A partir de la publicación de Zen’nō, de Karen Andrea Reyes, Ramiro Sanchiz reflexiona sobre las nuevas modulaciones de la ciencia ficción y el weird
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¿Hay una historia? Si la hay, es así: hace más o menos 10.000 años un primate terrestre desarrolló una forma de tecnosimbiosis con ciertas especies vegetales; esto permitió sostener números crecientes en la población del primate y, de paso, generó un excedente de producción y, por consiguiente, produjo la noción misma de “producción”. De pronto el primate concibió la idea de que había algo llamado “naturaleza” opuesto a un “nosotros”, y que la primera servía al primero, le resultaba útil, se le resistía, cedía, era doblegada, era forzada a la producción, o era el desierto, la tierra baldía, inútil, extendida a un vasto bestiario de criaturas que no servían para nada o eran incluso perniciosas. Pronto, el primate ya había extendido su esfera de influencia a otras tantas especies; no faltó mucho tiempo para que empezara a incidir en el éxito genético de aquellas que le servían de alimento y/o medio de producción. Este circuito tomó el camino de la retroalimentación: pronto los números del primate empezaron a crecer, y a crecer, y no hubo que esperar mucho tiempo para que la navegación transoceánica instalara redes de comercio (todas proliferadas a partir de aquel excedente primitivo) que cubrieron el planeta y a su vez potenciaron la cobertura de toda superficie por o bien los tecnosimbiontes vegetales y los animales, o bien la secreción mineral, metálica y también orgánico-sintética con la que el primate apuntaló aquella separación postulada entre su “nosotros” y “la naturaleza”; el mundo, para el primate, empezaba a cubrirse (a ser sustituido por, a la vez que se producía el circuito compensatorio de regreso a la naturaleza, su mística, sus relatos de mundos verdes habitados por elfos de los bosques y enanos de las montañas) de algo que debía ser llamado “artificial”. Esta fue también una pauta de tecnosimbiosis, ya no con entidades para las que el primate había producido el concepto de “vida” sino para otras tantas que habían permanecido por fuera de esa categoría, basada en las nociones de replicación (o reproducción) e intercambio energético (o metabolismo). Pronto, toda esa secreción empezó a reproducirse y a metabolizar, pero a través del primate, en una relación entre entidades equivalente a la que el primate concibió para dar cuenta de entidades que obligaban a los arreglos de células vivas —u “organismos”, o también “individuos” y “colectivos”— a fabricar copias que después sostendrían relaciones tecnosimbiontes con otros organismos. El plástico y la “tecnología” empezaron a metabolizar y a reproducirse desde y en el primate, a la manera de los llamados virus, y pronto empezó a ser fácil comprender que en una primera instancia aquella separación entre “nosotros” y la “naturaleza”, posteriormente devenida la división entre lo “natural” y lo “artificial”, tanto como lo “vivo” y lo “muerto”, había sido por completo ficticia, “artificial” si se quiere. El primate, es decir, jamás había dejado de ser parte de esa “naturaleza” desde la que se definió demarcándose, distanciándose y definiéndola, produciéndola tanto como produciéndose, y del mismo modo sus edificios y sus autopistas no eran en el fondo distintas a los bosques y los arrecifes que casi habían terminado de desplazar o aniquilar. Resultó, entonces, que el primate había puesto en movimiento fuerzas que no habían hecho otra cosa que definirlo, que producirlo en oposición a eso que debía entenderse como materia prima o sustento, y así cuando esa “tecnología”, heredera de aquel excedente, de aquel comercio que devino global, de la creación de inteligencia en los mercados, pudo intervenir en los mecanismos de replicación y morfología del primate, el primate en tanto tal, en tanto aquello que había sido producido, esa “humanidad” ficticia, hipersticional, simplemente desapareció. Con el paso del tiempo las tecnologías se distribuyeron inequitativamente, y no fue necesario esperar demasiado para que ciertos estratos divergieran en su genética, algunos por intervención de ese proceso al que se llamó “tecnocapitalismo” —que producía a la par desigualdad, desequilibrio y lo que los primates, que jamás dejaron de pretender ser algo diferente a la “naturaleza” y, por tanto, no vivir bajo las mismas reglas, entendieron como una crueldad trascendente aliada del mal y la entropía, produciendo así otra capa de configuraciones simbólicas que producía más sujetos y más relatos, entre ellos el del fin, el de la extinción, el del agotamiento— y otros tantos por la acostumbrada deriva mutacional sometida a los cambios en el entorno, alimentados por el propio proceso tecnocapitalista y su incidencia en el clima global y la configuración de la superficie terrestre. Tómese el punto de origen y tómese esta dispersión genética, principio y fin de una especie, y llámese al movimiento hacia la dispersión la dirección del “futuro”; una y otra vez, ese “futuro” viajó hacia atrás para intervenir (y retroalimentar) el presente, generando historias alternativas, senderos que se bifurcan, relatos divergentes, ciencia ficción, esquemas de posibilidad, fantasmas.
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Cuando el primate se construyó a sí mismo en su díada de oposición con la naturaleza, en tanto par de gemelos, en tanto sicigia, implementó una tecnología a la que llamó “literatura”, que consistía en la tensión y articulación del lenguaje orientada a nombrar lo que no estaba allí. El primate había desarrollado el lenguaje por necesidad, porque a diferencia de otros animales (esos que se las arreglaron bien con garras o dientes o alas o velocidad) necesitó eso que después se llamaría inteligencia y que se desplegó en redes colectivas de colaboración y solidaridad. Esas redes debían tomar como punto de partida la enunciación de la verdad (ante una situación comprometida era necesario creerle al otro) tanto como permitían la articulación de mentiras (y la forma narrativa básica de esto es el cuento del Pastor Mentiroso). Replegado sobre sí mismo, el lenguaje (que se había esparcido por los primates como un virus) reguló y administró la tensión entre verdad y mentira, y produjo una mentira inofensiva, decorativa y también instrumental, imprescindible para la propagación de todas las tecnologías lingüísticas de socialización: la literatura. Así, gracias a esto, la organización económico-social del primate se volvió más y más compleja, y la literatura en tanto sobrecodificación de la(s) lengua(s) devino tecnología creadora de mundos posibles retroalimentados sobre el real: a esto, después, cuando el tecnocapitalismo permitió la conexión global y aceleró la circulación de virus lingüísticos, se lo llamó “hiperstición”: dioses, naciones, estados, individuos, destinos, todos ellos procesos socializantes edificados sobre la base de ese pliegue de la lengua llamado literatura. Con el tiempo, la Literatura proliferó y se diversificó, centrada en la producción de lo humano; acelerada por todos los procesos productivos en retroalimentación positiva, engendró partenogenéticamente a su hijo, la Ciencia Ficción, que comenzó como esa zona (¿ese órgano?) de la Literatura destinado a compensar el circuito productor de lo humano mediante la invención de lo no-humano, lo alien. Pero la Ciencia Ficción —que sostendría con su madre relaciones complicadas, huiría del hogar materno, vendería su primogenitura por un plato de lentejas y después regresaría, como el hijo pródigo, para empezar a concebir el necesario gesto de Orestes— también creció y se diversificó, y en su articulación de lo no humano se hizo cargo del futuro. Todos los retornos del hijo pródigo al seno materno trajeron esa infección de lo que aún no está pero acaso pueda estar: ninguno de los futuros fue real (¿cómo podía serlo la ficción?) pero muchos persistieron como fantasmas y alimentaron los procesos del tecnocapitalismo, encauzándolo en sus tropismos y formateando sus órdenes emergentes. La ciencia ficción se volvió el lenguaje de lo otro posible: embrujó la casa de la literatura y jugó entre las tumbas, pese a que su madre le había prohibido hacerlo (se sabe que la ley del padre es no toques a tu madre y la de la madre no juegues entre las tumbas; la ciencia ficción produjo esta noción bajo los nombres de Wintermute y Neuromante, pero esa es otra historia). Cuando su madre languidecía en agonía, se acercaba para nutrirla y hacerla mutar, para compartir código aberrante y mutágeno, y si alguna vez se pensó que terminarían confundidos, madre e hijo, no faltaron los procesos policiales que intentaron separarlos. A estos últimos se los llamo “política literaria”, y una vez más se habló de “géneros menores” para cuarentenar el foco infeccioso. Pero, como sabemos muy bien y en carne propia a partir de 2020, eso es tan imposible como inevitable el contagio. Literatura tenía sus psicofantes, como los amigos de Elvis o Maradona o Freddy Mercury, esa entourage parásita que apuntaba a volverla siempre idéntica a sí misma alejando todo lo nuevo, pero Ciencia Ficción sería siempre más fuerte, porque no conocía otra ideología que el cambio ni otro sujeto que la cibernética. Y por esa razón también Ciencia Ficción quedó contaminado/a/e/x del humanismo maternal.
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Por ejemplo, una idea recurrente en la ciencia ficción es la de la “resistencia de lo humano”, que en tiempos como los nuestros, de pandemia y de crisis social y política (como lo son todos los tiempos), se ha movido hacia un lugar de relieve en el sistema de producción cultural. Hay una cultura de la resistencia, un ideal de la resistencia, que concibe un nosotros opuesto al ellos invasor, al virus, a todo aquello que aliena a la vez que vulnera. Esa cultura (que aspira a dar significado a nuestros esfuerzos y sufrimiento) a veces mira al pasado y a veces mira al futuro; si hace esto último —si es ciberpositiva, y lo será siempre, tarde o temprano— hackea al invasor en ciberchamanismos de alienismo folk, invade su lengua, engendra mutantes del encuentro entre los códigos en oposición. Pero si se esfuerza por compensar el circuito proliferante, en ponerle freno, sólo revive el viejo humanismo del nosotros creando otro mundo de ficción, el del Origen, el de la Esencia, la Identidad en su sentido más impermeable y mortuorio, como aquello de Mallarmé sobre la eternidad que al fin en ti mismo te cambia. Podemos pretender volver a Olduvai o podemos ser afrofuturistas: en rigor no elegimos nosotros, sino los circuitos de producción. Sin embargo, en esa larga pauta de interferencia entre las señales de la literatura y la ciencia ficción, no son pocas las obras ejemplares que han recurrido a la resistencia de lo humano. En las distopías clásicas el sujeto producido por el orden social anterior a la crisis (esa crisis que terminó por producir el orden social nuevo y considerado negativo por el pacto de lectura implícito al género distópico) permanece disminuido, atomizado y/o disperso bajo la forma de la resistencia: aquellos que sueñan con cambiar el orden injusto para volver al anterior, los recurrentes Julia y Winston Smith, o Guy Montag y Clarisse McClellan. Cuando entienden imposible el cambio, estos personajes huyen: fundan comunidades alternativas en las que se “vuelve” al orden anterior, como las granjas en El mundo interior, de Robert Silverberg. Mark Fisher escribió sobre esa fantasía del “retorno” en su ensayo “Terminator vs. Avatar”, y su conclusión fue, simplemente, que en el fondo nadie quiere volver al falso Edén de la esencia natural humana (porque no existe, porque no es deseable, aunque la alternativa sea Skynet —y lo es). Otra manera de pensarlo es en términos de lo atávico: por supuesto que los futuros de la ciencia ficción no se parecerán jamás al tiempo “real” que juegan a describir: en el ciclo de Fundación de Isaac Asimov, cuyo mundo ficcional podemos presumir separado de nosotros por decenas de miles de años, los personajes se comportan de la misma manera sus lectores: como “seres humanos”, en tanto los entendíamos en el siglo XX. Las dos series clásicas de Star Trek aluden a un momento histórico posteconómico y postsingularidad propuesto hacia los siglos XXIII/XXIV, pero lo que hace a lo humano —lo que conforma a los personajes en términos de la caracterización literaria— no ha cambiado (¿cómo podría presentarse ese cambio si estas ficciones están escritas ahora, antes de esos cambios? O, planteado de otra manera, ¿cómo podría ser legible ese cambio si las obras son leídas ahora?), y las “emociones” de Picard o Kirk son fácilmente decodificables por sus espectadores del siglo XX/XXI. El relato “literario” de lo humano simplemente apela a una esencia: eso que no cambiará pese a los procesos tecnológicos. De hecho, esta idea procede por oponer lo humano a “la tecnología”, del mismo modo que aquel primate se había producido como ajeno a (y usuario de) la “naturaleza”; pero entonces, ¿qué es la tecnología? La tecnología eres tú. La resistencia humana, simplemente, señala que no hubo jamás cambios en la esencia (por eso es esencia) y que a la vez hay que resistir a las tecnologías invasoras, alienantes (en cierto modo, por cierto, es como decir que Dios no existe y además es malo). A la vez, incluso ficciones en principio no tecnófobas —como Star Trek— operan mediante una suerte de apelación al equilibrio o a la justa vigilancia de los límites entre lo humano y lo tecnológico: dejemos pasar la tecnología hasta ese punto en que empieza a alienarnos, y ahí cerremos nuestras puertas y tiremos nuestros celulares por la ventana: no pasarán. La ciencia ficción es un mecanismo por el que el futuro se produce a sí mismo, pero fue hackeado hace tiempo por la literatura, y allí apareció lo humano reptando hacia su lugar central y abanderándose de la resistencia. Por supuesto, no queda agotada por esto la ciencia ficción, que toma ese hackeo como estímulo y produce lo que ahora llamamos weird.
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En términos políticos, hay una ciencia ficción neorracionalista y humanista, que produce ficciones de la resistencia de lo humano o, simplemente, las da por sentadas; es la ciencia ficción que llamaremos clásica, o de derechas (por más que sus relatos se empapen lo que en el terreno político más elemental queremos llamar “izquierdas”). A la vez, hay una ciencia ficción alienista, aceleracionista y posthumanista, que intenta depurar al género en términos de construcción de lo otro e invasión de lo humano; a esta ciencia ficción la vamos a llamar weird y la colocaremos a la izquierda. ¿Contentos? No, claro que no. Mejor pensemos en términos pospolíticos, y así no se trata tanto de opciones ideológico-literarias como de tropismos del lenguaje y las tradiciones literarias en su interacción con el sistema más vasto de la cultura y la producción material en el contexto global tecnocapitalista; una (el weird, la clásica) produce a la otra, como en un ouroboros, porque una reacciona a la otra, como circuitos mutuamente compensadores y excitadores. Si la ciencia ficción clásica intenta frenar el circuito en desenfreno inhumanizador de la ciencia ficción weird (y, por cierto, eso es lo que hace que sea “clásica”), esta última acelera los procesos de la primera para obliterar los sujetos en producción y generar futuros nuevos. La obra de Philip K. Dick es un ejemplo de estos circuitos en interacción, tanto como la trilogía de Matrix: ambas tienen fuertes (y dominantes, cabría afirmarse) momentos humanistas o clásicos, pero no solo en momento alguno queda aniquilado el momento posthumanista o weird sino que es gracias a este que ambas son impulsadas y persisten en el sistema de la cultura. Dick podía esforzarse todo lo que quisiera por “definir” lo humano en términos de empatía o la caritas paulista y señalar con el dedo las fuerzas entrópicas de lo inhumano, pero el mecanismo esencial de sus obras, tanto en Nuestros amigos de Frolix 8 o Los tres estigmas de Palmer Eldritch como en Los simulacros y Sueñan los androides con ovejas eléctricas es la idea de la contaminación, el contagio y la perturbación motivada por lo inhumano, como si fuese este (y no ese otro señalado por el autor de la Comedia) el verdadero motor que mueve al sol y las estrellas. En otras palabras: Dick ofrece en sus obras lo suficiente de literatura como para ser asimilado exitosamente por el sistema (por eso es tan fácil que lo lean los académicos, casi tanto como lo es que sigan leyendo al más humanista rancio de todos, Ray Bradbury) pero no descuida jamás el elemento contaminante de ciencia ficción, aquello que subvierte, intranquiliza, perturba el equilibrio de lo humano. Es que por algo Dick es Dick.
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Pocas novelas recientes se plantean tan claramente como una puesta en escena de ese proceso de interacción o pugna como Zen’nō, de la colombiana Karen Andrea Reyes (Editorial Vestigio, 2020). De hecho, podría postularse que esa pugna es el tema de la novela: con cierto énfasis en la cronología (hay capítulos precedidos por fechas, aunque a gran escala el orden no es lineal) se describe un proceso que hace estallar al sujeto humano precedente y lo convierte en una posthumanidad dispersa y variada. Hasta ahí tenemos, notoriamente, la representación de lo weird: entidades que devienen inhumanas, alien, y ya no responden a los códigos de legibilidad que asociamos a lo humano-literario. A la vez, en el seno de ese proceso posthumanizante hay una “resistencia”, la de individuos y colectivos que rechazan el cambio (sea porque la tecnología distribuida inequitativamente no los alcanza o porque ideológicamente prefieren mantenerla al margen) y se mantienen “humanos”. Ahora bien, esta oposición ha sido explorada intensamente por la ciencia ficción a lo largo de toda su historia en el siglo XX y en lo que va del XXI: podemos pensar en la “instrumentalidad de la humanidad” de Cordwainer Smith como gran paso posthumanizador (que de hecho atenta contra la finitud, entendida por muchos discursos humanistas como un elemento esencial de lo humano) al que se opone el posterior “redescubrimiento de lo humano”, o también en la lógica política del universo shaper/mechanist de Bruce Sterling, que no solamente distingue entre ambas formas de posthumanidad (los shaper son transhumanistas que buscan “mejorar” lo humano mediante ingenería genética; los mechanist son posthumanistas que disuelven la noción de humanidad en un sistema ciborg) sino que opone a ambos devenires de lo humano un rescate de la esencia (Sterling es lo suficientemente cínico como para que esto parezca una suerte de “salven las ballenas”, ¿o no? ¿hay un corazoncito humanista en lo profundo del ciberpunk? Yo creo que…) o una resistencia recurrente manifestada ideológicamente o incluso también como una forma de nostalgia. En ese sentido, Zen’nō pertenece a esa tradición de textos de ciencia ficción que aborda temática y conceptualmente el devenir inhumano o posthumano, y su marca quizás fundamental —algo que, además, la acerca a ese pequeño conjunto de obras tan primerizas y “verdes”, por su ansiedad por presentar el catálogo completo de los poderes narrativos de su autor/a y sus conocimientos sobre el mundo ficcional en cuestión, como fascinantes y logradas: un conjunto que incluye a Neuromante, a Software y no a muchos libros más— es la profusión especulativa, que opera en términos de una diversificación de lo posthumano. En la novela de Reyes, es decir, no solamente se nos presenta un siguiente “eslabón” en el camino de la humanidad (como podía argumentarse que sucede en, pongamos, El fin de la infancia, de Arthur C. Clarke) sino que se hace estallar ese “eslabón” en una verdadera galaxia de posibilidades. En ese sentido, la opción de la resistencia de lo humano es una más entre tantas.
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Recordamos el comienzo de 2001, de Kubrick y Clarke, ese cinematográficamente hermoso relato de la humanización. Hay unos primates al borde de la extinción, incapaces de comerse a los tapires que curiosean por ahí o de defenderse de los tigres dientes de sable; en un momento cualquiera aparece algo extraño, un monolito negro, y comienza de pronto un proceso que los llevará a las estrellas, por usar la fórmula de marketing más fácilmente asociable a la película. Esa humanización —el relato de cómo esos primates se convirtieron en nosotros— opera mediante la producción de la tecnología (el hueso para matar tapires y para espantar a los otros primates que se quieren tomar nuestra agua) entendida humanísticamente como extensión del cuerpo, pero tiene su comienzo en el afuera a aquello que será lo humano, al menos si entendemos que el origen del monolito es alien/extraterrestre (la película es lo suficientemente ambigua como para permitir que se lea lo que se quiera leer: quizá el Bowman devenido Starchild envío el monolito al pasado, en un loop autocausal, después de todo). En la ya mencionada El fin de la infancia los aliens dan el empujón a la humanidad para devenir posthumana; en 2001, son quienes producen a la humanidad y también, con la misma herramienta (el monolito) lo que sea que viene después. En Zen’nō, por otra parte, se habla al comienzo de una irrupción extraña similar a la de los monolitos (y, a la vez, posteriormente, de una entidad cuasidivina-tecnomística que sirve de atractor extraño al proceso diversificante de lo humano, a la vez que opera retrocausalmente, en otro de los elementos más asombrosos del libro), que acelera el proceso posthumanizante; por eso, esa zona del mundo ficcional en la que se moviliza la resistencia humana también puede entenderse como una xenofobia o rechazo securocrático de lo alien; quizá el gran aporte de la novela de Reyes es, en cualquier caso, no sólo politizar en narrativa esa tensión entre la xenofilia y la xenofobia, sino también señalar que las posibilidades son muchísimas y el futuro del proceso se pierde en un rizoma de devenires: ya no una posthumanidad o transhumanidad sino muchas, entre las que lo humano de resistencia o lo humano resignificado por la resistencia (que, en rigor, no significa lo mismo que significaba cuando sólo había humanos, al menos desde el punto de vista de esos humanos) no es sino una más.
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Acaso el procedimiento por excelencia de la ciencia ficción clásica es construir la verosimilitud narrativa mediante la apropiación de lo científico por la tradición literaria; el weird, en cambio, descentra esa verosimilitud y emplaza en su lugar una apelación a la disonancia cognitiva: aquello que entendemos que está allí si bien somos incapaces de explicarlo en los términos de nuestro orden del mundo, de nuestra “realidad”. Hay un orden humano, entonces, que administra las distancias y conexiones entre seres humanos y seres inhumanos, y entre humanos y “tecnología”, y también una irrupción weird que vuelve imposible esa administración. El efecto en el lector de esa imposibilidad puede ser el horror (de hecho, está clara la genealogía del weird hacia el género del horror, con Lovecraft y su proceso de acercamiento tardío a la ciencia ficción como vector ejemplar) o lo inquietante, y también en este sentido hay una suerte de distancia con respecto al efecto perseguido en términos generales por la ciencia ficción clásica, aquel del “sentido de la maravilla”. Pero, como quedó sugerido más arriba, no hay textos que “pertenezcan” por completo al weird o a la ciencia ficción clásica, sino que la emergencia de ambos modos opera siempre en términos de interacción y coexistencia; así, en Zen’nō, Karen Reyes logra producir “maravilla” con procedimientos del weird, lo cual podría leerse como una manera de reclamar los aportes de la ciencia ficción weird en el contexto de la clásica. Esto, en última instancia, es política literaria: el mayor problema planteado por el weird a la ciencia ficción es la sospecha de que no sea realmente ciencia ficción, sobre todo cuando es practicado por escritores que de alguna manera “no pertenecen” al género (es decir, aquellos cuyas obras no son producidas en los circuitos consagrados del género, como las revistas y las editoriales especializadas). En ese sentido, el lado incómodo del weird desde el punto de vista de una militancia de género es que complica precisamente la atribución genérica: ¿para qué insistir en que es ciencia ficción, salvo si lo que se pretende es resaltar precisamente esos aspectos que relacionan la obra en cuestión con una serie de tradiciones asimiladas al género? Si queremos, por el contrario, postular a una ciencia ficción definida en términos de contorno y de prácticas de lectura y escritura (la opción “purista”, digamos), nos conviene mirar hacia la variante clásica. En un momento en que la ciencia ficción parece abrirse camino por el mainstream (en particular desde la obra de escritores que no pertenecen al género pero producen obras vinculables a él), el movimiento complementario es el de volver a las definiciones más o menos operativas, a una nueva etapa clásica para el género, como aquella que, según la historia oficial, se extendió entre 1938 y 1953 y fue llamada por sus principales promotores (y productores y vendedores) la “edad de oro”. Esto quizá podría ser una manera de pensar en una posible ciencia ficción “neo-dura”, cuyo éxito podría ir de la mano con la difusión de la ciencia ficción de escritores como Cixin Liu y sus textos pensables como una suerte de aggiornamiento de la ciencia ficción de Heinlein, Asimov y Clarke. En este sentido, Zen’nō se compromete a las suficientes marcas conceptuales y genéricas como para que estemos seguros de que pertenece a la ciencia ficción (y, por tanto, que la ciencia ficción es un género reconocible, con contornos pensables) a la vez que introduce el elemento desestabilizador del weird, resignificándolo como una marca específica de la ciencia ficción latinoamericana. En otras palabras, quizá no haya otro libro más importante, más urgente en estos momentos para el género en nuestra región. Y es, además, el primer libro de su autora, que nació en 1995. ¿Qué están esperando?
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