Espectros de Sebald: las vidas anónimas de la literatura contemporánea

Con la literatura de W. G. Sebald (1944-2001) como guía, Nicolás Campisi recorre un conjunto de novelas que se centran en las tensiones entre memoria e historia

Un espectro sobrevuela la literatura contemporánea: la obra del escritor alemán W. G. Sebald. En el ocaso del siglo veinte, Sebald escribió ficciones que, a partir de las meditaciones de un narrador itinerante que es y no es W. G. Sebald, dieron cuenta de las ruinas que dejó el torbellino del progreso moderno: lo que Sebald llama historia natural de la destrucción o lo que podríamos llamar —en homenaje a Walter Benjamin, uno de los maestros de Sebald— una arqueología del presente. En un tiempo de memorias crepusculares y cultura de la amnesia, los narradores de Sebald se deleitan en el rescate de vidas minúsculas a partir de los materiales efímeros que sobreviven en el archivo. Se suele decir que Sebald, al igual que muchos de sus personajes, recuperaba estos materiales no sólo de bibliotecas e instituciones del estado, sino también de tiendas de antigüedades, espacios donde los trazos de estas vidas anónimas se podían adquirir por un precio irrisorio en forma de postales, fotografías o cartas a destinatarios desconocidos. A partir de una forma estética que combina fragmentos y géneros literarios para crear un modelo dialéctico de la historia —y que, en este sentido, recuerda tanto a la obra de Benjamin como a la de Aby Warburg—, los narradores de Sebald restituyen el valor y la dignidad de estas vidas consumidas por la maquinaria de guerra y las vuelven parte intrínseca del momento contemporáneo, que es otra forma de abrir la Historia con mayúscula a los anacronismos y las historias alternativas.

La marca de Sebald en una serie de escritores contemporáneos se debe, entre otras razones, a este impulso de la literatura por concebir el presente del nuevo milenio a contrapelo de las luces del progreso. De hecho, la obra de Sebald arroja pistas sobre algunos de los proyectos estéticos más iluminadores del siglo XXI que trascienden el campo de la literatura, como la arquitectura forense de Eyal Weizman, que busca montar narrativas legibles a partir del film footage de ciudades bombardeadas. Esta influencia aparece retratada en el ensayo del escritor español Cristian Crusat, W. G. Sebald en el corazón de Europa (2020), que enumera los diversos ángulos de la narrativa sebaldiana en su rescate de la historia: el impulso de archivo, las fotografías, las ruinas, el tren o los laberintos de la memoria. El ensayo de Crusat muestra de manera elegante el modo en que la obra de Sebald propone una reevaluación del proyecto ilustrado europeo al conjugar el tiempo personal de las vidas marginadas con el tiempo colectivo de la historia, la obra de la construcción moderna con la destrucción que ésta trajo aparejada, hasta concebir la historia de un modo dialéctico. Los narradores de Sebald son flâneurs cosmopolitas con una profunda desconfianza en los nacionalismos o en los sentimientos patrióticos      que conciben el tejido urbano como un sitio de encuentro que remite a la larga tradición de escritores judíos como Joseph Roth o Stefan Zweig. Pero los narradores de Sebald no sólo caminan por las grandes ciudades sino también por el campo, en particular por la campiña inglesa que aparece en obras como Los emigrados (1992) o Los anillos de Saturno (1995), en las que Sebald devela que incluso el territorio que se pensaba como terra nullius está implicado de manera directa o indirecta en actos de destrucción, como comprueba al enterarse de los aeropuertos ingleses en los que estaban estacionados los aviones que terminaron bombardeando las principales ciudades alemanas. En claro homenaje a Sebald, el ensayo de Crusat está construido como una constelación de referencias a escritores europeos y no europeos que funcionaron como precursores, sucesores o espíritus afines a la obra del escritor alemán y que invitan a los lectores a seguir caminando por el trayecto recorrido por Sebald a lo largo de su corta carrera, trágicamente interrumpida por un accidente automovilístico en 2001, cuando tenía 57 años.

Uno de los acontecimientos de la historia europea reciente que ha causado más estallidos de la memoria —y que ha puesto en tela de juicio la idea de Europa de manera radical— son las guerras yugoslavas, cuyas secuelas el propio Crusat explora en su última novela, Europa automatiek (2019), a través del personaje de una joven croata hija de exiliados de las guerras balcánicas cuya identidad parece haberse quedado suspendida en el tiempo. De hecho, aunque Crusat afirme en su ensayo que la obra de Sebald se erige como una advertencia en contra de la nostalgia, me parece que lo que hay en Sebald es una nostalgia por eventos que no ocurrieron, por los rumbos que podría haber tomado la historia europea a lo largo del siglo XX de no haber acaecido el Holocausto. Es lo que vemos en la obra de la escritora croata Dubravka Ugrešić, que en una de sus novelas, El ministerio del dolor (2004), aboga por que los croatas exiliados se sumerjan en un ejercicio de “yugonostalgia”: un impulso por construir un sentimiento de colectividad a partir de las ruinas de sus propias identidades deshechas. En El museo de la rendición incondicional (1998), Ugrešić convierte a la novela en un escaparate de objetos, fragmentos de la memoria, fotografías y sonidos (“un exiliado”, dice la narradora, “siente que el estado del exilio es una sensibilidad constante y particular al sonido”). Ugrešić intenta medir el exilio a partir de los objetos que la narradora carga en su valija, convencida de que el álbum familiar y el modo autobiográfico le permitirán reconstruir el naufragio de los ciudadanos de la ex Yugoslavia: el álbum es una “autobiografía material” y la autobiografía un “álbum verbal”. La metáfora más elocuente aparece en la primera página de la novela: el estómago de la morsa del zoológico de Berlín, que a lo largo de su vida tragó los objetos que iban dejando atrás los visitantes (un encendedor, cinco llaves, un cochecito de plástico, etc.). El museo de la rendición incondicional transforma la novela en una exhibición arqueológica que, a partir de las ruinas de la antigua Yugoslavia, elabora el mapa afectivo de una casa a la que ya no se puede regresar.

Otra autora croata que adopta una poética del álbum y hace del escritor un coleccionista de las ruinas del siglo pasado es Daša Drndić. En Trieste (2012), por ejemplo, Drndić cuenta la historia de una madre cuyo hijo fue secuestrado por un oficial de las SS como parte del programa Lebensborn, que buscaba expandir la raza aria. En su búsqueda permanente, la narradora recorre Europa para consultar archivos en los que pueda dar con la nueva identidad de su hijo perdido y, entre un archivo y el siguiente, se va convirtiendo en un ser ingrávido, incapaz de identificarse con “lenguas maternas, historias nacionales, tierras natales” a la vez que colecciona objetos, citas, actas de juicios y fotografías que se reproducen en la novela como una manera de comunicar el silencio del archivo, lo que el archivista no alcanza a descifrar. Así, durante cincuenta páginas, por ejemplo, en cuatro columnas y en letra minúscula, bajo el encabezado “Detrás de cada nombre yace una historia”, la narradora reproduce los nombres de los cerca de 9.000 judíos deportados o asesinados en Italia entre 1943 y 1945 y la novela, de repente, se convierte en un monumento de piedra o en un monolito de papel.

En Trieste aparecen otras dos obsesiones de la obra de Sebald: los juguetes y los ferrocarriles. Los juguetes (“pequeños mundos de los muertos”) permiten reconstruir la barbarie inconmensurable del Holocausto a partir de los objetos que cargaban los niños en los campos de concentración: cuando abrieron las puertas de Auschwitz-Birkenau, nos dice la narradora, encontraron no sólo huesos sino también muñecas desnudas y sin cabellera, como si los objetos y las personas fueran una misma cosa, como si los primeros contuvieran el destino de las segundas. Los ferrocarriles, por su parte, son el ejemplo perfecto de que todo documento de civilización es también un documento de barbarie, y la narradora, además de reconstruir el recorrido de los trenes desde ciudades italianas hasta diferentes campos de concentración, reflexiona sobre las estaciones de tren como “fronteras entre los vivos y los muertos” y sobre las vidas que se convierten en valijas que nunca se abren.

En Los extraños (2014), el escritor español Vicente Valero emprende una búsqueda de los miembros de su familia cuyas historias nadie recuerda con exactitud, seres itinerantes que dejaron pocos rastros tras de sí, que se convirtieron, efectivamente, en “personajes secundarios” o “figuras fugitivas”, y cuyas peripecias estuvieron caracterizadas por la necesidad de escapar de Ibiza, isla natal del autor y de estos personajes que encontraron en la fuga cosmopolita una forma de vida. El narrador viaja en consecuencia tras los pasos de esa parte de su familia (de “nuestros queridos extraños”): un teniente estacionado en Cabo Juby, Marruecos, por los mismos años en que Saint-Exupéry estuvo allí como aviador, y a quien probablemente haya conocido; un tío ajedrecista que recorrió el mundo como ayudante del maestro polaco-argentino Miguel Najdorf; un artista del teatro que emigra a México, donde desarrolla una carrera exitosa y asume su homosexualidad; y un comandante exiliado en Francia, practicante del yoga antes de que se volviera una moda. Para reconstruir cada una de estas vidas, el narrador persigue sus huellas, más que los recuerdos familiares, que como afirma en más de una ocasión pueden ser desdibujados en su paso de una generación a la siguiente. La pregunta que atraviesa el libro es cómo hacer justicia a la biografía de cada una de estas vidas anónimas, una historia familiar que se vuelve atractiva más por sus ausencias que por sus presencias, más por sus sombras que por sus luces.

El imaginario geopolítico moderno, como señala Crusat en el mencionado ensayo, está íntimamente vinculado con la navegación por las rutas marítimas, que forman parte del contexto histórico del cual emerge el cosmopolitismo de los paseantes de Sebald. En River (2014), la escritora alemana Esther Kinsky se inscribe en esta tradición para dibujar los contornos de su vida a partir de los ríos que la han marcado, en particular el Rin, que bordeaba la aldea en la que creció, y el Lea, cuyas orillas recorre diariamente en sus caminatas por las afueras de Londres. River está compuesto por viñetas que se asemejan a los afluentes de un mismo río y puntuado, como en los libros de casi todos los autores de esta literatura archivística, por fotografías, en este caso Polaroids en blanco y negro que la narradora va tomando en sus trayectos cotidianos. Más que Londres, las viñetas textuales y las fotografías describen los arrabales de un Londres que se confunde con la campiña inglesa, como los pantanos de Hackney en los que se vertieron los escombros de las ciudades bombardeadas durante la Segunda Guerra Mundial. Kinsky evoca una historia natural de la destrucción a través de una poética silenciosa, que oculta más de lo que revela y que va develando de a poco la “existencia provisional” de la narradora, que se describe a sí misma como una figura que ha sido extraída de una fotografía grupal o de un paisaje, como un hueco o un espacio vacío. Traductora en una ciudad que no contrata a traductores, la protagonista se dedica a desentrañar las extrañas correspondencias entre las fotografías y la memoria, como una forma de traducir un pasado personal que experimenta como perteneciente a otra persona.

En América Latina, los espectros de Sebald aparecen conjurados en Desierto sonoro —publicada originalmente en inglés como Lost Children Archive (2019)— de Valeria Luiselli, que narra el road trip de una familia a la frontera mexicano-americana en plena administración de Trump, mientras en la radio se escuchan las noticias de la deportación de niños migrantes. A partir de las siete cajas que la familia lleva en el baúl del auto, Desierto sonoro se interroga sobre cómo documentar el presente cuando éste se ha convertido en un paisaje distópico, una pregunta a la que responde mediante la creación de un nuevo tipo de catálogo que dé cuenta de lo que el archivo imperial ha dejado afuera. En el caso de la frontera México-Estados Unidos, las vidas anónimas de los niños migrantes se sitúan en una historia de larga duración en la que también entran las comunidades Apaches que fueron exterminadas y excluidas de la nación moderna. La figura de Sebald aparece mediada a través de la obra de Ugrešić y Drndić, quienes, además de ser citadas, son la fuente de inspiración de varios aspectos estéticos: Ugrešić, de la poética fragmentada de la novela (entradas de un álbum fotográfico o de un diccionario familiar) así como de la noción de una arqueología sonora del desierto, los migrantes y los exiliados; Drndić, del cambio de narrador que se produce en la segunda parte de la novela, que pasa a dar voz a uno de los hijos luego de que éstos escapan de la protección familiar. A su vez, como la novela de Drndić, Desierto sonoro expande nuestra concepción del archivo y muestra la violencia que trae aparejada su institucionalización como tecnología del progreso, hasta restaurar las voces de las vidas destrozadas por la máquina imperial: los niños perdidos en tanto “prisioneros de la historia”.

A Brief History of Destruction se titula la libreta de apuntes que escribe uno de los personajes de Museo animal (2017), novela del escritor costarricense-puertorriqueño Carlos Fonseca. Este personaje se apoda el Apóstol y es el líder de una comuna anarquista en plena selva latinoamericana, inspirado en Antônio Conselheiro y en su participación en la Guerra de Canudos (1896–1897). La novela total de Fonseca empieza cuando el narrador, un museólogo caribeño que vive en Nueva York, recibe un archivo de parte de una mujer con la que estaba planeando una exhibición sobre el arte del camuflaje y las máscaras que cuando era niña acompañó a sus padres a la comuna del Apóstol. La novela traza las consecuencias que esa decisión tuvo en la historia de la familia, que es otra forma de narrar la historia natural de la destrucción del continente americano durante el largo siglo XX: un padre fotógrafo que se muda a un pueblo minero a documentar los fuegos subterráneos y las ruinas del extractivismo; una madre que se muda a un edificio abandonado en San Juan de Puerto Rico desde donde monta un complot (o lo que ella, inspirada en los artistas Roberto Jacoby, Eduardo Costa y Raúl Escari, llama una obra de arte concreto) para difundir noticias falsas que logren cambiar el rumbo de los mercados financieros; y una hija, Giovanna Luxembourg, que tiene que decidir qué hacer con el archivo que ha heredado de sus padres, repositorio del desencanto al que han conducido los proyectos utópicos latinoamericanos vistos desde el cambio de milenio: un panorama apocalíptico semejante al fin de los tiempos que pregonaba el Apóstol desde el interior de la selva. Como el padre que se dedica a hacer maquetas de los subterráneos de las grandes ciudades, como el personaje de Ricardo Piglia que hace una réplica exacta de Buenos Aires desde su casa del barrio de Flores y como el de Sebald que construye un prototipo del Templo de Jerusalén, Fonseca busca concebir un modelo en miniatura de la historia latinoamericana del último siglo: un recorrido alternativo por el pasado a la luz de los proyectos fallidos y los personajes consumidos por la vorágine de la historia.

La marca de Sebald es, como se ha visto, evidente; de hecho, algo que ha de exasperar a más de uno de sus lectores es precisamente que su nombre aparezca cada vez que se menciona la escritura documental de estos y otros autores contemporáneos, como si el escritor alemán se hubiera vuelto una presencia omnipresente que opaca la obra de cada uno de ellos. Es por eso que en este breve texto he querido conjurar los espectros de Sebald: para que la literatura contemporánea, tan deudora del maestro alemán, pueda concebir nuevas conjunciones de historia y memoria en un siglo de desencanto con las narrativas del progreso.


Ilustra esta entrada el detalle de una página de Sebald intervenida, parte de la serie Wolkenformen de la artista portuguesa Marta Leite.

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