Oda al amor efímero: sobre «Los exiliados románticos», de Jonás Trueba

Con Los exiliados románticos, de Jonás Trueba (1981), como excusa, Lucía Giudice reflexiona sobre las relaciones y el amor

Los exiliados románticos es una película para la generación que hoy atraviesa la crisis de los 30 o se aproxima inexorablemente a ella.  No la verán en cartel porque se estrenó en 2015 y no está llamada a ser novedad, como se supone tampoco lo están nuestras vidas a esta altura del tiempo y en esta esquina del mundo… Tampoco es una joya del séptimo arte y podría pasar desapercibida excepto para algún que otro cinéfilo. Yo no soy cinéfila, pero sí una persona queusa al arte como medio para regodearse en el barro de la autorreferencialidad. A continuación, entonces, no encontrarán reminiscencia alguna a los comentarios de Jackie Rodríguez Stratta. 

Los exiliados es una típica road trip que cuenta tres historias conjuntas, mínimas, sobre amores de verano efímeros, fracasados y reencontrados (¿no es este acaso el elenco definitivo de amores posibles?). Pero hay un truco extra: la película fue dirigida sobre el camino, sin guion ni más pretensiones que cumplir la fantasía de una noche de borrachera del director Jonás Trueba y sus amigos. Un verdadero ejercicio vital de meta-improvisación 

Lo que sucede en la hora y diez minutos que dura el viaje es levedad absoluta. Tan leve como un algodón de azúcar, pero tan complejo como pensar en la hechura de esa nube rosa tangible al inicio, que se disuelve sola cuando entra en contacto con la boca. Tan etéreo como algunas de las canciones de la banda sonora. Yo tendría que estar escribiendo una tesis en lugar de esta excusa, pero como dice uno de los exiliados cuando su amante de verano lo interpela, quizás demoro porque el día en que termine la tesis voy a tener que tomar decisiones. 

Insisto en la simpleza. Tres amigos, una camioneta-casa rodante naranja, la ruta con destino a Francia. No hay sobresaltos, ni siquiera pinchan una rueda en el camino. Uno maneja, otro es copiloto y el otro cabecea en la parte de atrás. Bien podría decirse que, como en la vida, en esta película no pasa nada. No pasa nada más que el encuentro sin grandes estridencias de tres varones, cada uno con una mujer, pisando los 30. Tres mujeres que podrían haber sido otras si el destino del viaje hubiese sido Italia o Dinamarca. Las historias no se cruzan entre sí, pero suceden al mismo tiempo. A los amigos los une el medio y el fin, que por momentos parece ser la despedida a una era. Pero no. Emprenden la autopista buscando los últimos amores de verano, como si ahí estuviese guardada la fórmula de la eterna juventud. 

Dicen que no hay mejor estación para encontrar el amor que el verano. Como si el bronceado en los cuerpos borrara por un rato el color muerte. Yo recuerdo mi primer amor de verano. Por supuesto no tiene nada que ver con las experiencias de estos amigos españoles entre Toulouse y París. Mi historia por lo contrario es digna de esta penillanura levemente ondulada. A los 14 años, en la plaza de San Gregorio de Polanco. Joaquín, que hoy debe estar más cerca de los 40 que yo de los 25. Confieso, me aterra volver a verlo y que su melena castaño-clara se haya reducido a una incipiente calvicie. Escribiendo estas líneas me pregunté qué sería de él y le mandé un mensaje confuso a una amiga apelando a su memoria y nuestra adolescencia compartida. En su audio responde: “lo bueno es que se estableció… o sea, la mamá de sus hijos sigue con él (¡por dios! ¡fue padre y más de una vez!) … encaró un poco más la vida, viste?”.  Y luego, la sentencia fatal que destripa cualquier fantasía: “así que nada que ver con el Joaco que conociste, jeje”. 

Luego vinieron otros amores, claro. Más densos, algunos más sufridos, otros afortunadamente mucho más leves que el propio algodón de azúcar. Pero algo comparten todos y cada uno: seguro ya nada es lo que era. Parodiando burdamente a Heráclito, podría decirse que nadie puede pasar por el mismo amor dos veces, porque ni los amantes ni el amor serán los mismos. A la mierda Campanella y El mismo amor, la misma lluvia. 

Vuelvo a los exiliados. Tres amigos, cada uno buscando sutilmente encontrarse con una mujer. El recorrido es acompañado con la música de una banda indie española prácticamente desconocida por estas latitudes: Tulsa. Muchas de las canciones son solo instrumentales, como “Himno al amor”, que sencillamente se desprende de una cajita musical (como si el amor fuese prologado por un cuento de niños a la hora de dormir). La cantante de la banda acompaña de forma casi espectral, porque aparece cantando en cafés a los que van los exiliados, en fiestas y en la propia camioneta. Y acá la “Oda al amor efímero” cuyos versos se repiten en varias escenas a través de la voz melanco-resaqueada: “Podría pasarme la vida lamiéndome las heridas y aún no cicatrizarían / Mejor me levanto y salgo de este estéril letargo / Y vuelvo a empezar a empezar a creer que hay alguna opción de ganar.” 

Primer exilio. Francesco se reencuentra con Renata. Entre citas a Natalia Ginzburg, él enuncia Molto paura, e questo sono el motivo per il viaggio, no?”, listando algunos de sus miedos y enfatizando las diferencias que los separan… a ella le gusta vivir en Toulouse, a él en Madrid. Una excusa. Quizá para mentirle, quizá para negarlo, quizá para que el desencuentro de ese amor se sostenga en la distancia del tiempo. Canta Drexler en mi mente (en un italiano a la uruguaya) “Lontano, lontano nel tempo Qualche cosa negli occhi di un altro / Ti fará ripensare ai miei occhi, I miei occhi che t’amavano tanto.” Y entonces surge claro que lo que sostiene la aventura onírica de los amores de verano no es la estación, sino la distancia. Sean los Pirineos, el Atlántico, el Río de la Plata o la extensa llanura que nos separa. Que bella es, al final, la distancia. El amor existe, como dice Peri Rossi, como un fuego para abrasar en su belleza toda la fealdad del mundo. 

Segundo exilio. Luis se encuentra con Isabelle, que los invita a todos (los exiliados más Renata) a una cena en lo que no se sabe si es una casa de familia o una comunidad de amantes regenteada por un sabio veterano inglés. Ella, además de exponer delante de todos que él debe la tesis, declara que, conmovida por la muerte y el sufrimiento ajeno, decide emprender la búsqueda de un hijo. No importa con quien, quiere ser madre. Y, como quien no quiere la cosa, tira la rata muerta arriba de la mesa: la ya clásica discusión hijos sí-hijos no. Natalia Ginzburg de nuevo y la referencia al cuento Las pequeñas virtudes. En un tándem parecido a como debería ser la concepción responsable, Renata recita en Italiano y Francesco traduce en paralelo: “Respecto a la educación de los hijos, pienso que tenemos que enseñarles no las pequeñas virtudes y sí las grandes: no el ahorro, sino la generosidad y el despego hacia el dinero; no la prudencia sino la valentía y el desprecio hacia el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor a la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber.” A mí no me enseñaron nada de esto. 

Tercer exilio. Vito es el más aferrado al verano. Se encuentra en los Jardines de Luxemburgo con una indisimulable parisina. La escena inicia con él diciendo —en un francés torpe, infantil y esforzado— “hay un poema que me gusta mucho…(¡buah!) es un poema sobre un hombre que sueña con una mujer a la que ama. Esta mujer invita a ese hombre a visitarla a París.” (¡No, Vito, ¡no lo hagas…mirala como te corrige la pronunciación!). A pesar de la mirada complaciente de la chica —que jamás imaginó esto después del par de noches intrascendentes que pasaron juntos en algún balneario español—, Vito renuncia al infructuoso discurso oral y le entrega el escrito que venía ensayando. Ella lo lee en voz alta, pausando la lectura de tanto en tanto para comprobar que tiene en frente a la más vergonzosa declaración de amor de un cuasi-desconocido. Pero gana la piedad. El rechazo sincero se resume en risas incómodas y un conjunto amable de recomendaciones turísticas para el caso de que él se quede unos días en París. Sin ella, por supuesto. 

En comparación a sus dos amigos que volvieron a probar un poco del elixir estival, lo esperable es que Vito vuelva destruido a la camioneta. Y, sin embargo, el amor. Lejos de la derrota, lo invade un entusiasmo vital que contrasta con su actitud inicial: “me siento muy bien, el corazón casi se me sale por la boca, he empezado a temblar”, le comenta a Luis. Porque a veces basta con prender por un rato la máquina. Un roce, una torpe declaración de amor, una fantasía que chamusque un poco esta breve y absurda comedia

Otra estrofa de la Oda… “Podría por fin demostrarse que todo es un sinsentido / Y aún no existirían los caminos / Podría hacerme leer la mano seis veces al año / Y aún no sabría dónde ir”. Es que quizá no haya a donde ir y los exiliados románticos por eso deciden hacer un último viaje o el primero de muchos. No sé en dónde ni cuándo, pero pareciera que hay un portal que se abre en un momento preciso y nos conduce a esa cosa llamada “edad adulta”. Los exiliados quizá viajan evitando ese lugar. La adultez, como la muerte, nos llegará a todos, pero lo que nos venden es otra cosa: o se es joven, o se es adulto. Vaya contraposición controladora mata pasiones. Ser adulto reclama orden, lavar religiosamente la loza después de comer, decir “loza” en lugar de “platos”, poner límites, convertir las remeras estampadas en franelas lustramuebles, tener hijos a quienes disciplinar para que el día de mañana crucen dócilmente el mismo portal al que antes nos empujaron a nosotros. Y entonces es como si todo lo bueno quedara allá, del otro lado del tiempo, cuando éramos jóvenes y bellos. 

Nos miro y me pregunto qué nos pasó. Un día estamos con nuestra mochila, viajando con lo puesto, y al otro perdiendo el tiempo en las fiestas escolares de niños que algún día también serán adultos. Una noche llorando en la puerta del boliche o meando atrás de un contenedor y hoy en esta cena obligada de sushi vegetariano. ¿Cuándo sucedió todo esto? Nos miramos entre nosotros sin poder reconocernos fielmente. No sabemos si queremos casarnos, si tiene algún sentido hacerlo, si hay que tener hijos o ligarnos las trompas definitivamente. Si quemar nuestro sueldo en todos los excesos que podamos o llevar un Excel perfectamente ordenado de nuestros gastos. 

Llegamos a la edad en la que nuestras madres nos parieron y al final era todo mentira. Acá no hay certeza alguna. Es una trampa. Pero resulta que no todo está perdido. Con un poco de suerte, mientras estén abiertos los bares, tendremos la chance de meternos desnudos al lago donde terminan los exiliados románticos, y quedarnos ahí… salpicándonos agua helada unos a los otros, para que los amores se extiendan un poquito más allá del verano, estallen los relojes y lo efímero se vuelva infinito. 

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