Matías Rodríguez escribe sobre One Piece, el manga de Eiichiro Oda que se convirtió en la historieta más vendida de la historia
El manga, como todo medio de entretenimiento, tiene sus demográficas pre-establecidas que apelan a las sensibilidades de diferentes franjas etarias, género de sus consumidores y demás. El manga de aventuras, orientado a la demográfica masculina de jovenes entre 12 y 18 años, se conoce como Shōnen. Ejemplos son clásicos de renombre mundial como Dragon Ball (Akira Toriyama, 1984), Naruto (Masashi Kishimoto, 1999) o One Piece, considerado popularmente como el tercer pilar fundamental del Shōnen moderno. Dibujado y guionado por Eiichirō Oda y publicado initerrumpidamente por la revista Weekley Shounen Jump desde 1997 hasta la fecha, con mas de 450 millones de copias vendidas a nivel mundial, One Piece es actualmente el manga más vendido y cuenta, además, con una exitosa adaptación televisiva, numerosas películas y videojuegos, lo que lo transforman en una de las franquicias más redituables del mundo.
Todas estas aclaraciones sobre el género y el éxito de este manga son importantes para esta pequeña reseña, porque el contexto sociocultural en este caso importa muchísimo: el Shōnen exuda todo lo que la sociedad moderna japonesa se ve obligada a barrer bajo la alfombra en pos de la gran maquinaria post-capitalista en la que transcurre la vida del joven japonés promedio y en esta evasión complementaria a la vida diaria reside el éxito del formato.
Pero hablemos un poco de One Piece, que para eso estoy ocupando descaradamente este espacio.
El manga cuenta la historia de Monkey D. Luffy, un adolescente de un pueblito costero que, tras ingerir por accidente una fruta con propiedades mágicas, se convierte en un hombre de goma. Puede estirarse, contraerse, inflarse como un globo y desplegar todo un arsenal de ataques completamente estúpidos y caricaturescos. Luffy se cría un poco a la deriva, deambulando entre bares y hombres de altamar, y sueña con ser pirata, pero no cualquier pirata: Luffy quiere ser el “Rey de los Piratas”. Para ello se embarcará en una pequeña balsa de madera con la intención de reclutar a su futura tripulación y encontrar el tesoro conocido como “One Piece”.

Hacía mucho que tenía en pendientes leerlo, mitad porque hasta el momento el concepto me parecía simplón y trillado, mitad porque One Piece tiene nada más y nada menos que ¡979 capítulos! Sin embargo, para mi total sorpresa, el manga se sostiene olímpicamente por al menos sus primeras 450+ entregas: tiene la magia y la frescura de las mejores historias, los personajes tienen dimensión y problemáticas con las que te podés identificar perfectamente, sus interacciones son tan naturales como las de tu grupo de amigos de toda la vida, la narrativa es excelente, no es sobre-expositiva (uno de los peores vicios del Shōnen), la historia se cuenta con acciones y no con diálogo y el mundo se siente rico y lleno de vida, de tramas paralelas que cada tanto se cruzan con la historia principal.
Ni hablemos de la calidad del dibujado. Oda es un tremendísimo artista, que encuentra fortaleza en la elasticidad de sus diseños, en las múltiples formas de sus personajes y en los colores. La forma de transmitir movimiento y acción, la expresividad de sus personajes… todo está al servicio de la emoción. Oda explota el medio gráfico del manga para darle vida a algo que solo puede ser contado en este medio y de esta forma.
Uno de los elementos que más me interesó fue, obviamente, el mismo Luffy y su importancia en la vida de los demás personajes. Luffy es, durante la mayor parte de la historia, un preadolescente, infantil y caprichoso, alegre y desenfadado, y su pasión por la aventura es casi animalesca, así como su conducta respecto a los códigos adultos es completamente anárquica. Luffy es puro instinto y decisión. Hay poca reflexión y mucha fisicalidad en su accionar. Es un niño a la enésima potencia, pero lejos de jugarle en contra, estos “defectos” se convierten rápidamente en virtudes y complementos necesarios en la vida del resto de la tripulación.
Su personaje no necesita hacerse adulto para inspirar a los demás. Por el contrario, Luffy actúa como puente entre la indecisión y los miedos de los integrantes de su tripulación (en su mayoría jovenes adultos) y la visceralidad de la juventud, la pulsión que olvidamos cuando arrastramos demasiado peso. Ejemplos sobran: Usopp, el pirata cobarde e inseguro, va encontrando progresivamente la autoestima para dar fuerza a sus talentos creativos y su inventiva (subvirtiendo el arquetipo típico del manga, en el que toda virtud masculina deriva de la fuerza fisica); Zoro, el cazarrecompensas solitario de la tripulación, aprende a bajar la guardia, encontrando un nuevo propósito como protector de su nueva “familia”; Nami, la cartógrafa/estafadora, tras una vida de correr y mentir para sobrevivir, se inspira en Luffy para dejar de escapar y afrontar sus problemas, con la ayuda del resto de la tripulación.
Cada Nakama (camarada de tripulación, aliado) es vital y necesario.
Otro elemento rupturista para lo que es el género: rara vez sentí que “la muerte” o “el miedo a la muerte” fueran importantes en la trama. Estamos en la piel de un personaje que (como nosotros a su edad) se siente inmortal. La historia no solo evita caer en ese arquetipo usado hasta el hartazgo, sino que se encarga de que como lectores temamos por la pérdida de las cosas que son importantes para los protagonistas: la lealtad, los vínculos, la amistad. Ninguna diferencia de poder entre el villano de turno y el protagonista se siente más amenazadora que el momento en el que Luffy decide (a su pesar) que su amigo de aventuras no puede seguir entre los Strawhats. Porque para los Strawhats no importa la muerte, que es parte de la vida pirata: lo que realmente importa en esta historia es vivir bien, ayudar al otro a alcanzar sus metas.

Como reflexión final quería volver un poco sobre la importancia y la riqueza de esta narrativa, considerando que es un manga que apunta a varones jóvenes, con todo lo que esto implica. Hablando con mi amigo por correspondencia, Victor Shimabukuro, estudiante de sociología de la universidad de Tokio, hemos tocado el tema varias veces y me ha contado un poco interpretación y cómo lo conecta con la ansiedad social prevalente en Japón. En un país donde los roles de género definen desde el lenguaje hasta las interacciones sociales, la exteriorizacion de los sentimientos e inseguridades entre varones es comumente percibida como una debilidad y la represión, ansiedad social y alienación entre los jóvenes se ve reflejada en una alta tasa de suicidio, problemas psicológicos varios, inmadurez e ignorancia en el ámbito sexual, etc. En consecuencia, los medios a los que la sociedad japonesa recurre en su tiempo libre para evadirse influyen directamente en su cosmovisión.
Para el joven japonés medio, la valorizacion del trabajo en conjunto por sobre la canibalización sistémica de tus compañeros es un valor raro, y es a menudo opacado por una fuerte culto a la competitividad. Cuando el Shōnen aborda el mismo tema desde el nihilismo y la impotencia, tenemos series como Neon Genesis Evangelion (Hideaki Anno, 1995), una desconstrucción derrotista sobre las fantasías de poder y el colapso de la salud mental bajo la presión familiar y social. Por otro lado, cuando el Shōnen prioriza la fantasía de poder sin contexto, y la ejecución no es clara, tenemos series como Dragon Ball Z (Akira Toriyama, 1989), una franquicia en la que los protagonistas viven en una suerte de meritocracia mágica, en la que se hacen desde abajo, entrenando obsesivamente para sobrepasar a sus adversarios (incluso relegando a un segundo plano elementos como la familia, los personajes secundarios más débiles, etc.): una celebración al fisiculturismo eterno que termina emitiendo un mensaje vacío sobre el “progreso personal”. La ejecución es muy importante en este tipo de medios, sobre todo cuando la serialización infinita termina sepultando el mensaje original del creador.
Suena un poco cliché a esta altura, pero que la clásica fantasía de poder sea subvertida en favor de los valores vinculares y de respeto por las fortalezas individuales como sucede en One Piece es un respiro para el género y para mí como lector.
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