telefónica del futuro por una suma que, en masa, volvió millonario al vidente; sino que también fue el precursor de la propagación catódica de la fe. Reverberaron luego en el mundo entero los espacios televisivos pagos por iglesias con sus programas anexos; se multiplicaron las líneas telefónicas de cartas de Tarot o la lectura de Buzios de la religión umbandista. 

Una vez más, el kitsch enmascaraba la hibridación: el mundo cristiano de pronto se encontraba aguardando con devoción la lectura pagana del destino según los astros a través del teléfono o de la televisión. La astrología, femenina y marginal, era otra disidencia ante los sistemas de creencias hegemónicos. 

Pero Mucho, mucho amor adolece del peor defecto de un documental: el caso omiso, cuando el documentalista o bien no ve la materia prima para extraer sentido o bien la identifica y decide no contarla para no salirse de su cómodo molde original.  Pudiendo haber contado una historia o varias para hacer de un punto un tema, Mucho, mucho amor no incluye, como se ha dicho, paratextos históricos que complementen la información al servicio de un foco y propone, con magro sentido, una larga entrevista de un ser humano poco convencional intervenida de a ratos por tomas indiciales que no aportan y empantanan. 

Aunque sea siempre un hecho artístico, el género documental debería repensar sus categorías para convertir lo anecdótico en un significado mayor. Es en esos significados —lejanos al entretenimiento— donde el género pugna por hacer su aporte más valioso: intervenir la realidad, más que intentar representarla.

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