La suspensión del criterio: sobre «Midnight Sun», de Stephenie Meyer

Con motivo de la publicación de Midnight Sun, Carolina Silva Rodé escribe sobre la serie Twilight, de Stephenie Meyer (1973)

Todos recordamos Crepúsculo. Todos sabíamos que era mala literatura, pero ese no era el punto. Como reconoció la crítica en 2005 y reconoce también ahora, la escritura es lo de menos. El libro era para otra cosa. Otra cosa, una cosa imposible de definir que hizo que diez años después, y quince años después, su autora, Stephenie Meyer, repitiera la novela no como ediciones revisadas sino como libros nuevos. El mismo libro, tres veces. Hace unos días, después de una espera de trece años y peripecias tales como un leak en 2008 que llevó a Meyer a prometer no terminarlo nunca, salió, para regocijo de quienes consumimos cosas que reconocemos terribles con placer indomable, Midnight Sun: Crepúsculo, pero esta vez somos el vampiro.

Biología, trigonometría, gimnasia, biología, trigonometría, gimnasia, ¿español? Con excepciones, ya pasamos por este spiel. Lo que piensa Edward durante esta parte del libro ya lo sabíamos, porque se lo contó a Bella hace quince años y Meyer se ocupó, en esto al menos, de ser consistente. Ahora sin embargo sabemos además lo que piensan Mike Newton y Jessica, dos personajes absolutamente irrelevantes que consumen horas de lectura sin darnos nada más que, a veces, la descripción de una media sonrisa de ensueño, que mejoró con los años porque nosotros mejoramos con los años y, sobre todo, porque Robert Pattinson mejoró con los años. 

El cambio de perspectiva nos ofrece, en el primer tercio del libro, algún diálogo cómico entre los vampiros, algún insight sobre los hermanos que no quiero revisar si se sostiene con el que se nos dio en las secuelas originales. Nos da también una o dos capas de profundidad en el personaje de Edward, cuya entera descripción antes era “atractivo y enigmático” y ahora sabemos también que tiene un trastorno de ansiedad mayúsculo, insoportable; no es la magia de Bella lo que desencadena el libro sino una personalidad adictiva y obsesiva restringida a la fuerza por años, porque no hay psiquiatras para vampiros, y como no les corre sangre no les funciona la quetiapina. Pero vemos también el atractivo de Bella Swan, que fue la gran pregunta de la primera década de los dosmiles: ¿qué tiene esta mina, inundada de autocompasión, sin rasgos claros y de mente aburridísima, aparte de «sangre especial»? Edward no sabe, como nosotros sabíamos, lo que Bella piensa: un punto. Edward la ve ser buena y compasiva, cómica y leída, y eso le gusta: dos puntos. Edward es el número impar en una familia de parejas, vivía en automático y es la primera vez que se fija en alguien: tres puntos. Bella está buena: cuatro puntos. ¿Alcanza para que un adolescente se enamore por primera vez? Seguro. ¿Alcanza para que un vampiro de ciento y algo de años, que debe haber visto personas compasivas y buenas y atractivas alguna vez, me imagino, se enamore por primera vez? No sé, no importa. Bella sigue siendo incomprensible y un personaje bastante subdesarrollado, pero ahora todo eso es encantador.

Las protagonistas de Meyer, en general, tienen en común que el amor las salva. Les salva literalmente la vida el objeto de sus afectos, en todos los casos, pero además las salva de algo menos tangible que la muerte (que no es nada), mucho más aplastante que la soledad o el aburrimiento: el amor las salva de la irrelevancia inequívoca y eterna. La irrelevancia que nos persigue como el fantasma de las navidades futuras cuando tenemos 15, 16 años: el amor ese, desmenuzado y muestro, un amor obvio y fundamental que nos separa de las demás y nos da razón de ser. Su primer narrador masculino tiene una revelación similar, una de las noches psicóticas que pasa mirando a Bella dormir: enamorarse lo cambia, por primera vez en cien años. Siente algo que no había sentido, encuentra él también una razón de ser y no tiene nada que ver con el atractivo de Bella o la sangre o la humanidad. Tiene que ver consigo mismo y, en él sí, con el aburrimiento. Edward Cullen estaba aburrido. 

Lo mejor del libro son las historias nuevas, todas presentadas a través de los pensamientos de Edward, todas relativas a él o a su familia hace cincuenta o setenta años, cosas enteramente inéditas que Meyer se pudo permitir porque nunca se mencionaron antes. Da para preguntarse por qué no un libro distinto, como haría J. K. Rowling, un libro sobre los Cullen en los 60 o sobre Jasper, el vampiro más reciente y “leonino” (quizás el único placer meramente literario que me da este libro es el uso de ese adjetivo), que sigue siendo medio un misterio. La respuesta a la pregunta la tenemos, igual, y es porque se lo prometió a los fans, que son una turba rábida que supo abrumar a Pattinson y a todos nosotros.

En 2015, cuando Crepúsculo cumplió diez años, Meyer publicó Life and Death, otra versión de Crepúsculo, pero esta vez con los géneros cambiados. Todavía no había pasado suficiente tiempo. Ese libro es exactamente igual al anterior, con correcciones de estilo y un final diferente para hacerlo suficiente y no exigir secuelas. Los fans se enojaron porque no era Midnight Sun, y yo me enojé porque no funcionaba, la vampira no funcionaba, no tenía sentido, no hacía lo que tenía que hacer el interés romántico de una novela dirigida a un público mayoritariamente femenino, ser un hombre; y que me perdone la inquisición revolucionaria pero ninguno de los Crepúsculos funcionaría sin un pie puestísimo en los “valores tradicionales”. Ahora, en Crepúsculo 1.2 hay alguna adición muy tangencial que nos muestra un funcionamiento distinto: la historia breve de cómo pasó Emmett (rescatado por Rosalie, la bella, que muestra en esa escena retrospectiva la fuerza y la templanza que hacen al personaje de Edward a lo largo de toda la saga) tiene algo de eso que los fans de Crepúsculo, por suerte, no están empecinados en exigir y que, por suerte, Meyer no les da con condescendencia y pedantería millonaria, como otra que sabemos. No hay cambios en el libro justificados solamente en el zeitgeist de la cuarta ola, no hay revisiones de personajes que siguen siendo lo que eran. Quizás, por eso, recién acá tengo que traer a colación el concepto de placer culposo, que trabajó Francisco hace unos meses hablando de Riverdale. El placer culposo no es leer literatura para adolescentes quince años después, no es disfrutar las historias de amor de vampiros. El placer culposo acaso sea disfrutar la galantería masculina, el exceso masculino, permitirnos alejarnos de las cosas que en la vida valientemente reevaluamos y justificar, incluso aceptar, que Edward se esconda en el cuarto de Bella todas las noches para verla dormir, posesivo y ridículo. 

Lo peor del libro, aparte de lo repetitivo del primer tercio (que es exactamente igual que el primer tercio del original), es que Meyer no aprovechó esta oportunidad para aclarar algunos tantos. Peor aún: los poderes de Edward y de Alice son más confusos que nunca. ¿Cuáles son los límites, cómo funcionan? Los límites cambian. No funcionan siempre igual. Cuando “éramos” Bella, cuando estábamos como lectores limitados a su visión de las cosas, esto no nos importaba, porque en el clímax del libro nos mandaban callar y dormir. Ahora no, ahora estamos despiertos y somos el que corre, el que manda los mensajes, el que toma las decisiones, y aún no se entiende nada. El episodio con James, el vampiro cazador que también se obsesiona con Bella (su entera descripción, ahora también, es estar aburrido y ser un psicótico), sigue siendo un meollo indescifrable. La vertiginosidad quizás sea el objetivo en sí misma. En ese caso está logrado. Si no es, la vertiginosidad es confusa y da náuseas. Por veinte páginas tengo que suspender la lógica del libro mismo para que el libro funcione, igual que tuve que hacer con Crepúsculo 1.0 y Crepúsculo 1.1.

Pero el libro funciona. Es mejor. 

Hay un fanfiction, Luminosity, que se propuso reescribir la saga pero modificando enteramente a Bella, haciéndola insufrible pero por el lado contrario. Hay un mundo de fanfictions, entre ellos el muy popular Cincuenta sombras de Grey, que se despegó y se disimula. Pero ahora que Stephenie Meyer incurrió en el género es justo compararlos con la obra original: Luminosity funciona, es mejor que el original, se desarrolla hacia un lugar terriblemente diferente y es inmensamente más disfrutable. Si usted, como yo, consume literatura para adolescentes con ansiedad corrosiva, no se lo pierda. 

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