La Historia como masa maleable: sobre «Civilizaciones», de Laurent Binet

Civilizaciones, la novela de Laurent Binet que imagina una Europa conquistada por los incas, en la mirada de Andrés Gómez Caram

Si la Historia fuera plasticina, Laurent Binet sería ese niño capaz de amasar una y otra vez cada trozo, mezclando los colores, logrando formas novedosas y, hasta entonces, inconcebibles. Civilizaciones (2019), su última novela, es uno de esos productos de la Historia como masa maleable.

Binet saltó a la fama con HHhH (2010; Himmlers Hirn heisst Heydrich, o El cerebro de Himmler se llama Heydrich), que le valió el prestigioso Premio Goncourt de Primera Novela y, en consecuencia, un éxito considerable en el mercado editorial. Entre la biografía, la novela histórica y el ensayo sobre el género, Binet se introduce en la Operación Antropoide, misión suicida llevada a cabo por patriotas checoslovacos con apoyo aliado que resultara en la muerte del Reichsprotektor de Bohemia y Moravia, el Obergruppenführer Reinhard Heydrich, número tres de las SS conocido como el Carnicero de Praga. En esta novela, el escritor toma una postura respetuosa hacia la Historia. Teme “alterarla”, es explícito en ello, y de forma continua advierte a sus lectores de los peligros de la novela histórica como género, de su cualidad de arma de doble filo capaz tanto de escribirla como de reescribirla. Le aterroriza convertir la ficción histórica en Historia.

En su segunda novela, La séptima función del lenguaje (2015), el parisino viaja otra vez en el tiempo, pero a un pasado más reciente y menos oscuro. A partir de la sospechosa muerte de Roland Barthes, se adentra en el mundillo de algunos de los principales intelectuales de la Francia de los 70 y 80, como Michel Foucault, Philippe Sollers, Julia Kristeva, Giles Deleuze, Jacques Derrida o Bernard-Henri Lévy. La novela no carece de humor y abunda en apariciones estelares muy disfrutables, como las de Umberto Eco o Noam Chomsky, entre otras.

En Civilizaciones, su última obra de ficción, retrocede en la Historia esta vez varios siglos y, sin ninguna clase de límites, juega con ella de la forma más libre e imaginativa, aunque siempre se mantenga del lado de lo verosímil. En la novela, América no fue conquistada por los europeos, sino que todo lo contrario: Atahualpa, el co-emperador inca, es derrotado en la guerra civil y, huyendo de su hermano vencedor y co-emperador Huáscar, termina desembarcando en la Lisboa de 1531 para sentar las bases de lo que menos de quince años después termina siendo un imperio iberoincaico europeo, rico en tolerancia religiosa y justicia social, transformando para siempre a Europa y América, y por consiguiente, al mundo.

Como buen marxista hijo de marxistas que es, Binet comienza la novela plantando las bases materiales necesarias para que, siglos más tarde, ante el encuentro con los exploradores españoles, los amerindios cuenten con mayores fortalezas tecnológicas —y biológicas— para hacerles frente, fortalezas que en Civilizaciones los indígenas americanos deben agradecer a los primeros exploradores vikingos de la Alta Edad Media. Cuando el Colón de Binet llega a Cuba en 1492, encuentra en efecto nativos con armas de hierro, ruedas, caballos y anticuerpos, todas cosas que el Colón histórico no encontró, ya que no existían en las “Indias” que había creído descubrir. Volviendo a la novela, la expedición fracasa y el genovés termina prisionero de la corona taína, que le permite seguir escribiendo en su diario, lo único que perdura de su viaje y que está mucho mejor escrito que el original, ya que el Almirante redactaba en una simpática e improvisada mezcla de castellano y portugués.

En esta parte de la novela y en el primer tramo de la siguiente, parece ser muy evidente la marca de La conquista de América: el problema del otro, de Tzvetan Todorov (1982). Si la obra del búlgaro indaga en la conquista española desde una perspectiva de la otredad, en Civilizaciones es como si Binet se pusiera en la piel de un Todorov azteca o inca, tal vez taíno, y escribiera sobre el encuentro de los dos mundos desde una óptica amerindia. El autor logra que el lector se desdoble de su yo imbuido de la perspectiva histórica y cultural occidental y alcance a apreciar, a través de los ojos de los refinados dirigentes incas, la superstición, la ignorancia y la irracionalidad presentes en el mundo cristiano del siglo XVI, es decir la barbarie que habitaba en los europeos y que su historia, nuestra historia, no siempre quiere ver o simplemente considera no tan “bárbara” como la amerindia: es común, por ejemplo, que los apologistas del genocidio en América hagan mucha mención de los crueles sacrificios humanos aztecas y no digan nada sobre las hogueras humanas que ardían en la Europa de la época. Los recién llegados incas, liderados por Atahualpa y sus fieles lugartenientes, no dan crédito a lo que ven —la brutalidad sanguinaria de la Inquisición, lo extraño de la liturgia católica como el persignarse o la eucaristía, la devoción obsesiva y enfermiza por la plata y el oro, lo obscenamente desigual de sus sociedades— y entre que no tienen vuelta atrás (porque los espera Huáscar) y que los cristianos no parecen tan fuertes, manejan la posibilidad de someter a esos bárbaros supersticiosos y toscos, incivilizados. Los planes comienzan a tener éxito para los conquistadores incaicos.

A partir de este punto, la fase anclada en la alteridad todoroveana parece ceder y el mundo alternativo que nos va relatando Binet toma sentido y se consolida página a página: los hechos históricos, casi invertidos, se tornan creíbles, al menos para una cabeza abierta. El poder inca se afianza en Europa y se expande por el mundo cristiano, al igual que su culto al Sol y sus leyes más justas en cuanto a libertad religiosa y distribución de la riqueza. Atahualpa le arrebata el éxito a Lutero —y luego un poco más— como reformador religioso y lo supera en el rol de conductor de las masas desposeídas campesinas, proyecto al que el fraile alemán le dio la espalda rápidamente. 

Aunque resulta evidente la simpatía de Binet por el bando amerindio, el novelista no cae en idealismos fáciles y complacientes de corte galeanesco. El personaje de Atahualpa, gran lector de Maquiavelo, puede ser duro y despiadado, y sus reformas agrarias son más alentadas por el interés de ponerse al pueblo de su lado que por un sueño de justicia social. ¿Es tal vez por esta razón que Binet deja fuera de su novela a fray Bartolomé de las Casas, editor de los diarios de Colón y uno de los principales defensores del indio de la época, y sí incluye a su némesis Juan Ginés de Sepúlveda? Pudo ser simplemente para no complejizar más —no había, en sentido estricto, indios que defender—, para cuidar la figura del fraile dominico, o como simple venganza de un declarado enemigo del indio como Sepúlveda, quien sosteniendo esa posición enfrentara a De las Casas durante el debate conocido como la Junta de Valladolid.

Binet se toma total libertad, por su parte, al incluir a algunos de los personajes más célebres de la época, ya sea el cronista Pedro Pizarro o Miguel Ángel, Tiziano, El Greco, Cervantes, Lutero, todos los reyes, duques y emperadores de Europa, la obra de Maquiavelo o al mismísimo Michel de Montaigne y lo hace en el mismo espíritu lúdico y morboso que lleva a los aficionados a la Historia a leer una ucronía como Civilizaciones. Actúan de igual manera, lúdicas y morbosas, las analogías históricas y la inversión de hechos notables. Carlos V es secuestrado en vez de Atahualpa, este último se alía a los perseguidos por la Inquisición como Hernán Cortés con las tribus mexicanas sometidas por los aztecas, una figura anónima clava en la catedral de Wittenberg noventa y cinco tesis reafirmando la religión inca y su proyecto social igualitario y termina por destruir a Lutero… hay hasta una Malinche europea en la figura de Leonor, hermana del depuesto y finado Carlos V.

Al final de la tercera parte, Binet da un golpe de timón y sorprende: la invasión mexicana de Francia, aliada de Atahualpa. Un ejército azteca desembarca en Normandía y sus socios ingleses hacen lo suyo en Calais. El rey francés Francisco I, ya viejo y acabado, es derrotado y junto a lo más selecto de la nobleza gala se le arranca el corazón sobre pirámides aztecas, una de ellas construida en el Louvre (un guiño encantador, como el de Atahualpa usando la bandera arcoíris de emblema, ideado por Binet como para ofender a un lepenista). Los aztecas sacuden el equilibrio de poder y parece que se desatará una guerra entre estos y los incas en pleno continente europeo, pero se llega a una paz y ambos bandos conviven y comercian. 

La cuarta y última parte se siente casi como un epílogo, otro de los divertimentos con que se agasaja Binet. El pasaje se desarrolla algunos años después de la muerte de Atahualpa y su protagonista es Miguel de Cervantes, un fugitivo de la ley que cae preso en Italia y es luego liberado por un pintor griego de nombre Doménikos Theotokópoulos (El Greco), que lo lleva a Venecia para luego unirse a las tropas del Archiduque de Austria, enemigo del Inca y aliado circunstancial del Turco. Pelean en Lepanto (que en la historia bineteana tiene los bandos un poco trastocados), caen prisioneros y luego de pasar de mano en mano y ser liberados por Francis Drake, otra vez son encarcelados, ahora en Burdeos, pero luego de un brote de peste negra escapan y terminan en el castillo bordelés de Montaigne. Allí debaten, pintan, escriben y el Manco de Lepanto incluso se enamora. Pero la alegría dura poco y son detenidos nuevamente, aunque su fortuna mejora y en vez de sacrificados por la justicia franco-azteca, son enviados a Cuba a enseñar pintura y letras. 

La ucronía de Binet es de alguna manera positiva y optimista: su pasado alternativo no es perfecto, pero sí mejor que el que conocemos: Europa parece más libre e igualitaria, las maravillas artísticas de la época, de esos Bajo Renacimiento y Siglo de Oro tan ricos, parecen haberse realizado igual, aunque los cuadros de Tiziano tengan ahora de protagonista a Atahualpa en vez de a los Habsburgo españoles, Miguel Ángel trabaje en territorio ibérico o el Quijote escriba en la Cuba azteca-taína, mientras a unas cuadras El Greco pinta con los colores más exuberantes del trópico.

A no ser para los lectores de linaje noble europeo, la historia alternativa de Civilizaciones escapa del más usual escenario pesadillesco que suelen fabricar las ucronías: no ganaron los nazis y japoneses como en El hombre en el castillo (1962), de Philip K. Dick, ni el germanófilo Charles Lindbergh es electo presidente de Estados Unidos en vez de Franklin Delano Roosevelt, como en La conjura contra América (2004), de Philip Roth. Tampoco —por suerte— Binet malgasta energía en una ucronía de miras cortas y 90 millones de dólares como Érase una vez en Hollywood (2019) de Quentin Tarantino. Es probable que para todo aquel que no sea Borbón, Habsburgo, Hohenzollern o un ultraderechista recalcitrante, el occidente incaizado creado por el francés parezca bastante seductor.

No es un detalle menor el optimismo histórico de Binet. En una época en la que no parece avizorarse un futuro inmediato mejor, cuando abunda la narrativa y la producción audiovisual plagadas de gore sin sentido y sufrimiento fabricado exacerbado, Civilizaciones parece un ejercicio que, mediante imaginar otra Historia, podría ser útil para inventar el futuro, o al menos comenzar a pensar que el porvenir puede ser mejor. El Futuro, como la Historia, es maleable.

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