Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) pasó gran parte de su vida en Lanús, en el conurbano bonaerense, espacio donde se sitúan gran parte de sus narraciones. Este espacio, esta gran ciudad que envuelve a la capital argentina, según explica la autora en una entrevista en Canal Encuentro, cumpliría en el imaginario porteño el lugar de lo otro, lo ajeno, lo periférico y, por lo tanto, de lo peligroso. Es también una zona que solía ser industrial, pero que fue perdiendo con el tiempo y las múltiples crisis cierto orgullo de modernidad para dar paso a una decadencia abandonada. Ser una periferia industrial, además, supuso que la belleza o la armonía no fueran características fundamentales en su planeamiento y por eso prolifera lo urbano, lo urbano ocupando y metiéndose en todos los espacios de la vida y formateando la forma de pensar y de experimentar la realidad.
La importancia de esta periferia es fundamental para entender gran parte de la narrativa de Enriquez, sobre todo sus dos libros de cuentos —Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016)—, en los que casi todas, sino todas, las historias se desarrollan en este límite. El lugar narrador es consciente de su propia periferia con respecto a la ciudad de Buenos Aires y, en consecuencia, de su propia periferia en lo que supone el imaginario letrado, y se construye a partir de ahí. Esta conceptualización del borde trae consigo un desplazamiento de la idea de barbarie —la barbarie y la frontera como aquello que trae la muerte y el peligro— y lo vuelve un lugar extrañado, sí, pero al mismo tiempo más honesto y en contacto con ciertas tradiciones y ciertas mitologías que la ciudad letrada descarta.
Parte de la búsqueda de Enriquez se inicia entonces de estos dos puntos: por un lado, de un intento de traducir esa tradición anglosajona de la literatura de terror a un universo argentino y volver a habitar de esta manera esas “supersticiones” dejadas de lado por el mundo letrado; por otro, de renombrar la periferia, el borde donde planta sus historias, este espacio extrañado en el que, al estar más cerca de la frontera, empiezan a resoplar los vientos de lo sobrenatural. En esa búsqueda, explica la autora en una conferencia dada en el marco del posgrado “Escrituras: creatividad humana y comunicación” de la FLACSO Argentina, trata de rescatar los monstruos de las supersticiones del sur, parodiados y burlados tantas veces que resulta difícil tomarlos ahora como arquetipos del horror. Enriquez se extiende entonces hacia lo que podrían ser considerados “nuevos mitos”, mitos que son producto de las migraciones de los habitantes del Norte argentino y de la frontera con Paraguay, hacia las nuevas mitologías paganas, más contemporáneas, que empiezan a hacer mella en el imaginario y a reconfigurar la ciudad.
Es a partir de ese lugar desde donde se puede empezar a entender la carga política de la literatura de Enriquez. La presencia de las migraciones, de las periferias y de la miseria abunda en sus cuentos, donde son temas por sí mismos. Esto, por otra parte, viene también de una conceptualización según la cual el género de terror es un intento de configuración y de pensamiento sobre la propia existencia, sobre la sociedad y sobre sus miedos, es decir lo que Stephen King llama “la expresión fóbica de la sociedad”, que es mutable porque las violencias cambian y los miedos también.
En el caso latinoamericano, el miedo tiene que ver más que nada con un miedo político y con la presencia de un pasado reciente acechante y doloroso: si la literatura de terror funcionó siempre con fines de advertencia de los peligros —con un ímpetu a veces conservador—, la literatura de terror latinoamericana tienen que ver, según Enriquez, con lo político, con la violencia institucional y con las fuertes desigualdades enraizadas en la formación misma de los estados.

Todos sus muertos, por Pía Supervielle
A Mariana Enriquez la encontré escondida en un recuadro al pie de una página, muy lejos de las estrellas de rock que eran tapa de la versión argentina de Rolling Stone, la revista que consumía con voracidad mes a mes en los primeros años de los 2000. No sé si fue la ilustración del angelito macabro de la portada, el título —ese misterioso Los peligros de fumar en la cama—, las cinco palabras que eligió Agustín Jerónimo Valle para empezar su reseña —“Tanto cadáver que da hambre”— o el impacto de todo eso junto lo que terminó por encender a mi enana morbosa y truculenta:. lo que sí sé es que todavía puedo escuchar ese “lo-quiero-y-lo-quiero-ya” y puedo reproducir, también, las ganas irrefrenables de correr hasta la librería para preguntar por el primer libro de cuentos de una tal Mariana Enriquez. Seguir leyendo

No me alcanzaban los ojos para descifrar el misterio, por Francisco Álvez Francese
La obra crítica de cualquier escritor significa siempre —para utilizar la fórmula con la que Baltasar Gracián caracterizaba el equívoco barroco en su Agudeza y arte de ingenio— “a dos luces”, porque por un lado ilumina lo criticado y a su autor, mientras que, por otro, se vuelve sobre la obra misma del crítico y aclara posibles puntos de tiniebla, establece líneas de sentido, traza un mapa de lecturas y de afinidades.
Es significativo, por este motivo, que Mariana Enriquez haya dedicado páginas (sin mencionar su trabajo en el suplemento cultural del periódico Página/12, donde escribe artículos y reseñas sobre temas muy variados), entre otras cosas, a sus visitas a cementerios del mundo, a la mitología celta o a Silvina Ocampo. Seguir leyendo

La urdimbre del envés, por Rodrigo Bastidas
El bordado tiene dos lados. Uno es el anverso que vemos, el lado a exhibir, aquel que muestra de manera clara las formas y los colores que van montando la trama y la urdimbre; el otro es el envés, que se esconde bajo un recubrimiento, el verdadero sostén, la arquitectura tras las formas pulidas del tejido. Si bien esta metáfora ha cimentado durante años la forma en que entendemos lo literario (desde los tejidos de Penélope en adelante), quisiera detenerme un poco en los conceptos que conlleva esta construcción de la narrativa como tejido: la trama, la urdimbre, el anverso, el envés. Y me quedo en ellos porque no encontraría otra forma (es una especie de búsqueda de lo primordial) para acercarme al libro Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez. Seguir leyendo

Comida, horror, oscuridad, historia, por Ramiro Sanchiz
En Nuestra parte de noche hay al menos dos tipos de humanos: los que saben que somos comida y los que no. Los primeros pretenden, al dejarse comer (o al alimentar al dios con otros humanos), adquirir algo de ese estatus de no-cosa, de sujeto; y esa pretensión implica un ceremonial, una serie de ritos. Quizá podamos volvernos parásitos: comer con los dioses, y en ese proceso algo de esos dioses se replicará en nosotros. Como le dijo la Serpiente a Eva en el jardín: seréis como dioses. ¿No es la tradición esotérica una vasta paráfrasis de esa invitación? ¿Las mil y un maneras de volverse dioses, de volverse sujetos, de partir en el viaje jungiano de la individuación? Seguir leyendo
La fotografía de Mariana Enriquez que acompaña este texto fue tomada por Dirk Skiba.
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