En la semana de conmemoración de la llegada de Cristobal Colón a América, Mayte Marichal hace un recorrido por la figura del canibal, desde el diario del Almirante hasta el «Manifiesto antropófago» de Oswald de Andrade
En aquel hemisferio he visto cosas no conformes a la razón de los filósofos
Américo Vespucio, Mundus Novus
Entre caníbales
En el Mar Caribe, en la isla que hoy componen Haití y República Dominicana, los europeos plantaron su primer asentamiento en el Nuevo Mundo. Sus habitantes nativos eran los taínos, pueblo procedente de la zona de la desembocadura del Orinoco que moró en las Bahamas y en las Antillas Mayores y que en su avance territorial redujo y asimiló a varias otras poblaciones nativas de las islas. Cuando los primeros españoles llegaron, los taínos que ocupaban Bohío (posteriormente llamada La Española), estaban en conflicto con los caribes, un conjunto de pueblos que componen una de las familias lingüísticas más amplias de América y que vivían en el norte de la actual Colombia, noroeste de Venezuela y en pequeñas zonas de las Antillas Menores.
En las crónicas españolas, los taínos, sus primeros anfitriones, son presentados como pacíficos y los caribes, evidentemente, como una tribu belicosa y salvaje; para los taínos la palabra “caribe” significaba “enemigo”, mientras que para el pueblo designado quería decir “audaz”. En los diarios del primer viaje de Cristoforo Colombo aparece el nombre de los nativos feroces escrito como “caniba”. La confusión inicial deriva en la sinonimia entre caribe-caniba y nombra a todos los habitantes del nuevo continente.
La semejanza se fortalece además en posteriores diccionarios de la RAE, que en 1729 define a caribe como “el hombre sangriento y cruel” y explica que la metáfora es tomada “de unos indios de la Provincia de Caribana en las Indias, donde todos se alimentaban de carne humana”. En 1859 la equivalencia desaparece y “caníbal” es “el nombre de los antropófagos de América”, definición que se mantiene hasta 1992; en la edición de 2001, “caribe” continuaría siendo definida como “hombre cruel e inhumano”. En el exhaustivo Minucias del lenguaje (1987), José G. Moreno de Alba señala que la palabra “caribe” como sinónimo de antropófago o salvaje es encontrada frecuentemente en textos de historiadores y cronistas, así como de poetas. Un ejemplo citado por Moreno de Alba se encuentra en El peregrino en su patria (1604), de Lope de Vega, donde se lee “¿Es donde hay los celebrados palos, / que a un enfermo dados / le vuelven como primero, / o donde caribe fiero / come los hombres asados?”; otro en un pasaje del “Entremés del rufián viudo llamado Trampagos” (1610-1615), donde Cervantes escribe: “Fuera yo un Polifemo, un antropófago, / un troglodita, un bárbaro Zoilo / un caimán, un caribe, un come vivos, / si de otra suerte me adornara en tiempos / de tamaña desgracia”.
La pregunta, sin embargo, es ¿eran los caribes realmente comedores de carne humana? Posiblemente no. Diferentes investigaciones antropológicas realizadas en la segunda década del siglo XX concluyen que no se puede afirmar con seguridad que haya habido culturas americanas en las que el canibalismo fuese una experiencia frecuente, más allá del acuerdo que parece haber sobre el tema. También lo expresan así algunas crónicas de viajeros: en su Historia de las Indias (1552), Bartolomé de las Casas deja claro que en la isla La Española nunca hubo nativos antropófagos; Alvar Núñez Cabeza de Vaca escribió en sus crónicas que los únicos comedores de hombres que conoció en el nuevo continente eran los propios españoles; Hernán Cortés aseguraba, en cambio, que para los pueblos nativos aliados y adversarios de los conquistadores esta práctica era habitual luego de las escaramuzas y en actos religiosos: afirma, inclusive, que los nativos llevaban sal a las batallas para sazonar a los enemigos muertos.
Recuerdo ahora el relato escolar de que a Juan Diaz de Solís se lo comieron los charrúas, historia que imagino todos los niños rioplatenses escucharon en la infancia. Asignarle a pueblos enemigos o desconocidos esta costumbre culinaria fue un ejercicio habitual de diversas culturas occidentales, ya desde tiempos anteriores a la conquista americana; para los relatos mitológicos griegos, por ejemplo, el canibalismo era el relato instrumental de la venganza, en contextos caracterizados por la ausencia de justicia y el exceso de hýbris. En el caso de los europeos y su llegada a las Indias occidentales, los creadores de la primera palabra europea que designó a sus “nuevos” compañeros de mundo, caníbal, son el deseo y la maravilla por la aventura y el posterior miedo y desilusión: la palabra revela la voluntad de lo inexplorado y lo que escapa a una lengua europea, se adelanta a lo inentendible e innombrable y preexiste a la narración de los hechos, así como legitima la empresa de la conquista y permite la creación (¿o la destrucción?) de un nuevo sujeto europeo.

Una de las exploraciones más particulares de este miedo y del habitante caníbal es la crónica de Hans Staden, traducida al español como Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos, feroces y caníbales, situado en el Nuevo Mundo, América. Publicada en 1557 en Marburg, Alemania, a diferencia de otros relatos incluye cincuenta y seis grabados en cobre (de los cuales veinte ilustran prácticas caníbales) por lo que, si se tiene en cuenta la mayoría analfabeta de Europa, logró alcanzar a un público más amplio, lo que le permitió un éxito rotundo, con aproximadamente cincuenta ediciones en diferentes idiomas en las que se quitaban o agregaban detalles para alimentar aún más la curiosidad por los habitantes del Nuevo Mundo. Esta obra, que fue escrita por su autor para agradecerle a Dios el cuidado de su vida, contribuyó a la creación de la imagen antropofágica de los Tupinambás en Brasil y fue un fuente etnográfica respetada durante varias décadas; a su vez, juega un papel interesante dentro del conjunto de crónicas de América de los primeros siglos de conquista, ya que es obra de un marinero alemán que no se sometía a las reglas de las coronas española, portuguesa o francesa.
En su segundo viaje a las Américas, Staden se enlistó en un barco que salía de Sevilla y pretendía llegar al Río de la Plata pero naufragó en las costas del actual estado de Santa Catarina, en Brasil. Los náufragos, luego de recorrer la región por dos años, son contratados como artilleros por colonos portugueses y días después, en una exploración de caza, son hechos prisioneros por los Tupinambás, quienes los llevan a Ubatuba (en la actual zona de San Pablo). Staden asegura que los nativos tenían la intención de comérselo en la próxima celebración festiva, pero su larga barba lo asimilaba a los franceses —aliados de los nativos— y, además, logró hacerse amigo del jefe de la tribu luego de curar una enfermedad que el cacique tenía, por lo que fue perdonado y se salvó de ser devorado, aunque también se puede especular que los Tupinambás no se lo comieron porque, de acuerdo a su relato, el marinero suplicaba bastante, y probablemente a los nativos no les interesara almorzar un cobarde.
En algunas imágenes, se observa una especie de barbacoa gigante en la que se cocina una cabeza humana, ante la atención y cuidado de un grupo de nativos, y a Staden, a un costado y ropa, rezando; se lo reconoce por la inscripción “H + S”: en ciertos grabados aparece como un observador participante pero siempre distante del acto “salvaje”, pero en otros figura de forma activa en plena sangría a, por ejemplo, un miembro de la tribu Carijó. Staden cuenta, más adelante, que este carijó suponía un riesgo a su supervivencia, ya que le había asegurado a los Tupinambás que el alemán había provocado, mágicamente, la muerte del padre del jefe de su tribu al ser un aliado de los portugueses y que, consecuentemente, era un enemigo.
El cautivo cae enfermo y Staden pretende curarlo, pero no lo logra, lo que habilita su muerte y posterior festín. Según el relato, el marinero trata de convencer a los Tupinambás que no lo hagan, aunque él no hace nada para salvar a la víctima: “les dije que yo no había podido hacer nada y que no había salido sangre, como ellos mismos habían podido ver”, responde cuando los Tupinambás le preguntan si piensa que hay chances de que el enfermo mejore. La muerte del carijó le funciona finalmente para fortalecer su lugar entre los nativos, mientras les afirma que fue Dios quien, rabioso ante las falsedades del prisionero, provocó su enfermedad y “os ha metido en la cabeza matarlo y comerlo”. En el dibujo, Staden señala al cielo con su dedo para implicar que ha sido Dios el aparente autor de los hechos: aquí Dios no es el que distancia moralmente al alemán de los caníbales, sino que es autor de la muerte antropofágica para que su servidor pueda sobrevivir; los nativos, por primera vez, son aliados del legionario protestante, que transforma la gracia divina en un instrumento táctico para su supervivencia, y también —claro— para la ganancia económica, ideológica y hasta imaginativa que podría generar esta historia en Europa.
Tupi or not Tupi
Algunas décadas después de la publicación del texto de Staden, Michel de Montaigne inicia la redacción de sus Ensayos, en los que integra a América en la reflexión de su presente histórico como esfera de la novedad. La naturaleza del nuevo hombre se muestra como una incógnita para la filosofía europea, que intentará componer una nueva antropología. En varios de sus ensayos, Montaigne piensa el mundo desde la diferencia y la multiplicidad y siempre procura nombrar todos los ejemplos y curiosidades de los temas que trata para reforzar esta idea. El contraste fascina al francés: en “De los caníbales”, por ejemplo, expresa que “al revés de lo corriente, antes acepto entre nosotros la diferencia que la semejanza”; la diferencia no es vista aquí desde un lugar identitario, sino desde su especificidad única, apartándose de la exigencia de similitud y de las oposiciones impuestas por el relato de la conquista, de europeos buenos vs. nativos salvajes. Montaigne desconfía de los testimonios existentes sobre América pese a que sean la única forma de informarse sobre una realidad nunca experimentada por él. Este gesto diferencial, que excede los binarismos, tendrá, casi cuatro siglos después, una continuidad en Brasil.
Es interesante ver cómo el “Manifesto antropofago” de Oswald de Andrade fue y es leído por gran parte de la crítica como si fuera una especie de antecedente de las lecturas multiculturales y de la glorificación intelectual de la hibridez entendida como supuesta identidad latinoamericana y afirmación del espacio geocultural americano como causa final para un discurso crítico. Muchos aclaran que Andrade habla de una antropofagia cultural: sorpresivamente, los latinoamericanos no querríamos cambiar los menús de los restaurantes y pedir un europeo de cena. Ese adjetivo, cultural, resulta no obstante insuficiente para la lectura del manifiesto, una de las potencias filosóficas más originales que dio el continente americano.
Oswald de Andrade, poeta y ensayista, fue uno de los promotores de la Semana de Arte Moderna de São Paulo, en 1922, evento que marcó la historia de la cultura en Brasil, dado que en él se presentaron los nuevos nombres del arte brasilero (músicos, arquitectos, pintores, escultores, poetas) y, sobre todo, las nuevas experimentaciones y rupturas del modernismo. La Semana posicionó al país junto al arte europeo de vanguardia y, al mismo tiempo, demostró sus fuertes tendencias nacionalistas; fruto de esta condición es la poesía Pau-Brasil, con particularidades que Oswald de Andrade desarrolla en 1924 en el “Manifesto Pau-Brasil”, llamado como el árbol que los conquistadores hallaron en esa zona de América a su advenimiento y que dio nombre al país.

El “Manifesto antropofago” fue publicado en la Revista de Antropofagia en mayo de 1928 en San Pablo, pero el texto está datado, alterando el calendario gregoriano, en el año 374 de la “deglución del Obispo Sardinha” y firmado en Piratininga. La propuesta es una insurrección contra cualquier estructura organizada y autoritaria del saber y del poder, establecida desde una concepción lúdica y agnóstica: Andrade intenta rescatar lo que se ha perdido luego de la consolidación y la evolución de diferentes sistemas —desde el Estado a la Estética, pasando por la moral y la gramática— en la conformación de un poder único. El nativo antropófago es parte del presente del hombre, porque con la exposición del desajuste cronológico y espacial, el pasado es parte del presente: la antropofagia es entonces una ley primitiva por rescatar, una constelación fuera de la limitada historia occidental “universal”. Conocedor de Hans Staden y de Montaigne, así como de los textos de Karl Marx, Friedrich Nietzsche y especialmente Tótem y tabú (1913) de Sigmund Freud, la radicalidad de las hipótesis del brasilero cuestionó incluso lo que era el cuerpo para el mundo occidental de la primera mitad del siglo XX. Un ejemplo es el famoso cuadro de Tarsila do Amaral, Abaporu: la reinvención del cuerpo es necesaria para des-jerarquizar el poder de la cabeza y la pura racionalidad, proyecto que algunos años después continuaría, desde Francia y sin conocer al antecedente, Georges Bataille en su revista Acéphale (1936-1939).
“Sólo me interesa lo que no es mío” articula el manifiesto de Andrade al inicio y con eso, la “única lei do mundo” establece una nueva posición política: la sustitución de la posesión por el interés por lo que no se tiene, dinámica que es producto de la devoración antropofágica. La creación del Estado está íntimamente unida a la apropiación, no solo entendida desde el sentido territorial o civil, sino también imaginativo. Siguiendo al investigador brasilero Alexandre Nodari, para las antiguas colonias el reto es cómo afirmarse a sí mismas cuando la apropiación colonialista fue el procedimiento para negar, desde el Tratado de Tordesillas y a lo largo de siglos, toda propiedad a las regiones del Nuevo Mundo y excluir a los nativos de todo derecho civil sobre las tierras, acción justificada en una supuesta falta de organización política que les impediría ser los dueños de la tierra al no estar sujetos a leyes (problema que sigue sucediendo en lugares como Ecuador y Bolivia, países en los que las comunidades originarias tienen representación en el discurso político).
Andrade y sus compañeros de la Revista de Antropofagia presentaban un “derecho antropofágico”, que se posiciona en el mundo pero sin someterlo, porque, desde una postura lúdica y entregada al ocio —entendido como gratuidad y desinterés—, no encuentra un fundamento real para hacerlo, y, por lo tanto, es una ley carente de aplicación que tampoco crea un propietario: como no hay diferencias entre lo propio y lo ajeno surge entonces la experiencia de lo común, por fuera de límites exclusivamente legales. En este sentido, no es casualidad que esta cosmología se presente en manifiestos, la estructura poética para hablar de un “nosotros”: así, la antropofagia es, para los europeos que la contaban, los americanos que la reescribían y los nativos que la ¿practicaban?, a la vez un proceso de pérdida de la identidad y la evidencia de una falta que se experimenta como problema para los exploradores europeos y como solución para los vanguardistas brasileños.
Ilustra esta entrada un detalle de la escultura O Impossível, III (1946), de Maria Martins.