El monte después de la lluvia: sobre el cine de Hong Sang-soo, y «The Woman Who Ran»

Félix Pérez recorre, a partir de The Woman Who Ran, su última película a la fecha, la obra de Hong Sang-soo (1960)

La ligera paloma, que siente la resistencia del aire que surca al volar libremente, 
podría imaginarse que volaría mucho mejor aún en un espacio vacío.

Immanuel Kant, Crítica de la razón pura

Una mujer (A) va a visitar a una amiga (B), que vive en las afueras de Seúl. Desde el patio se ve el monte Inwangsan.

En el living hablan de sus relaciones amorosas, de dónde se encuentran en la vida. El marido de A se fue de viaje de negocios y es la primera vez, desde que se casaron hace 5 años, que no están juntos. Si visita a B es un poco porque le agrada, también, a su marido.

B se divorció y está algo desilusionada. A tiene hambre pero tienen que esperar a la compañera de apartamento de B (C) que es, parece, una gran asadora, casi una profesional.

Llega C y comparten el almuerzo, aunque más bien A y B comen mientras C asa la carne, en el fondo algo desenfocada pero en el medio del encuadre y entre A y B, que están sentadas en la mesa. En realidad, A come con voracidad y B apenas toca la comida. Se quiere hacer vegetariana, dice. La mente le dice que sí, pero el cuerpo que no. Ella siente cierta conexión con las vacas, pero ¿las vacas la sentirán con ella?

En la cocina, C pela una manzana, cambia la locación pero no las disposiciones en el encuadre. A les dice que debe ser lindo vivir casi en el campo, que se escuchan hasta los gallos. Sí, pero son molestos cuando cacarean de mañana. El macho, aparte, es violento y pica a las gallinas para mostrar su dominio.

Un vecino toca el timbre. Se queja de que B y C alimentan a los gatos callejeros. Es alto y el encuadre le corta la cabeza; no vemos su rostro ya que nos da la espalda. Su mujer les tiene miedo y por eso no sale de la casa, continua. Los humanos son importantes, más que los gatos. Sí, pero los gatos importan también, no los vamos a dejar de alimentar, responden las mujeres, que están enfrentándolo y enfrentando al espectador, casi como en patota. El vecino, no demasiado temible ya nos dimos cuenta, se va vencido.

A se queda a dormir en el sillón del living. B le lleva una manta y ven, a través de la cámara del edificio, a una mujer fumando sola, en plena noche. Es raro, dice A. Es otra vecina, le explica B, hoy tuvo uno entrevista de trabajo. Pero, ¿por qué fuma ahí? Porque vive sola con su padre, que da un poco de miedo, capaz que por eso. B a veces baja y la acompaña con un cigarro y hablan. Su madre los abandonó. ¿Cómo que los abandonó? Sí, simplemente se fue. Es la mujer que corrió.

B baja y nos quedamos en el living con A, que ve, a través de una pantalla, a B llegar junto a su vecina. Conversan, pero no escuchamos su diálogo. La vecina en un momento se pone a llorar desconsolada y abraza con fuerza a B, que intenta, sospechamos, consolarla. Hong Sang-soo se acerca con un leve zoom a la pantalla hasta que cubre casi toda la nuestra. ¿Qué pasó? ¿Qué se dijeron? ¿Por qué llora?

Es un plano cercano y distante, un gran plano.

A es Kim Min-hee y esta es una de las tres historias, o viñetas, que la tienen como protagonista y que se desarrollan durante el viaje, durante la ausencia, de su esposo.


Hace algunos años, en una encuesta, les pidieron a varios directores que eligiesen una imagen que los hubiera marcado, estremecido. Hong Sang-soo no eligió, sin embargo, un fragmento de una película, sino un cuadro. Caminando por Chicago entró, casi por casualidad, a un museo y se encontró con una flor de Matisse, frente a la cual tuvo una suerte de pequeña epifanía. El cuadro no pretendía emitir un gran veredicto sobre el mundo, ni ser una denuncia social cortante, ni dar complejas explicaciones sociológicas, ni ser la palabra definitiva sobre los grandes temas de la humanidad, sino que buscaba cierta simple y sencilla belleza. Hang encontró allí una vía y de cierta forma nunca salió de ella, ni del cuadro.

Esta anécdota, que bien podría ser una escena de una de sus películas, puede servirnos para adentrarnos en la obra de uno de los directores contemporáneos más importantes.

Fotograma de The Woman Who Ran

Película tras película, nos entrega maravilla tras maravilla. Es difícil llamarlas obras maestras, pero no porque no lo sean o porque sean menos que otras a las que sí se las considera así, sino porque esta terminología de cierta manera las pervierte, las insulta: no pretenden serlo, no gritan sobre su propia importancia. Casi como un artesano griego que realiza jarros, Hong fabrica, humildemente, cada película perfeccionando su técnica, depurándola, introduciendo leves variantes a sus motivos, pequeños cambios en su estilo.  Produce a razón de dos por año  y podemos pensar que para él manufacturarlas no es algo demasiado difícil, que es casi como respirar. Y qué bien respira. Los jarros embellecen los hogares y las películas el mundo. Pero debemos recordar que los jarros griegos retratan, también, escenas que nos pueden doler. Hay que saber cargar con el mundo.

En este proceso de depuración, Hong se ha desprendido de todo lo accesorio, de todo lo que pueda deformar la perfección del trazo o forma, de todo lo que para otras películas es lo principal o esencial, evidentemente.

Tenemos una troupe de actores recurrentes. Tenemos mochilas, camperas, libros, cafés y bares. Tenemos a personajes que deambulan por la vida y la película, un poco movidos por sus vaivenes. Tenemos mujeres a las que les cuesta comprenderse. Tenemos hombres, un poco más patéticos, a los que les cuesta comprender. Estos suelen inventarse historias, aquellas suelen inventar historias. Ambos parecen no adaptarse completamente al mundo, ambos a veces se desarman, aunque de diferente manera. Tenemos una ligereza mozartiana y una sutil ironía. Un gusto agridulce.

Tenemos planos que pueden parecer planos, chatos, descuidados, que no buscan la belleza deslumbrante de la carta postal sino una más susurrada. Tenemos transiciones puntuadas por la melancólica y, discreta, música. Tenemos una cámara que siempre está sobre el trípode y que parece corregir, a través de paneos y zooms, sobre la marcha, un poco bruscamente, como si no supiera lo que fuese a pasar e improvisara. 

Una escena típica consiste en un grupo de personajes hablando y hablando, casi empastados con el fondo, paralelos a la cámara, que se cierra sobre un personaje cuando parece valer la pena. Corrige con un paneo cuando el interlocutor responde. Después hace un zoom out, para agarrarlos a los dos. Queda la sensación de que estas correcciones se podrían haber hecho en otros momentos, de que no son necesarias. Y esto es quizás lo necesario.

Parece simple, pero no es fácil llegar a esa simpleza.

Tenemos también a alguien que se deleita, y nos deleita, con la construcción misma de sus tramas, con el armado de sus historias, con sus mecanismos y sus dispositivos, ensamblados con precisión.  Una gran imaginación fabuladora, lo que realmente no es demasiado común en el cine actual, ni en el cine en general: no nos suelen sorprender las historias que nos cuentan ni cómo están contadas. Una historia interrumpida súbitamente por escenas pasadas, un poco en desorden;  dos tramas que corren paralelas y se juntan solo por momentos; un mismo día narrado dos veces pero con un devenir distinto; en The Woman Who Ran (2020), tres cuentos que comparten una protagonista y un marco temporal y que tienen ecos entre ellos… Algunas más lineales, otras más arabescas, todas disfrutables y sin los fuegos de artificio que suelen acompañar este tipo de artilugios. 

La primera película suya que vi fue En otro país (2012). El director cuenta una historia similar, con la misma protagonista, tres veces, pero introduciendo variantes en cada ocasión. Sentí alivio y placer.  

Fotograma de En otro país

Siempre encontré sus films más próximos a los de Rivette que a los de Rohmer, con quien se lo suele comparar. Si en el segundo las construcciones narrativas, de los personajes y del propio director siempre se ven con sospecha, con suspicacia, con desconfianza, en el primero la capacidad creativa, incluida la de los propios personajes, se nos presenta como un goce. 

A lo que llegamos es a una particular dialéctica entre realismo y formalismo. 

En las películas de Hong siempre se nota la presencia del artesano detrás de la creación, pero esto es lo que nos permite, paradojalmente, aproximarnos a los personajes y al exterior de la obra, lo que nos permite ver con nuevos ojos, hacer nuevas sinapsis, y evitar los automatismos a los que el realismo nos tiene acostumbrado, ya que, evidentemente (y perdón por el lugar común) no deja de ser una convención. 

Nos permite interrogarnos sobre las formas que nos narran y nos narramos, la forma en que nos percibimos. Pongo un ejemplo, de The Woman Who Ran, pero podría ser otra. Asistimos a una discusión entre un hombre y una mujer en un pasillo. Él está de espalda y ella frente a cámara. Hong no pasa a planos cerrados, se mantiene en un mismo plano abierto que no nos permite ver el rostro de el hombre. Las actuaciones son algo automáticas, vacías, casi irónicas, casi alienantes, como si el actor, como si su cuerpo, tuviese un desfase con el personaje. Nos damos cuenta del artificio, de la ficción. Pero esta distancia nos permite no ahogarnos, respirar y alejarnos para acercarnos un poco mejor a la pelea, que lejos está de no importarnos. Tomar distancia para acercarnos un poco mejor a los personajes y a nosotros mismos. 

También la sensación de libertad. Que la historia podría ir a cualquier lado, detenerse en cualquier momento, que la trama se podría dilatar en situaciones que parecen secundarias. La sorpresa y la expectativa. Paramos a escuchar a la protagonista preguntarle a la chica que la hospeda por qué la hace dormir en el living y no en el cuarto que sobra y esta le responde que es porque el cuarto está sucio, lo que nos parece lo más importante del mundo y de la película, un momento revelador, de verdad. Nos parece que algo se juega allí. Y aquí sí estamos más cerca de Rohmer. Pero nuevamente estas escenas que podemos sentir como tan reales, casuales, que parecerían improvisadas por su naturalidad (vaya uno a saber si lo son), como tan de la vida misma, también las podemos ver como parte de una construcción más compleja, como parte de un universo determinado y una cosa no anula la otra, sino que la potencia. Aquí reside la grandeza del director. 

Lo mismo, y evidentemente está ligado, sucede con la puesta en escena, que puede darnos la sensación de buscar y capturar algo que simplemente se desarrolla frente a ella, independiente a ella, pero que también nos da la conciencia de un estilo, de una escritura

Y la libertad también de ver que ciertos temas (digamos, en esta película, los laberintos de las pasiones, el matrimonio y la soltería, la convivencia, la independencia y las ataduras, las complejidades de los vínculos, la relación con el ambiente y los otros seres vivos, etc.) parecen ser tratados, parecen desarrollarse, desplegarse como una melodía, pero sin arrollarnos, sin llevarnos puestos… Elementos que alumbran algunas zonas y en los que podemos pensar, con los que podemos pensar. Algunos indicios, alusivos, parecen apuntar hacia ciertos destinos,  pero nunca estamos seguros y ahí está el juego. Sus películas son sumamente lúdicas. Parecen significar pero no sabemos exactamente qué e inclusive no sabemos qué de todo, justamente, puede ser una pista y qué no. Esas conversaciones de las que hablábamos y de las que no sabemos si corresponden a un desarrollo temático o corren un poco independientes, un flashback que aparece en el medio de la trama, sin transiciones y que nos cuesta ubicar temporalmente y que nos puede parecer caprichoso o parte de una lógica minuciosamente planeada.   

No sabemos finalmente si cierra la película, si podemos descifrarla, si existe una explicación completa y total que dé cuenta de todos los elementos de la obra, si hay un significado final. Un significante siempre apunta a otra cosa más que a sí mismo y quizás aquí no exista esa otra cosa, quizás la explicación de estas películas no esté más allá, quizás sean, simplemente ellas mismas, quizás no exista explicación. 

Libertad y goce sí, pero acompañados muchas veces por cierto lamento por lo que no fue, por lo que pudo haber sido, por lo que quizás estaba ahí como potencia. De remordimientos, muchas veces alcohólicos. Historias de qué hubiese pasado sí, de incertidumbre. Porque el presente y el pasado no pueden ser de otra manera, salvo para la imaginación y la razón, pero el futuro siempre está abierto. También esa llovizna por no saber si realmente las cosas pudiesen ser de otra manera, si hubiese realmente otra opción mejor. Historias de puntos de vista distintos, quizás irreconciliables, de cosmogonías distantes. De dudas por sentidos y certezas ausentes. ¿El hombre hace su camino o el camino lo hace a él? ¿Y a dónde se dirige? Mientras tanto, caminamos, a veces alegres y livianos, embriagados por las posibilidades, a veces abatidos por los fantasmas del pasado, del futuro y del presente.

Tengo, así, la sospecha de que su obra tan rica en conflictos y malentendidos, en maquinaciones, en desencuentros, en confusiones, en vacilaciones, en complicaciones, en quiproquos, tiende, sin embargo, cada vez más al silencio, al borrarse, a la ausencia definitiva y total de sentido. Esto tiene dos caras, el sí y el no, que habrá que ver si son opuestas. Por un lado el nihilismo, la muerte del personaje de Hotel en el río (2018), por ejemplo. Por el otro, la serenidad, la diafanidad, el desaparecer frente al mar y el monte, como en esta película (en un desarrollo similar al de Kiarostami, en algunos aspectos tan distante y en otros tan cercano).  Ambas son películas desesperadas, porque no esperan nada ya.

Fotograma de Hotel en el río

Por esto, todo lo que escribo no puede ser más que ruido, balbuceos, y si hay films que no se lo merezcan, son estos. Buscar conceptos para dar cuenta de ellos no puede más que empobrecerlos. Finalmente lo que hay es esa quimera, la belleza, tan inexplicable, absurda y tonta como siempre, ese gusto por ver cómo filma estas historias. Como ese cuadro del que hablaba Hong o ese otro del que se habla en la película: Después de la lluvia en el monte Inwang. ¿Qué se puede decir de él?  

Películas bellas pues, y que no buscan vender nada, realizadas con cariño, dolor y técnica, que no van contra nada ni nadie, que no contienen rabia ni odio. Que nos dan ganas de leer un libro, tomar sake, ver una película o un río correr, pasear, o visitar un amigo. Son como una caminata por un monte en la que respiramos una bocanada de aire fresco, que nos despeja la cabeza y revitaliza el cuerpo, porque es una reacción hasta física la que provocan, pero que nos deja la conciencia de que abajo nos esperan nuestras vidas, complejas y complicadas, a veces tristes y frecuentemente decepcionantes, con las que debemos lidiar. Eso sí, volvemos con un poco más de perspectiva. Cuando se apaga la pantalla comienza otra historia que nos inventa e inventamos.

Y podría pasarme horas viendo a Kim Min-hee comiendo pan en un cine.

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