August: Osage County (2007), obra de teatro de Tracy Letts que fue adaptada al cine por John Wells en 2013, revisitada por Gastón Lapaz
Agosto fue escrita en el año 2007, pero tiene color a mitad del siglo veinte yanqui. El juego planteado parte de una escenografía de una casa laberíntica, en donde el autor ha encerrado a estos personajes absolutamente perdidos.
Sin perjuicio de las edades diversas de los integrantes de la familia Weston, todos podrían estar en el medio de la vida como dijera el Dante de la divina obra (o el bueno de Lebón). Agosto, por su parte, abre juego con “…qué larga es la vida… T. S. Eliot” en la voz del futuro suicida y pone el epílogo en la primera escena para romper los moldes. Más allá de la chicana de la revelación evidente del poeta sobre la duración de la existencia, prefiero quedarme con cuan cerquita nuestro suena Fernando Cabrera, que —más fuerte— dice que la vida es más larga cada vez. Agosto cuenta la historia de gente a la que la vida se le hace más larga cada vez: cada vez que regresa, cada vez que se piensa, cada vez que recuerda, cada vez que interpela, cada vez que vive un poco más. Agosto es una condena de agosto, que es siempre, y de un pueblito perdido que es todo.

El futuro suicida —de condición desaparecido durante media obra, el Sr. Weston— es la excusa que va a poner el autor para acorralar esa familia. Salvo que Luis Buñuel los rocíe con El Ángel Exterminador (1962), la única forma en que se puede poner en observatorio todo ese compendio de caracteres es en un pueblo perdido a las afueras y con el motivo de una desaparición-muerte-suicidio-quepasó. Y no hay Buñuel, porque no hay nada surrealista: eso está en la atmósfera, en la de la casa y en la otra.
A mí me huele más bien a La ciénaga (2001) de Lucrecia Martel, la humedad de Agosto-agosto en esta casa que nadie ventila en Oklahoma. La vida —por oposición a la muerte del padre de familia, que mientras es buscado yace en el fondo del mar, la muerte-liberadora— otra vez como el purgatorio que borraron de la Biblia.
En Agosto el único que ha coronado y clavado las agujas es el que ha partido. El resto de la familia padece la realidad, representada en este pueblo rural, donde el tiempo no transcurre o, lo que es peor, se burla de sus habitantes. Ese es el caso del sheriff de turno, que sigue lamentando su llanto en el baile de graduación adolescente veinte años atrás y ha sido concebido por el borracho y ladrón del pueblo. Condena de la incongruencia, dice el texto.
Tres generaciones purgando los pecados de las anteriores, cargando con su propia perdición ante el velatorio del patriarca —que parece reír toda la obra en un segundo plano como lo hizo ya en el prólogo-epílogo— y ante el juicio final de la matrona Weston el gran relato de la obra, esta mujer que hace uso y abuso de su victimización como de su información (hermosamente interpretado por Meryl Streep en la versión cinematográfica del 2013). Esta mujer —la señora Weston—que parece ser la única que conoce el juego: la muerte no importa, y como bien le grita en soledad a su difunto esposo “yo no voy a llorarte querido”; nadie va a llorarlo, todos están tratando de interpretar su papel ante el evento (el meta-teatro), mientras por dentro solo quieren escapar.

Es que nadie quiere llorar la muerte: eso no es lo que importa. La hija mayor, y contrapunto de la potencia escénica del relato de su madre, lo dice a todas sombras: “ahora mando yo, este es mi momento, déjenme gritar”. Agosto es para todos solo una pesadilla de la que no saben si quieren despertar o no. Despertar será ver que el agobio sigue; y que esta pausa del encuentro —este parate del tiempo en un pueblo del que solo se puede estar de paso— se va a quedar con nuevas fotos que son viejas antes de revelarse.
Agosto es la mentira, las drogas —pero más las sociales que las otras— las promesas incumplidas, y un futuro atronador; Agosto es una madre que condena a su hija por la muerte de su padre y es a su vez esa hija que le pide prometer a la suya que no se muera antes que ella; Agosto es el mejor papelón del impostado relato familiar sistémico, atravesado por una serie de dagas que hacen implosionar el esquema por dentro; Agosto es una casa en descomposición, que debe abrir sus ventanas para que la luz queme los secretos que no guardan el misterio, sino que esos secretos sostienen un poster de Dorian Grey —¿o de una familia de Dorians?— que se descompone atrás del libro de T.S Eliot, tal como se descompone el relato feliz de esta familia, e incluso el relato de piedad ante la violenta despedida fúnebre.
Agosto tiene como virtud que se determina a sí misma. En un relato que refiere al padecimiento, al soportar las penas de sus personajes y sus historias fallidas, incluso las futuras de los más jóvenes, que ya no pueden ser salvados: el texto abre con un suicida que confiesa su futuro accionar al único personaje fuera-de-sistema de la obra: la nueva empleada de la casa, una joven y lúcida india cheyenne. Este personaje acompaña los acontecimientos del relato, incluso soportando los ataques racistas por parte de la agresiva Señora Weston, con una mirada diferente de la realidad, una visión que excede los materialismos que padece el clan que la convierten en el único espacio de paz de la obra. La obra que efectivamente se cierra sola, con la india cheyenne cantándole en el oído a la señora Weston para calmarla, para que siga padeciendo en colores, cuando la pesadilla haya terminado. Todos se han ido, y la casa y el pueblo vuelven al silencio.
La historia se cierra a sí misma: agosto ha pasado, pero la tragedia sigue. Este relato parece ser más irreparable que el de las tragedias shakesperianas que tienen la muerte al final. Aquí, con el orden invertido, la muerte es una excusa, porque el pozo de agobio lo crean los vivos. Lo crean estos relatos devotos del fracaso, estos relatos que —luego del caos— vuelven a la carretera y destapan los relojes pero solo para volver a romperse contra la pared de un destino autodeterminado, que a sabiendas de su precipicio se divierte ante el absurdo del teatro de la vida, de un velatorio circense en el que el muerto no quiere despertarse. Mientras, acá y ahora, ya en nuestro diciembre a clima invertido y en pandemia, una india cheyenne nos silba una melodía que anestesia mucho mejor que las pastillas de aquellos personajes o que nuestra carrera de vacunas.
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