Son las tres de la madrugada, hace calor, las mujeres ya se sacaron los tacos y los varones las corbatas. El momento del cotillón puede ser incómodo cuando el cuerpo ya está transpirado pero, sin dudas, es la hora de legitimar conductas indecentes o simplemente ridículas. Entonces allá van ellos, los varones, a abrazarse con sus pares, a saltar y cantar a los gritos:
Nos sacamos el anillo carcelero
Y vivimos una noche de soltero
Somos los piratas
Nos gusta la aventura, las noches de bailanta
Somos los piratas
Toda una vida fiel al gato y a las trampas
Al gato y a las trampas
“Los piratas”, de Los Auténticos Decadentes, pertenece al disco Cualquiera puede cantar (1997) y es una oda grotesca al perro que ladra, al que podría tirar la primera piedra, al hombre heterosexual casado promedio. Es sabido que ningún afiliado al Gremio del Pirata confesaría tan escandalosamente sus fechorías en un casamiento —propio o ajeno—, delante de su pareja o, peor, de su suegro. Sin embargo, en ese mismo disco se encuentra la que probablemente sea una de las canciones de amor más profundo compuestas por bandas que no son conocidas por hacer canciones de amor. Una categoría muy específica, tal vez, pero no por ello menos real, dentro de la que se encuentran las canciones (y cuentos, novelas, relatos, poemas) que hablan de un amor de una vez, de un arrebato apasionado que caló hondo, que marcó para siempre.
No intentes esconderte entre melodías asociadas a fiesta y cotillón, Los Auténticos Decadentes, ya sabemos que en realidad sos una cáscara de nuez en el mar, un osito de peluche de Taiwan, delicioso como el dulce de leche. “Cómo me voy a olvidar” es, como todo el mundo sabe, la historia de un hombre que comparte una noche de amor con una mujer, Silvia, a quien desea volver a ver:
Es mi ilusión, volver a verte
Sigo esperando esa suerte
Estar con vos, una vez más
Y que ya nada nos pueda separar
¿Qué tendrá Silvia? ¿De qué se tratará ese misterioso encanto que a hombres y mujeres ha cautivado a lo largo de la historia? Tal vez sea que esos amores idílicos nos dejan encantados por siempre porque, justamente, no avanzan, porque se quedan estancados por siempre en la estapa de seducción. Y, como decía mi abuela —mentira, lo digo yo— si todo sale según el plan, todas y todos nos enamoramos en un cuarto de hotel.
“Desencuentro” es uno de los cuentos de Escapada (2005), de Alice Munro, y trata de una joven que todos los años va sola al teatro de otra ciudad. Un verano pierde su bolso en el tren, conoce a un hombre que la ayuda a volver, y con quien además pasa el rato, se besan, y deciden reencontrarse al año siguiente el mismo día, forzando un poco al azar (qué lindo, sepan disculpar esta digresión, es dejar participar al azar en un acontecimiento romántico: es emocionante y arriesgado y, como ya vemos, puede salir mal), como Los Auténticos Decadentes (“Quiso el destino, el azar, que se acabara ese mismo día”). Él le pide que lleve el mismo vestido verde. Al año siguiente, ella lo va a buscar y, aunque se encuentran, él la repele como a una mosca; Robin, la protagonista del relato de Munro, pasa el resto de su vida lamentándose por aquel triste episodio, por haber forzado a la suerte.
En el cuento “Objeto de amor”, de Edna O’Brien, Martha se enamora de un hombre mayor —bastante mayor, casado, siendo ella menor de edad— con quien pasea una tarde de verano en moto y a quien espera volver a encontrar con la esperanza bovariana intacta. Pero esto no se trata de Mesdames Bovary, Marthas, o protagonistas de cuentos de Alice Munro.
La canción “Polvo de estrellas”, compuesta por el multifacético artista español Serafín Zubirí, a quien en 1992 lo llevaría a la final del Festival de Eurovisión (finalmente perdería contra el super romántico Sergio Dalma), se convirtió en un clásico de la música tropical uruguaya de la mano de Karibe con K y relata la historia de un hombre y (presumo) una mujer que lo hechiza con su “polvo de estrellas”. Maravillosa sutileza, sea cual fuere el polvo al que se refiere.
Lo nuestro fue polvo de estrellas
Una conmoción entre una diosa y un mortal
Lo nuestro fue telepatía
Solo tuya y mía,
Un lenguaje personal
Y desde entonces pienso en ti,
Tú me has dejado huellas
En la Vita Nuova (1293), Dante endiosa a la recientemente fallecida Beatrice, de quien poco se sabe, salvo que enamoró platónicamente al poeta que al conocerla sintió una renovación vital —¿una primavera?— que lo llevó a escribir 42 capítulos de poesía y prosa. Dante conoce a Beatrice cuando ella tenía apenas 9 años y no la vuelve a ver hasta que cumple los 18. Es ahí cuando se propone lograr su saludo (sí, su saludo), pero no lo logra, porque Dante se floreaba delante de otras mujeres a quienes también les escribía dulces sonetos, por lo que la beata Beatrice le retiró la palabra. De ahí en más, Dante no hace más que esperar y sufrir como buen cortés. Porque de eso se trata (¿trataba?) el amor cortés: damas (en muchos casos solas, esperando por su señor, ocupadísimo en una cruzada) y trovadores, poetas que las enamoraban platónicamente pero que no podían acercárseles porque ellas se debían a su marido. Esta prohibición solo hacía que el deseo fuese mayor y que el ideal de educada pasión amorosa del amor cortés (algo así dice Umberto Eco en su historia de la belleza) llevara consigo la infelicidad de manera tal que dejaba de lado los momentos de claudicación moral (es decir: el triunfo del adulterio).
¿Quién era Beatrice? ¿Será la misma Beatriz que, tras su muerte, hizo que un personaje llamado Borges pudiera conocer el Aleph? ¿Es la misma Beatrice que enloquece de amor al Leche en 25 Watts y significativamente le enseña italiano? ¿Se trata de BB Kiddo, la Beatrix de Bill, que él decide asesinar despiadadamente por haberlo abandonado? Y acá haré otro paréntesis: Beatrix Kiddo, protagonizada por Uma Thurman en Kill Bill Vol. I y II, representa la revenge fantasy de un femicidio, sí, pero además es una suerte de deidad, una diosa, literalmente inmortal, porque Beatriz (o Beatrix, o Beatrice) es un nombre que viene del latín y que significa “bienaventurada, portadora de felicidad o de beatitud”: es el polvo de estrellas y el tatuaje que dice Silvia.
La integridad de los amores incorrectos
El año 2001 en Argentina habría sido muchísimo peor si Leo García y su amigo, el periodista Pablo Schanton, no le hubiesen puesto la letra a la fabulosa “Morrissey”. A veces me pregunto si Leo (y Pablo, perdón) sabe lo importante que fue Morrissey para nuestra generación. Mientras el país se caía a pedazos, intentar llegar de un punto a otro en una ruta nacional era una lotería y nosotros intentábamos equilibrar la tristeza de ver a nuestros padres llorar a escondidas con el regocijo efervescente del último año de secundario, Leo García aparecía con:
¿Sabrá tu novia que escuchamos Morrissey?
Que me extrañás más de lo que ella te extraña
¿Sabrá tu novia que escuchamos Morrissey?
¿Con quién estabas la vez que te llamábamos?
Pero hay algo que vos no sabés
Y es que hablamos mal de vos, una vez
Y bien de alguien que no conocés
Los dos nos cansamos del amor
Y vos no sabés lo que es cansarse
Ella escucha Björk, Bowie y Beck
Ella repite la palabra DJ
Ella escucha el disco que te regalé
Pero sé que no sabe de Morrissey
Y no sabe, no se imagina, el bien que hizo. “Morrissey” es mucho más que una canción de amor. Es una canción de amor incorrecto: es un chico que le canta a un chico —eso no es lo polémico, Sir Elton ya lo hizo con “Your Song”— que tiene novia. Es un manifiesto, una declaración. De todas maneras, y aunque Elton haya sido abiertamente gay tres décadas antes que Leo, Morrissey es un tema icónico, y ciertamente polémico para la época: es una declaración de amor, es una provocación (no importa a quién, no importa si es verdad) y también es una salida del clóset. Es una canción que bien podríamos haberle cantado nosotras, las mujeres hetero, a la novia de nuestro amante. Es una canción que cualquier persona podría cantarle a cualquier persona, una confesión abiertamente honesta, sin jueguitos retóricos ni metáforas, simple y sólida, una declaración de culpabilidad amorosa y, si hay algo irresistible en este mundo, es la integridad y el respeto a los principios. En ese sentido, en “Morrissey” Leo García es un narrador al que no se le puede reprochar nada.
Atrás quedaron los amores que surgen del embrujo instantáneo: Leo nos trae una historia de amor madura, con una pizca de cinismo (“Ella escucha el disco que te regalé / Pero sé que no sabe de Morrissey”) en la que solo resta que el muchacho que tiene novia tome la decisión y resuelva sus asuntos. En el año en el que los jóvenes veíamos al país derrumbarse, conocíamos el sabor del gas lacrimógeno y descubríamos la represión policial, Leo García nos autorizaba a abrir las puertas de distintos clósets.
2001 nos traería otra alegría a los adolescentes tirando a universitarios de futuro incierto: nacía Miranda! Aunque su primer disco, Es mentira, salió a mediados del 2002, es imposible no vincularlos autobiográficamente a la crisis (en el buen sentido). ¿Cansado de guitarras con distorsión? ¿Harto del rock chabón con pretensiones de protesta? Alto ahí, entonces, porque llegó una banda colorida, llena de pop, plástico, maquillaje e historias de amor para bailar y cantar a grito pelado. No todo ha de ser político.
A las bandas de los 80 (Virus y Soda Stereo, entre otras), postdictadura, las llamaban peyorativamente “las plásticas” por no escupirle la cara a los militares con sus letras, por no cantarle al resurgir del pueblo, afirmaciones muchas veces falaces o no necesariamente ciertas. De hecho, en Quién es la chica, el libro editado por Reservoir Books/Random House y escrito por Tomás Balmaceda y Agustina Larrea, una investigación acerca de quiénes fueron las musas de las canciones más icónicas del rock argentino, se revela que muchas de las canciones que creíamos cargadas de versos subversivos, como “Rasguña las piedras”, eran homenaje a alguna mujer, en este caso la novia epiléptica de Charly García.
Miranda! tampoco le cantaba a políticos ni le dedicaba versos al riesgo país. “Romix”, uno de sus hits, es probablemente una de sus canciones más increíbles de la banda y pertenece a su primer disco. Romina, por supuesto, fue la que inspiró a Ale Sergi en 2001.
Quiero olvidarme del tiempo
Así me das lo que te brota cuando me amas
Así te doy hasta cansarme
Hasta abrazarte, hasta dormirme con vos
Era obvio que llegaría el momento
Adoro cuando las cosas
Se suceden de manera natural
Me acerqué y seguro te dije algo
Que pienso te habrá gustado
Porque entonces me empezaste a besar
“Romix” es un augurio de que todo lo que sucedería después sería mejor (y no solo estoy hablando de los discos de Miranda!). Al ubicarlos dentro del marco coyuntural del país y viniendo de los escenarios under y contraculturales de Omar Chabán (que, pese a su dramático final, fue impulsor de la movida paracultural en los 80, 90 y los albores de los 2000) se me ocurre que, de todas maneras y aunque a muchos no les guste, que Miranda! fue una banda disruptiva que en momentos de correr y llorar nos invitaba a cantar y bailar. Cómo olvidar esa entrevista en el living de Susana Giménez, en la que la diva de los teléfonos les preguntaba, con sufrido pudor, si era cierto que los fans les arrojaban condones al escenario cuando cantaban “El profe”. Miranda! en el living de Susana era un grupo dispar de jóvenes, varones con voz finita y los ojos delineados, que hacían temblar los cimientos de aquella concepción de lo femenino y lo masculino. Algo que comenzó, al menos en el ambiente de la música, en el mismo living, dos décadas antes, con Soda Stereo y probablemente haya cerrado su ciclo entonces.
Apenas cinco años después, salió El disco de tu corazón, dueño de una de las canciones de amor plot-driven que me parecen más fabulosas. ¿Quién dijo que el amor solo sucede a primera vista y que hay que atravesar mares, noches, campos de espinas para volver a verlo? Muchos lo dijeron, en realidad, pero qué importa. Siempre descreí de las historias que no comienzan la inyección del veneno del amor. Pero no todas las historias son noches inolvidables o caras bonitas que nos embriagan de narcótico encanto. No siempre se trata del salto de la infelicidad a la dicha.
Tan pronto yo te vi
No pude descubrir
El amor a primera vista no funciona en mí
Después de amarte, comprendí
Que no estaría tan mal
Probar tu otra mitad
No me importó si arruinaríamos nuestra amistad
No me importó, ya que más da
En «Perfecta», canción de la que participa como invitada Julieta Venegas en lugar de Juliana Gattas, una pareja de amigos comienza a sentir la atracción y en una noche de alcohol —al igual que Los Auténticos Decadentes— deciden arriesgar la amistad teniendo sexo. Son exitosos en el emprendimiento: pasan de amigos a pareja sin escalas. No hay sufrimiento en las voces de estos trovadores, no hay remordimientos ni objeciones (“A pesar de saber que estaba todo mal / Lo continuamos hasta juntos terminar / Cuando caímos en lo que estaba pasando / Te seguí besando y fue”). Se trata de amor romántico puro: el placer de la atracción emocional correspondida, la expresión de sentimientos y deseos que crecen de manera orgánica sin que un obstáculo sirva de abono. Y si no crecen, bueno, tenemos La boda de mi mejor amigo.
Son las cuatro de la mañana. La gente baila, mejor dicho salta al ritmo pegadizo de “El universal” de Kapanga. De lejos, el grupo de bailarines parece haberse convertido en una piscina de transpiración con objetos de espumaplás flotando en ella.
Ayer te vi, no podía creer
Lo que pasaba por dentro de mí
Te miraba y no te pude decir nada,
Yo no sabía como era estar así
Vociferan la letra de esa gran canción de amor con un sentimiento exacerbado por la embriaguez y miran a su interlocutor o interlocutora como si fueran los autores de esa poesía. Me pregunto si esas parejas formadas en la espuma del carnaval carioca recordarán «El Universal» como “su canción” en algún futuro, si se encontrarán en el próximo casamiento y harán como si nada, si recordarán. Comienzan las lentas, que en realidad no son lentas porque la idea es disipar la pista. Los bailarines escapan triunfales en compañía. Mientras alguna trovadora busca su cartera o algún caballero su saco, reverbera esquivando cuchicheos cómplices:
Hay un boomerang en la city, mi amor
Todo vuelve, como vos decís
Cada vez que pienso en vos
Fue amor, fue amor
Cada vez que pienso en vos
Fue amor, fue amor.
Acompaña esta entrada un fotograma del videoclip de «Los piratas», con Andrés Calamaro.
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