La revolución de lo íntimo: sobre «Yo soy el que no está», de Fidel Sclavo

Mateo Arizcorreta reseña Yo soy el que no está, último libro a la fecha de Fidel Sclavo (1960)

“Los estantes quedaron vacíos. La madera volvió a ser clara. Pasé un trapo húmedo, para que quedara más limpio. Lo que estuvo no estaba”: a un fragmento así le puede seguir uno que narra un recuerdo escolar que marcó al narrador a fuego y a ese otro con una cita de Novalis o con una epifanía cotidiana perdida entre trámites públicos. Los párrafos son breves, a lo sumo abarcan una página, y están plagados de constataciones de Fidel Sclavo sobre su vida y su contexto.

El formato remite a Autorretrato (2005), de Édouard Levé, donde el también artista plástico y escritor hilvana oraciones que hacen inventario de sus tics, sus preferencias, sus máximas, sus bienes. En Yo soy el que no está (Banda Oriental, 2019), Sclavo parece caminar sobre la senda trazada por el francés e, incluso, en algunos momentos se diría que dialoga con él. Por ejemplo, mientras que Levé enumera “Tuve un R5 blanco, un Fiat Uno Gris, un BMW 316 gris, un Volkswagen Polo Movie gris, una Volkswagen Transporter roja”, el uruguayo lista “Tuve un Fiat Spazio, un Peugeot 205, un Chevrolet grande que no recuerdo el modelo ahora, un Corsa al que le rompieron la puerta mil veces, dos Ford Focus.” Al igual que Levé, Sclavo desestima el formato de bitácora con progresiones temporales, en favor de una atomización de imágenes sucesivas que construyen el mentado autorretrato, que por otra parte sigue también las huellas de los señeros I remember (1970), de Joe Brainard, y Je me souviens (1978), de Georges Perec.

Sin embargo, Sclavo toma solo parcialmente ese molde. Mientras que Autorretrato es un bloque textual monolítico que avanza raudo en una acumulación sin descanso, Sclavo cultiva un tono más pausado y contemplativo. Por otro lado, en gran parte del texto el impulso inventariador de Levé cede terreno para estacionarse en áreas temáticas recurrentes, que funcionan como microrrelatos continuados. Con todos esos elementos, Sclavo va cercando una definición de sí mismo, coronada en párrafos enumerativos que, como el título, tienen la estructura anafórica de “soy el que…”.

Una de las piezas clave de esa pesquisa autobiográfica es la figura del padre. Tras un comienzo memorable (“La vez que mejor me comuniqué con mi padre él ya estaba muerto”), Sclavo vuelve una y otra vez sobre una relación tortuosa, signada por las contradicciones de un progenitor que proclamaba el advenimiento del hombre nuevo pero que puertas adentro era poco lo que renovaba. Sclavo muestra a un padre a veces mezquino, otras arbitrario, pero lo interesante es cómo con el correr de los fragmentos lo que parecía un achaque plano se torna un ejercicio de comprensión de ese hombre elusivo. A través del recuerdo de gestos y acercamientos torpes, que en su momento al narrador le parecieron errados, descubre que siempre hubo intentos de comunicación de ambos lados, pero siempre a destiempo, desencontrados por abismos vitales. Desconociendo vectores de causalidad e inmediatez, el narrador va entendiendo esa comunicación desfasada como una carambola azarosa que de todas formas logra cada tanto dar en algún blanco. 

A ese corolario, que tanto puede explicar la relación con su padre o con el otro en general, Sclavo lo procesa de forma estética. No solo porque esas comunicaciones oblicuas se recogen en un libro —objeto de comunicación desfasada si las hay— que opera como nueva catapulta comunicacional, sino porque otro gran eje temático estriba en cómo su vida como artista plástico y su vida “en sí” se tocan, se vacían, se asemejan. 

Entre las muchas figuras, experiencias y referencias que Sclavo recoge como parte de su educación sentimental, la de Brian Eno sale a la luz en más de una ocasión, tanto por su labor estrictamente musical, como por la base conceptual con la que enmarcó su obra. Sclavo refiere la conocida historia de cómo a partir de una serie de accidentes personales Eno dio con el concepto iniciador de la música ambient. De esa misma manera puede entenderse el presente libro: a partir del racconto de una serie de accidentes dispares, su mera concatenación va generando una estructura singular. En ese sentido, se podría pensar que Sclavo se propone el mismo objetivo que Eno se planteaba en Ambient 1: Music for Airports (1978): realizar una obra cuyas partículas textuales aspiran a confundirse con el resto de las cosas para ser parte de la misma materia que hacen los trabajos y los días; una obra que busca ser al mismo tiempo ignorable e interesante. 

Esa levedad deliberada es la que separa al presente libro de otros con propuestas afines. Como señaló Diego Recoba en su reseña, Yo soy el que no está puede hermanarse con dos obras publicadas sobre fines de 2019 que tensionan la relación entre discurso ficcional y autobiográfico a través de lo fragmentario: Habla el huérfano de Hugo Achugar (Estuario) y El mar desde la orilla de Alicia Migdal (Criatura), grupo al que cabría agregar tal vez Sobre roca resbaladiza (Yaugurú), de Alfredo Fressia. Pero donde Achugar propone una problematización performática del yo narrativo o donde Migdal busca la condensación profunda de un yo poético, Sclavo apuesta por una concatenación de fragmentos de diversa intensidad, siempre nivelados por una dispositio aplanadora que solo con el efecto acumulativo del total va entreviendo profundidades. Por ejemplo, un párrafo breve y evocador como “Despertabas de la anestesia. Yo te agarraba la mano”, es seguido por un comienzo banal como “Me gusta el helado en casi todos sus gustos y variantes”. Las grietas que generan esas yuxtaposiciones es donde más aflora el humor latente del libro, pero también donde queda manifiesta la soledad incurable de esa primera persona.

Esa voz no es para nada nueva en términos autorales (Sclavo ha publicado varios libros, con distintos cruzamientos entre gráfica y texto) pero sí es flamante en términos de voz narrativa. A sus 60 años, el autor parece haberse quitado una mordaza superyoica y desbocado en un torrente de oleajes frescos y discretos. Solamente hay un factor que quita fuerza a esos vendavales, y es cierto subrayado de paradojas cotidianas sobre la mitad del libro. No obstante, gracias a la mordaz honestidad que tiene consigo mismo, Sclavo encuentra un tono honesto capaz de maravillar. La sumatoria de relatos que componen Yo soy el que no está termina por demarcar un contorno que da forma al vacío sin hueco que es este libro, atrapante y eterno como 150 páginas.

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