Las cosas que perdimos en el fuego, el libro consagratorio de Mariana Enriquez, en la mirada de Rodrigo Bastidas
El bordado tiene dos lados.Uno es el anverso que vemos, el lado a exhibir, aquel que muestra de manera clara las formas y los colores que van montando la trama y la urdimbre; el otro es el envés, que se esconde bajo un recubrimiento, el verdadero sostén, la arquitectura tras las formas pulidas del tejido. Si bien esta metáfora ha cimentado durante años la forma en que entendemos lo literario (desde los tejidos de Penélope en adelante), quisiera detenerme un poco en los conceptos que conlleva esta construcción de la narrativa como tejido: la trama, la urdimbre, el anverso, el envés. Y me quedo en ellos porque no encontraría otra forma (es una especie de búsqueda de lo primordial) para acercarme al libro Las cosas que perdimos en el fuego (Barcelona: Anagrama, 2016) de Mariana Enríquez.
Adscrito en el género del terror, este libro de doce cuentos se convierte en la piedra de toque de la escritura de Enríquez, no solo porque gracias a él se convirtió en una de las más importantes autoras de Latinoamérica, sino porque cada cuento aparece en tensión con el resto, cierra una serie de obsesiones que se habían delineado en sus libros anteriores (la adolescencia, el uso de drogas, los cementerios, las historias sociales vistas como historias de fantasmas) y a su vez es la posibilidad narrativa de obras por venir. No es gratuito que en “La casa de Adela”, por ejemplo, estén contenidos todos los elementos que serán centrales en su posterior novela Nuestra parte de noche: aparece Adela, la niña sin brazo que es tragada por una casa convertida en portal dimensional a un mundo de espectros; aparece Pablo, que no sabe qué hacer y aparece una recurrencia a las estructuras del terror que, en la novela ganadora del Herralde, son reemplazadas por historias nacionales.
Partiendo del paralelo con el tejido quisiera centrarme en el lado del envés, en aquello que configura una literatura que ha sido clasificada como de terror, pero que se mueve un paso más allá de la simple configuración de un género literario (el cual, solo marco, permite la posibilidad de leer un paralelo entre genre/gender en un libro donde —excepto por un cuento— todas las narradoras son mujeres). Así, mientras el anverso muestra ciertos elementos típicos de la literatura del terror como las casas embrujadas, los fantasmas, los monstruos, los asesinos seriales, las brujas, el ocultismo; el envés muestra cómo es posible pensar el terror en diferentes niveles y con una elaboración que está sugerida desde diferentes perspectivas. Al mirar esa arquitectura entenderemos cómo en este libro las teratologías urbanas contemporáneas no han sido construidas por la autora, sino que esa tarea ha sido desplazada y puesta por fuera del libro, en una carga temática arquetípica.
En muchas entrevistas Enriquez señala que su libro más que de terror es de horror. Esta insistencia en nombrar el horror apunta a la eliminación de lo sobrenatural como causa del sentido de lo ominoso y es ahí donde se inicia la arquitectura de los cuentos. Mientras en el terror hay una línea clara que la conecta con la tradición del gótico, en el caso del horror —al eliminar el elemento fantástico— se inclina a lo social, dejando lo sobrenatural (o el terror) como una opción que recae más en el lector que en el texto. Sin embargo, en este doble juego entre el terror y el horror hay líneas que permiten atravesar de un lado al otro explotando los límites del género y convirtiendo a los cuentos en espacios más de sugestión de horror que de descripción terrorífica.
Para ver cómo funciona este doble entrecruzamiento es posible pensar en “El niño sucio” en el cual se elabora, desde la alusión, ese espacio que se mueve entre el terror y el horror. El cuento que abre el libro inicia con una descripción que apunta a los elementos de un realismo urbano con visos de crítica social: Constitución como barrio deprimido (ya no es más el Constitución con el que se inicia «El Aleph»), como zona sumamente peligrosa donde se concentran los mayores problemas de la ciudad es el espacio ideal en el que pueden convivir diferentes tipos de violencias que, en su combinación, producen una atmósfera de terror. En Constitución conviven la prostitución, el narcotráfico, la pobreza, las antiguas casas lujosas, la historia de la ciudad, la adicción, la policía corrupta y los medios de comunicación amarillistas. Enríquez desplaza el imaginario urbano de Buenos Aires hacia un espacio en donde el peligro es un escenario no solo posible, sino cotidiano.
En la literatura gótica el espacio en el que se desarrollaban las historias se encontraba a una distancia geográfica a la cual se accedía a través de un rito de paso: entrar al castillo, bajar a la catacumba, cruzar el umbral de la puerta; en castillos como el de Walpole, en las grutas del Monje de Lewis, en las casas inglesas en medio de colinas. Contrario a esto, en Las cosas que perdimos en el fuego lo ominoso de los espacios se hace tangible, cercano. Es posible rastrear en este libro una geografía del terror (La Rioja, Constitución, Villa Moreno), lugares por los cuales pasamos constantemente sin que exista un rito; el terror no se activa con la llegada, sino con el cambio de mirada. Basta prestar atención para notar que esos espacios tienen en sí mismos el germen de lo ominoso, que se corresponden con los arquetipos del terror. Pero el espacio no solo está conformado por la materialidad de lo físico, sino por las dinámicas sociales que se producen en ese espacio. Personajes, palabras, costumbres, diálogos se convierten en un entretejido de relaciones que apuntan a la creación de esa escenografía de pesadilla.
Inicialmente podemos pensar que Mariana Enriquez, con esta puesta en escena, muestra el envés de la urdimbre, es decir que quita aquello que recubre el cómo se construye la ciudad; en otras palabras, muestra lo que se está moviendo bajo las luces diurnas de los problemas burgueses que habitaron la literatura durante tanto tiempo. Sin embargo, la apuesta de la escritora es doble, porque una vez le ha dado la vuelta al tejido para mostrar una ciudad-otra, elabora algo que se puede llamar en envés del envés, y hace girar de nuevo la rueda para subrayar el carácter narrativo de esos espacios. Por medio de un llamado de atención que se dirige al lector a partir de alusiones, Enriquez hace que el desconocimiento de ese mundo ominoso que se acaba de presentar ya no solo se corresponda con una cotidianidad familiar (habla de los lugares por los que pasamos sin rito), para rarificarlos y volverlos extraños (un Verfremdungseffekt brechtiano), sino que los rearma con una serie de nuevas familiaridades en una especie de reterritorialización narrativa. Esta reterritorialización se produce a partir de guiños que llaman al conocimiento del lector de los elementos arquetípicos del terror, sin que se subraye su calidad sobrenatural. Así, en medio de la descripción del barrio Constitución como espacio familiar que se vuelve extraño, Enríquez introduce pequeños elementos metatextuales —“las historias de terror del barrio, que son todas inverosímiles y creíbles”, “no era la princesa en el castillo, sino la loca encerrada en la torre”, “Eso están diciendo, que es satánico. No, satánico no. Dicen que fue un sacrificio”— con los que deja que sea el lector quien reconstruya el espacio a partir de elementos familiares, pero que ahora remiten al terror.
La arquitectura de Enríquez dinamiza y da un nuevo giro de tuerca al proceso de familiarización y desfamiliarización propio de lo Siniestro, de lo ominoso, del unheimliche freudiano. En resumen, presenta un lugar conocido y cercano (familiar) que devela como espacio desconocido, rarificado, extraño; una vez ha convencido al lector de la ignorancia del lugar extraño (lo desterritorializa de lo conocido), lanza alusiones de elementos familiares del terror, con lo que el lector reterritorializa el espacio, pero desde otra perspectiva: ahora ese espacio es familiar pero a partir de otras coordenadas: las del terror. Una vez se produce ese efecto de re-conocimiento, los discursos que inserta en ese espacio son válidos y posibles: dialogan en un nivel horizontal el cristianismo, el ocultismo, las creencias populares, el narcotráfico, la corrupción. Pero esa horizontalidad, de nuevo, es supuesta, porque al rearmar el espacio desde los elementos del terror, hay cierta preminencia en el lector de la explicación sobrenatural por sobre la natural. Sin embargo, en medio de ese diálogo no nota que el terror como arquetipo solo es nombrado, aludido, puesto como posibilidad narrativa.
Es justamente por eso que el terror se convierte en horror. A Mariana Enríquez no le interesa dar una explicación que apunta a lo fantástico o construir una narración de terror típica, sino que crea un espacio, unas historias y unos personajes que se acercan al borde del terror sin tocarlo, presentando horror donde el lector ve el terror. El gesto final de la autora es decirle al lector que ella no ha dicho nada, sino que es el lector quien ha construido las explicaciones fantásticas que, en el fondo, ansía como única posibilidad de llenar el vacío epistémico que se ha creado en la reterritorialización de lo familiar (ahora desconocido). El efecto final de todo ese proceso (porque sí, la literatura de terror —de horror, en este caso— se basa en la producción de efectos) es volver la realidad un espacio desfamiliarizado. Cuando el lector regresa a su universo cero (como lo llama Umberto Eco), la estructura de Lo Real ha sido desplazada por la de lo ominoso. Si Enríquez es capaz de hablar de lo familiar a partir de las reglas del horror, entonces sus cuentos formatean las estructuras sociales circundantes y las relaboran con el lente del horror. Las relaciones íntimas, el amor, la política, la comida, la estética, el turismo, las fiestas, la justicia, la juventud, la Historia, todo es leído a través de ese nuevo filtro.
Esta estructura de reterritorializaciones y desfamiliarizaciones es trabajada, dada vuelta, analizada y reconstruida una y otra vez en cada uno de los cuentos. Una hostería y unas vacaciones son convertidas en espacios del horror dictatorial, la casa de un guardabosques pasa a ser el espacio de venganza de la violencia de pareja, la villa miseria es el espacio de revancha social en la forma de un carnaval liggotiano, una relación amorosa infeliz es el terror del conocido cercano, la estética se convierte en un arma de auto afirmación del cuerpo. En los cuentos, las alusiones se mantienen y se retoman desde todas las ramas posibles del terror: desde Ligotti a Lovecraft, desde las religiones laicas de Gauchito Gil a los monumentos sacrificiales a la Santa Muerte, desde las brujas adolescentes a las comunidades ritualísticas, de la casa encantada a la road movie del gore, del asesino serial al monstruo deforme. Todas son alusiones, ninguna se presenta como explicación, desplazando siempre la posibilidad del horror a la mente de quien lee. Mariana Enriquez nunca nos suelta de la mano y siempre nos señala como los creadores de los terrores que imaginamos, aún sin que se nos muestren explícitamente.
Esta arquitectura del horror es sumamente productiva en el caso de Las cosas que perdimos en el fuego. El formato del cuento es especial para esta propuesta arquitectónica. No solamente porque permite mantener la alusión sin desarrollarla, sino porque crea el ambiente lo suficiente como para que pueda ser reterritorializado. En esto, Las cosas que perdimos en el fuego supera ampliamente a Nuestra parte de noche. Mientras en el cuento la casa que hace desparecer a Adela carece de una elaboración epistémica que la sustente, en la novela se necesita el cierre que llene los espacios de indeterminación. Alusiones como el lazo del cabello en “Los años intoxicados”, la alucinación auditiva en “La hostería”, el desplazamiento de la maldición en “Fin de curso” o el posthumanismo en “Verde rojo anaranjado”, funcionan solo en su nivel de indeterminaciones, como frases que rebootean el sistema de la realidad para ser leídas en clave de horror. El ocultismo, eje central en la novela, es finalmente narrado, explicado, descrito; el otro lado de la puerta es un lugar por el que, tanto Gaspar como el lector, atravesamos desconcertados, y cerramos con candado al cerrar el libro. Los cuentos parecen proponer otra dinámica, la de filtrarse a nuestra realidad para develar que somos los personajes secundarios en una película de terror que es nuestra vida; y que siempre hemos querido desver (como diría China Miéville).
El horror latinoamericano actual es sumamente fecundo en libros, propuestas y estructuras. Mientras que Sanchiz usa la filosofía del terror para dejar aparecer lo weird, en Alberto Chimal se construye el horror en lo onírico y en Jorge Baradit se desarrolla con los referentes del giallo y el horror corporal. A Mariana Enriquez, como ella misma lo ha dicho, el terror realista de Stephen King le sirve como base para reformular los diálogos entre el horror y el terror para América Latina. En Las cosas que perdimos en el fuego hay una propuesta narrativa y estética que se convierte en la urdimbre que entrecruza la trama inicial. Y es que al acercarnos a ver esta arquitectura del tejido, nos damos cuenta que la puntada maestra está justamente en la urdimbre, pero no en la que vemos, no la del anverso, sino la del envés. Al buscar, desenterrar, destejer y reconstruir la forma del bordado, vemos que el horror es el nuestro y que basta apenas con cambiar un poco el punto de vista para notarlo.
Deja una respuesta