Volver a casa los domingos: sobre «Volver», de Pedro Almodóvar

En la semana de estreno de la última película de Pedro Almodóvar (1949), Gastón Lapaz vuelve sobre Volver (2006)

En “Para una versión del I King”, escribió Jorge Luis Borges “quien se aleja de su casa ya ha vuelto”, y cada día estamos más lejos o más cerca. Volver a casa es volver a la patria, al pueblo, al primer amor, a la primera letra. Volver a casa es volver a la virginidad de los sentidos, a ver, es volver a dormirse y despertarse de golpe y no estar. Volver a casa no es una elección, no es un anhelo: es incalculablemente inevitable. Nadie vuelve a casa en colores y con espejo retrovisor, nadie regresa acompañado, porque volver a casa es la soledad. En esa soledad está la incertidumbre de si la mesa estará servida o, tal vez, el comedor estará convertido en cenizas.

Y Volver, volver a Pedro. Siempre he creído en la continuidad narrativa de estos creadores y creo que esta historia continúa Julieta (2016). Que ese coche de Julieta, que se va o llega, aterriza en este pueblo donde tres generaciones de mujeres navegan el viento solano (¿de la locura y la muerte?: “Es el viento Solano que saca la gente de quicio”). Así, mientras Federico Fellini o David Lynch pintan —con su paleta de colores propios— sus personajes, Almodóvar los mira. Es el que mejor mira y el que mejor ve a las mujeres. No los rescata, pero tampoco los abandona: Almodóvar los sitúa a todos en un purgatorio terrenal (¿no es donde yacemos todos?, la vida: el purgatorio que borraron de la Biblia). En este caso, sus mujeres purgan sus pecados; el director titiritero preciso de sus personajes no les alcanza ninguna herramienta narrativa para salvarlos más allá que la verdad. En todas estas mujeres hay colores de la infancia, la belleza dulce de esa inocencia que Almodóvar no esconde en el ceremonial del relato.

Fotograma de Julieta, de Pedro Almodóvar

Volver a casa no puede reducirse a la palabra. Por eso, Volver tiene un queseyó de ruidos, ruido de puertas enormes que se abren por el viento, ruido a una calle poblada de silencios (“en el pueblo hay horas muertas”), ruido de un bucle de fotografías que se destiñen. Volver en dos relatos: 1. Volver a la superstición y los fantasmas, esos fantasmas de los pueblos que siguen allí—“si pudiera, limpiaría la tumba ella misma”. 2. Volver para salvarse, para reconstruir el relato a través de los fantasmas. 

Me gusta creer que quien no puede regresar para ver a sus fantasmas (sus espejos) no puede seguir (Le Pera: “Pero el viajero que huye, / Tarde o temprano detiene su andar, / Y aunque el olvido, que todo destruye, / Haya matado mi vieja ilusión, / Guardo escondida una esperanza humilde”) y es necesario cantar las canciones de hoy, de ayer y de siempre, para superar ese viento.

Pedro Almodóvar en el set de Volver, entre Penélope Cruz y Lola Dueñas

Siempre que volvemos está la muerte. La muerte materia y la muerte del recuerdo. En el escenario almodovariano, para no escatimar verdades, todo fue-llevado-a-la-mesa. Como mera escenografía (porque el retorno está en otro lado) la historia padece incestos, asesinatos, infidelidades, cánceres y violaciones (Gabo Ferro: “Me haré un tornado dulce, un perfume, una piel / Seré mi propio padre y así voy a aprender, / Que irse es volver a volver”). Pero ahora la hija es la que debe limpiar la tumba ella misma y la madre espera (Expósito: “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento”, ¿ser un fantasma?). Pero también el regreso es una promesa, “la gente vuelve para cuidar a otros”. Una madre que ha renacido del fuego para cargar las flores del perdón. Volver es una madre que se ha escabullido de entre la maleza para espiar a su hija cantar la canción que una vez le enseñó, “Yo venía del pasado, donde ella vivía”. Volver es enterrar a los vivos, y desenterrar a los muertos. Volver es desarticular esos molinos de vientos con aire manchego y entonces llegar. Volver atraviesa los ríos de sangre —el relato que fluye— para llegar.

Almodóvar siempre está llegando, intento de arcoíris para daltónicos, y más, ilusionismo donde el mago no conoce cómo se revelará el truco. Volver a casa es volver los domingos, y los domingos es volver al cine, y volver al cine hoy es ver el regreso de Pedro. “No me digas eso que me pongo a llorar y los fantasmas no lloran”, dice uno de sus personajes que sale de escena, pero podríamos decirlo nosotros cada vez que dejamos atrás una más de sus miradas.

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