La reciente publicación de dos textos de Gabriel Delacoste en la revista Sotobosque es un buen pretexto para pensar una vez más en volver al futuro. Propuestos bajo la doble etiqueta “ciencia (política) ficción” y “ucronía”, los textos llevan los títulos de “Línea de tiempo 1 (Inercia)” y “Línea de tiempo 2 (Singularidad)”. Tanto las etiquetas (la primera en relación a los textos de Delacoste, la segunda a la manera de una sección posible de la revista) como los títulos suscitan y permiten el abordaje crítico; arbitrariamente (o, mejor, porque acaso algún lector la perciba como mi métier), vamos a comenzar por la “ciencia ficción”.
En una primera instancia este género queda invocado desde su connotación más obvia, es decir la de una narrativa del futuro. Como es sabido, no toda la ciencia ficción “trata” del futuro o relata historias del futuro, pero su lugar en el imaginario pop (en particular ante quienes no la frecuentan demasiado) la vuelve inseparable de lo prospectivo y es en relación a esto que nos topamos con un lugar común crítico: el que señala que la ciencia ficción, si bien refiere “literalmente” al futuro, en realidad habla del presente. Pero las itálicas deberían funcionar como un caveat: ¿se está diciendo que la mera narrativa, con su representación del futuro como escenario literal de los relatos en cuestión, es un “pretexto” para otra cosa? No se trata, por otra parte, tanto de discutir este aserto como de contextualizarlo en una postura más amplia con respecto a la ciencia ficción, que parece o bien reconocer en ella un entretenimiento (un “género menor”) o bien recircularla en términos de una empresa “seria” del intelecto y la sensibilidad, en tanto (o, mejor, si) aborda temas acuciantes en el presente (no necesariamente en el presente de su publicación original, vale la pena aclarar: es el tópico también recurrente de la “relevancia” y de los “adelantados a su tiempo”).
En otras palabras, podemos hablar de lo que importa a través de la ciencia ficción, y de ahí concluir que toda la ciencia ficción que importa (para quien así la lee) habla de asuntos de relevancia (una vez más, para quien así la lee). Naturalmente, una ciencia ficción que habla de monstruitos o pistolas de rayos es más bien no interesante, al menos hasta que, en un futuro concebible, alguien performe la pirueta crítica capaz de abrir la trama para exhibir los temas de interés. Este proceso es inseparable de la historia del género, por otro lado: en rigor, inseparable de la historia de la lectura del género desde fuera del género.
Pero hay otra manera igualmente simple de pensar esta relación entre la ciencia ficción y el presente y es que, en tanto representación de un futuro posible, la ciencia ficción parece deberse a los horizontes de expectativas del momento en que es escrita, leída o incluso re-leída (en el sentido de re-significada). El ejemplo trivial, por supuesto, es Los supersónicos: la representación del futuro producida en esa serie habla más de su presente (los años cincuenta, es decir) que de su “futuro”, por otra parte ahora presente o incluso pasado. Pero no toda la ciencia ficción opera de manera tan lineal: Blade Runner, por ejemplo, proyecta desde su 1982 de enunciación un 2019 futuro que, evidentemente, no coincide con nuestro 2019 pasado; pensar que ese era “el 2019 proyectado desde principios de los ochenta” es sin embargo simplista: difícilmente alguien en 1982 podía creer que en menos de cuarenta años se pasaría del procesador Intel 80286 o las ZX Spectrum a una sexta generación de “replicantes”, por no mencionar las colonias en otros sistemas planetarios, la Puerta de Tannhauser y las naves de ataque sobre el Hombro de Orión. Esto ha de leerse, en última instancia, como una apelación a tropos del género, a clusters de conceptos o entidades narrativas que viven ante todo en la tradición, al igual que el “hiperespacio”, los teletransportadores y los traductores universales de lenguas alien. En efecto, diversas décadas (o incluso “épocas” de la ciencia ficción) han imaginado o reimaginado estos tropos, contextualizándolos tanto en un presente cuya tecnología (u horizonte de expectativas tecnológico-cientítico) es extrapolado hacia el futuro como en una tradición literaria que se conforma con una tenue aura de verosimilitud científica-especulativa.
Esto, que en el fondo es trivial, nos acerca al término “política”, que los títulos de Delacoste proponen entre paréntesis. En principio es una guiño cute a la formación de Delacoste en ciencias políticas, pero también nos vincula a la idea de lo “relevante” en el presente. En efecto, lo que dice Delacoste del futuro (en plan ficción) no sólo habla del presente sino que además (programáticamente, cabe pensar) interviene políticamente en él. Y si “toda ciencia ficción en realidad habla del presente” es un meme reiterado en la circulación de nuestra cultura contemporánea, también lo es “todo es político”.
Ambos memes son rigurosamente “reales” en un sentido performativo hipersticional: al hablar del futuro en términos de ciencia ficción se está hablando del presente y, por tanto (en términos de una tensión entre el ser y el deber ser), se opera en un terreno ideológico y se hace política, lo cual produce las condiciones por las que los enunciados “todo es político” y “toda ciencia ficción en realidad habla del presente” son “verdad”. En última instancia, si digo “todo es político” estoy en efecto haciendo política, discriminando mi postura de la concebible contraria (o sea, decir que no todo es político) y señalando una conexión entre lo que es y lo que debe ser (es decir, produciendo ideología). El contenido de los futuros previstos por Delacoste, entonces, debe ser pensado “políticamente”, en relación a otra cosa, a otro futuro concebible. Si se elige uno (o dos), se está tomando partido en oposición a los otros concebibles o, más bien, a otro u otros muy específicos cuya pertinencia está dada por el contexto. El mayor acierto de Delacoste está en entrelazar su “ciencia política ficción” con una “ciencia ficción política”, visibilizando así una “política de la ciencia ficción”.
Ahora bien, el uso de “futuro” en plural, y más específicamente el proponer dos “líneas de tiempo” mutuamente excluyentes parece referir a la etiqueta de “ucronía”, que bajo una primera mirada parece movilizada de manera errónea. Las ucronías, más allá del sentido etimológico del término, no refieren tanto a futuros posibles como a pasados alternativos, notoriamente diferentes al histórico. Así, si El hombre en el castillo transcurre en 1962, es el 1962 de una cronología en la que entre 1938 y 1945 se produjeron acontecimientos que divergen de los que damos por la historia “real” de nuestro mundo. Sin duda el futuro de ese 1962 (su 2062, pongamos) será por consiguiente diferente del “nuestro”, pero la condición de “ucronía” está dada por ese punto de inflexión entre 1938 y 1945, mientras que en la propuesta de Delacoste el punto de inflexión, notoriamente, está en 2020, y de ahí que parezca equivocado hablar de “ucronías” para referirse a sus narraciones.
Hay dos razones, sin embargo, para desestimar esta última afirmación como irrelevante o típicamente nerd. Primero, los textos de Delacoste aluden a un presente de 2050: el de la “línea de tiempo 1” es diferente al de la “línea de tiempo 2” y, por lo tanto, uno es la ucronía del otro, con un punto de inflexión (2020) en su pasado. Es verdad que no están vinculados en principio más que por el paratexto del título (es decir, no lo están narrativamente: no es que el narrador de la línea de tiempo 2 tenga de alguna manera acceso a la línea de tiempo 1), pero si saltamos por encima de la pretensión de hacer narrativa y, todavía más, de hacer algo realmente parecido a la ciencia ficción, descubrimos otra clase de vínculos que, de manera algo tenue pero no deleznable, vinculan ambas líneas de tiempo. Y segundo, en conexión con esto último, parece claro que Delacoste en el fondo está tratando de decir otra cosa. O, en otras palabras, que la ciencia ficción no es más que un pretexto. ¿Cómo podía no serlo? Se trata de “usar” la ciencia ficción para hablar del presente: una vez más, y de manera ya no resultante de una operación de lectura sino de manera programática, orientada a una intervención política. La ciencia ficción, en última instancia, es una especie de residuo o resto de la división: no debería importarnos gran cosa si Delacoste se aparece, en este primer esfuerzo en el género, como un narrador algo chapucero que apela al esquema más simple y tosco para hacer “historia futura”: poner a alguien del futuro a “recordar” o “narrar” esos años que separan nuestro presente del suyo (¿pero para quién? ¿no se asume que en 2050 más o menos todo el mundo sabe esto? Evidentemente, los que no sabemos qué pasó somos nosotros, separados ontológicamente del narrador de Delacoste tanto como aparecemos ligados políticamente como lo que somos, es decir su verdadero interlocutor).
El gesto de interés, en cualquier caso, es proponer dos futuros posibles. Mi propuesta en este artículo es leer en ambos una imposibilidad de pensar el futuro dada bajo dos regímenes. En el primero (“Inercia”) no hay cambios profundos: el futuro —siguiendo el credo del realismo capitalista— ya ha dejado de significar y vivimos en un “presente eterno” ballardiano, en efecto el “fin de la historia”: “Las catástrofes que esperábamos sucedieron, pero la vida siguió, tenía que seguir. No fue para tanto, y acá estamos. Años riéndonos de Fukuyama para que al final no haya colapso, ni singularidad, ni revolución”. La inteligencia de Delacoste queda en evidencia ante todo en la apelación a las catástrofes. Estas en efecto “suceden”, pero a nadie le importa: en otras palabras, no son verdaderas catástrofes, no pueden ordenarse en una línea a la que llamar “historia”.
El texto, por otra parte, está saturado de ironía. Por ejemplo: “La vida tampoco fue mala para todo el mundo. Algunas cosas, incluso, fueron más cómodas para, digamos, 5% de la humanidad que puede pagar, y quizás también para 15% que puede comprar en cuotas». El recurso está claro: Delacoste invoca a un narrador que no piensa como él, que no promueve en términos políticos la misma ecuación de ser y deber ser. Las cosas, en este futuro, son como no deberían ser: se nos advierte, es decir, contra esta visión de futuro, en la que
el sacudón de la crisis fue grande, pero la inercia fue mayor aún, imposible de descarrilar. Las cosas siguieron yendo en la dirección en la que venían desde los 70 del siglo XX. Algunas de las cosas que surgieron en la crisis fueron redireccionadas en la medida en que contribuían a ir en esa dirección. Las que no podían ser redireccionadas fueron neutralizadas con herramientas monetarias, biológicas, informacionales o policiales.
El término clave es “inercia”, por supuesto. En esta visión del futuro no podemos cambiar las cosas porque el capitalismo (aliado a las herramientas “monetarias, biológicas, informacionales o policiales”) no puede ser detenido. La actitud resultante es la de la resignación. ¿Qué podemos hacer, después de todo? Al final, ni siquiera las catástrofes ambientales serán tal cosa. No podemos pensar en un futuro diferente, porque a lo que vivimos en el presente no hay alternativa. El copyright, por supuesto, es de Mark Fisher, 2009. Aunque, por supuesto, de lo que se trata es de que no deberíamos creer que no hay alternativa. En ese sentido es que aparece la ironía: Delacoste describe un futuro de realismo capitalista para decirnos que no debemos creernos esta payasada de que no hay alternativa: no importa lo que diga la biología o la información manipulada, o el capital o la policía, porque todo esto en el fondo no es otra cosa que herramientas de la clase dominante, o sea los múltiples engranajes de un aparato ideológico. Como en el círculo correlacionista expuesto por Quentin Meillassoux en Después de la finitud, no hay aquí relación posible con un “afuera” a lo humano: la biología o la física sólo son pensadas como un “para-nosotros” (o para la clase dominante) en lugar de cómo un “en-sí”.
En contraposición, el segundo texto, Singularidad, plantea un futuro en principio pensable como tal y, por tanto, “posible”. Curiosamente (o sirviendo el propósito de orbitar en torno a la noción de ucronía y su extrapolación modulada de lo tecnológico a lo ideológico), se trata de un futuro extrapolado de los años noventa, o más precisamente de 1993 y el libro The Coming Technological Singularity, de Vernon Vinge.
Por supuesto, “singularidad” quiere decir muchas cosas, y es pertinente especialmente la noción tomada de la teoría de sistemas, que remite a un contexto en el que cambios pequeños en un sistema causan efectos a gran escala o incluso catastróficos. En la singularidad tecnológica, el advenimiento de máquinas que desarrollan máquinas ocasiona esos efectos a gran escala, desde la aniquilación (el efecto Skynet, por la IA de la saga de Terminator) virtualmente completa de la humanidad hasta la “solución” al posible colapso de los ecosistemas. Nick Land (calificado retrospectivamente de “neorreaccionario” por el narrador de Delacoste) generalizó a mediados de los noventa esta idea bajo su propuesta de “teleoplexia” o “sublevación de la herramienta”, por la cual aquello pensado originalmente como un “medio para” se convierte en un “fin en sí mismo”. En el caso de Delacoste, esta segunda línea de tiempo queda presentada como la antítesis de la primera: aquí todo parece cambiar, y el futuro (2050) incluye incluso una suerte de entidad colectiva (un poco como los estadios finales de “La última pregunta”, de Asimov, cuento publicado en 1956) y una “especiación” posible de la humanidad en “dos especies biológicamente distintas: los superhombres optimizados y los zombis”, un tema recurrente del ciberpunk ochentero (o, más recientemente, de la novela y la serie de TV Carbono alterado), planteado generalmente en términos de una oposición entre las posibilidades abiertas a quienes puedan costearse las “mejoras” (genéticas, prostéticas, etc) y lo que queda para quienes no puedan hacerlo. Este futuro extrapolado de la ciencia ficción no sólo aparece de alguna manera previsto desde el texto de la primera línea temporal (donde se habla de “las ganas que la gente de principios de siglo [XXI] tenía de creerse la ciencia ficción”) sino que queda expuesto en el relato del narrador de la segunda línea temporal:
Si la cuestión era cumplir sueños, no es casualidad que sucediera a solamente 500 kilómetros de la gran fábrica de sueños del siglo XX que fue Hollywood. Nuestra historia no se entendería sin California, donde se encontraron los mejores guionistas, animadores y actores con los ingenieros y científicos de Berkeley y Sanford, con los libertarians del Oeste estadounidense, con miles de millones de dólares de venture capital, con el LSD, la filosofía oriental y el new age. Hippies, yuppies y nerds.
Es el futuro como delirio de la narrativa, como especulación desenfrenada; una vez más opera una distancia irónica: ya no se alude a un futuro en que nada cambia (porque no hay alternativa) sino que aparece un futuro en el que todo ha cambiado (inverosímilmente en su acumulación de escenarios de ciencia ficción o especulación aceleracionista). La dialéctica está entre el cambio mínimo y demasiado cambio, pero en ambos casos el capital (sea en su lectura desde la derecha como desde el aceleracionismo de izquierda) está en el centro. Hay un futuro pensable como impensable y separado en dos extremos polares, de los que, cabe suponer, debería desprenderse una tercera línea temporal que construye (a modo tanto de síntesis como de salto “fuera de la caja”) un futuro “realmente posible” o al menos “deseable” desde el horizonte ideológico de Delacoste, que es, programáticamente, el de la izquierda progresista uruguaya.
Es posible que Delacoste en efecto escriba (o incluso haya escrito ya) esta tercera línea de tiempo. Me interesa más pensar que sus textos construyen un futuro ante todo ridículo o ridiculizado (el de la segunda línea) o repelente (el de la primera), que pretendidamente pone en evidencia la falla de la prospectiva (“creerse la ciencia ficción”, “creer en el discurso neoliberal ignorando sus objetivos malignos”) en términos de la inescapabilidad del horizonte de expectativas del presente y sus presupuestos ideológicos o sus intervenciones políticas. La conclusión derivada a partir de las dos líneas de tiempo, en última instancia, propone al futuro —repitámoslo— como un impensable pensable (no podemos pensarlo pero podemos pensarlo como impensable), y por eso su contrapartida podría ser la del futuro como un impensable impensable, o sea un futuro weird.
Sobre esto, naturalmente, escribió Land en los noventa, y vale la pena traerlo a colación desde el momento en que ambas líneas de tiempo propuestas irónicamente por Delacoste tienen en común el presupuesto humanista de hacer a la humanidad el sujeto de la historia, aunque haya “perdido” ese lugar por cometer tales y cuales errores políticos. Cuando Delacoste tacha a Land de reaccionario, parece entender (al margen de todo lo que ha escrito Land sobre la “neorreacción”, o quizá leyendo esto último superficialmente) que Land opina que está bien que las máquinas se vuelvan el sujeto de la historia desplazando de ese lugar a los humanos, cuando en rigor lo que Land ha dicho siempre es que nunca fuimos el sujeto de la historia.
La filosofía de Land es ante todo un antihumanismo, de ahí que su adecuación a los términos de una visión política o politizadora de las cosas sea como mínimo problemática. En efecto, si entendemos a la política como intervención de un sujeto (individual o colectivo) en un sistema dado (el mercado, por ejemplo), en virtud de una ecuación ideológica entre el ser y el deber ser, el presupuesto de un sujeto como algo dado es el elemento clave. Pero “en el tecnocosmos”, escribió Land en “Deseo maquínico” (1993), “nada es dado: todo es producido”. Los sujetos no tendrían, así, otra realidad que la de su “producción” en un contexto deleuze-guattariano/cibernético/termodinámico de flujos, lo que equivale a volver a la propuesta del Marx de El Capital en cuanto a la ideología y la base material. Pero la izquierda progresista, naturalmente, pretende tomar el palacio de invierno, releer el Manifiesto y, obviamente, intervenir, hacer cosas, modificar circunstancias, encauzar el sistema hacia un estado “mejor”, abolir el capitalismo; en ese sentido, si la izquierda es ante todo política, es también necesariamente humanista, en tanto considera al ser humano el sujeto de la historia y, por tanto, una entidad ontológicamente privilegiada. Se me podrá acusar de estar haciendo un “hombre de paja” aquí, y sin duda estoy simplificando las cosas, pero incluso aceptando que no todo humanismo es antropocentrista, la idea de pensar una política sin la postulación de un “ser humano” en tanto “sujeto” de la historia es tan problemática como pensar a las ideas de Land como “de derecha”. Es por esa razón que el aceleracionismo no es una política en el sentido de “algo que queremos que se haga para que las cosas vayan a mejor” (un “aceleracionismo de izquierda”) o “algo que queremos que se haga para que todo siga igual” (un “aceleracionismo de derecha”); el aceleracionismo landiano es en rigor “absoluto”, ya que no depende de un sujeto que haga tal o cual cosa, ante todo porque su punto de partida es una concepción antihumanista (o posthumanista crítica, en el sentido que da David Roden al término) de las cosas en la que el “sujeto” no es sino una producción epifenomenal. Evidentemente, la mera enunciación de esta idea en el foro “politiza” el enunciado hacia el extremo que la izquierda considerará su opuesto, y es por esa razón que Delacoste no puede sino entender a Land en términos de extrema derecha. Como pensador de izquierda, Delacoste debe (es decir, posthumanisticamente hablando, Delacoste es esa necesidad, ese vector) propagar el meme politizante (“lo que no es izquierda es derecha”, “todo es político”) y, por tanto, listar a Land entre los enemigos de la izquierda progresista. Que esta última incorporación a un index no represente una buena descripción de las ideas de Land, por cierto, es tan irrelevante como la ciencia ficción en los dos relatos que vengo comentando aquí.
De hecho, hay algo inevitablemente incómodo en una aparente “defensa” de Land (en estos términos o en otros posibles), para empezar porque Land es lo suficientemente elocuente como para no necesitar que se lo defienda (sus ideas hablan por sí mismas, por ejemplo cuando la respuesta a las críticas que le hace Mark Fisher en “Terminator vs. Avatar” están notoriamente presentes en textos anteriores a esa crítica) y, más importante, porque Land funciona ante todo como una suerte de “irritante” con el que no tiene sentido plantearse en relación de “estar de acuerdo” o “estar en desacuerdo” o incluso de “estar de acuerdo en algunos puntos” o de “el Land que me gusta es el de los noventa, antes de toda esa estupidez facha del Iluminismo Oscuro, cuando llamaba a la revolución feminista desde un ensayo sobre Kant, el capital y el incesto”. Todo eso es irrelevante: el programa landiano es ante todo el de ejercer una no-filosofía (sea por su apelación a lo narrativo, lo poético, lo hipersticional, la teoría-ficción, etc) que “irrite” a los filósofos y suscite el pensamiento, y por tanto también el de ejercer una no-política que “irrite” a los pensadores de izquierda y los sacuda de su modorra.
Los aceleracionistas de izquierda caricaturizados por Delacoste —ocupados en una prospectiva o futurología, con toda la candidez e ingenuidad de su postura, que oscila entre un inhumanismo alienista (como en el manifiesto xenofeminista de Laboria Cuboniks) y un humanismo prometeico (como en el manifiesto xenofeminista de Laboria Cuboniks)— al menos han entendido que renunciar o encerrar en un círculo correlativo al pensamiento del futuro es, sí, “hacerle el juego a la derecha”. Mark Fisher, además de trazar esos territorios dosmileros del realismo capitalista ballardiano, intentó (no del todo satisfactoriamente) encontrar el punto de salida del círculo vicioso correlacionista —y uso este término, una vez más, desde las ideas de Meillassoux— a través de su pasaje por la hauntología en Fantasmas de mi vida hacia la distinción entre lo eerie y lo weird. Pero Delacoste deja tan claramente en evidencia (y no me interesa determinar si inadvertida o programáticamente; lo primero sería insultar a su inteligencia, cosa que no pretendo en absoluto, y lo segundo apenas establecer una vez más el horizonte de su pensamiento, del que bien puede estar en condiciones de migrar) que no podemos pensar el futuro —porque lo pensamos necesariamente desde el no-futuro, es decir el pasado inmediato o distante, que es lo único de lo que disponemos, tal es así que al elaborar un pronóstico sólo estamos delatando nuestro propio horizonte ideológico—, que cabe preguntarse si acaso está conforme con esta idea o si entiende tan necesaria como problemática (tan urgente como imposible) la idea de un pensamiento de futuro desde la izquierda. En su primera línea de tiempo la catástrofe ecológica no es en el fondo una catástrofe y en la segunda las IA intervienen (en plan deus ex machina, muy literalmente por cierto) para remediar el colapso, pero cuando llegue el futuro (y en un sentido inmediato del término podemos estar seguro de que llegará, aunque de esta idea pueda apropiarse la policía, el capital, la física y lo que sea que pretendamos ideológicamente) deberemos lidiar con él. Sin salir del meme politizante de la izquierda y su punto de partida humanista sobre el sujeto de la historia, la idea de que “debemos hacer algo” parece inevitable, salvo que se adopte una suerte de cinismo y pensemos que ya todo está perdido. Pero semejante paleorreacción (nota: si “neorreacción” remite a aquellos pensadores no-progresistas que promueven un “retorno” a organizaciones político-económicas precapitalistas, no hay manera de pensar en esta neorreacción desde fuera de lo político, y por ello la única manera en que Land podría ser un neorreaccionario sería trocando su inhumanismo radical por un nuevo humanismo, lo cual sería contradictorio con virtualmente toda su producción de los últimos veinte años) es insostenible o, al menos, arrincona a todo aquel que parezca dejar entrever que también en esto “no hay alternativa”.
Se impone, entonces, un verdadero pensamiento del afuera (y es interesante notar que si el disparador de estas visiones de (sobre el) futuro de Delacoste es la pandemia por COVID-19, esa que tan notoriamente ausente quedara de las reflexiones sobre ese mismo tema de Sandino Nuñez en su reciente Anástrofe): una salida al círculo vicioso que nos permita pensar al futuro desde fuera del presente/pasado. La respuesta sólo puede venir, me arriesgo a proponer, desde los territorios del realismo especulativo, y no desde la cultura navelgazer de la resistencia política, pero si esto es así deberemos dejar el humanismo (y en particular todo antropocentrismo) detrás. En otras palabras: sólo haremos la política que queremos si salimos por entero de la política. ¿Cómo resolver esta aparente contradicción, salvo pensando que ya está resuelta always already y que esa solución es por su propia naturaleza antihumanista?
Acompaña la entrada un detalle de la obra 3D_ma.r.s.01 (2012), de Thomas Ruff.
Una respuesta a “Cuaderno de Afuera: «Desplazamientos del futuro», por Ramiro Sanchiz”
[…] filosofías del siglo XXI, en particular a las corrientes o ideas agrupables bajo la etiqueta de “posthumanismos”; por el contrario, lo más extendido parecería ser una cierta lealtad a modos humanistas —o […]
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