2020 encontró a Alejandra Pintos, en mitad de la pandemia de coronavirus, descubriendo The Office
En lo peor de la pandemia, mientras Luis Lacalle Pou daba una conferencia de prensa, yo estaba doblándome de risa: me había salido agua por la nariz y había mojado la cama mientras miraba The Office. Lo peor es que ni siquiera recuerdo qué episodio fue, porque esa serie es así, un continuo de situaciones delirantes y a la vez mundanas que siempre logra mejorar mi humor. “Nos salvó la cabeza en cuarentena”, dijimos con mi novio medio en broma, pero más que nada en serio.
Me estaba costando ver dramas, porque para angustiarse están las noticias, y con ese espíritu escapista empecé The Office, una serie en forma de falso documental que retrata la vida de los empleados de la empresa de productos de oficina Dunder Mifflin. Hay una versión inglesa —la original— y una estadounidense —la que estoy viendo— que estuvo al aire desde 2005 a 2013.
Es bastante extraño que algo que se desarrolla en una oficina produzca placer, sin duda un oxímoron que solo puede pertenecer a la ficción. Las lámparas de tubo luz, el café aguado, las reuniones que podrían haber sido un e-mail, las conversaciones pequeñas con compañeros que te caen mal, todo eso de lo que mi generación se quiso librar, hoy parece idílico. Pero, como dice el dicho, uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Y ahora, mientras trabajo desde posiciones imposibles, rotando entre el sillón, la silla y la cama, lo sé.

Creía que el home-office me iba a permitir ser dueña de mi propio tiempo, cuando en realidad vivo en un estado de paranoia por no estar haciendo “lo suficiente”. ¿Sabrán mis jefes cuánto trabajo si no me pueden ver? Por eso, lo que más me cautiva de ese mundo es cómo pierden el tiempo. Estoy tan obsesionada con la productividad que el ver a los empleados de Dunder Mifflin con el solitario siempre abierto en la computadora, durmiendo o teniendo sexo en el depósito y haciendo bromas pesadas a sus compañeros, me genera una profunda envidia.
La primera temporada de The Office salió hace apenas quince años y, sin embargo, pertenece a otra época. Dunder Mifflin empieza vendiendo papel y, ante el declive de ese material, se reconvierte y pasa a vender impresoras y otros artículos. Los empleados saben desde el principio que es un barco que se hunde, pero deciden quedarse con lo que conocen, con esa familia disfuncional y ese empleo sin exigencias. Como periodista —otra industria que no está atravesando su mejor momento— eso resuena en mí. Aunque es una serie, tras las risas se esconde la precariedad laboral (con sus exigencias altas, sueldos bajos e inminentes despidos) que caracteriza al mercado actualmente.
Esa vieja normalidad —vieja en el sentido pre-pandemia pero a la vez en comparación a cómo se trabaja hoy en día— es entrelazada con momentos absurdos, que muchas veces desafían la capacidad del espectador de tolerar la vergüenza ajena. Uno de los puntos más altos es el simulacro de incendio, en el que Dwight Schrute (Rainn Wilson) hace creer a toda la oficina que realmente se está prendiendo fuego, desatando un pandemonio que resulta en el infarto de uno de sus compañeros.

Quien habilita todo eso es Michael Scott, el peor y mejor jefe del mundo. El personaje, interpretado por Steve Carrell, es gordofóbico, racista, posesivo e incopetente. La impunidad con la que Scott actúa solo puede pertenecer a un hombre cis blanco y es envidiable e hilarante (en la ficción): el personaje es todo lo que está mal en la cultura corporativa, salvo porque carece de maldad —sin contar sus interacciones con Toby (Paul Lieberstein), de Recursos Humanos— y realmente quiere lo mejor para la oficina, no solo para sí mismo.
Esto se materializa a la perfección cuando se enfrenta a su novia durante un juicio, perjudicándola a ella y beneficiando a Dunder Mifflin. A pesar de todo, deciden seguir juntos, mientras acumulan enojo y resentimiento que explota en “Dinner party”, un episodio brillante en el que Jim (John Krasinski), Pam (Jenna Fischer), Andy (Ed Helms) y Angela (Angela Kinsey) tienen que soportar el fuego cruzado y los comportamientos erráticos de una pareja al borde del colapso.
Carrell es el alma de la serie, y tras su partida en la temporada siete, The Office empezó a teclear. Esos personajes secundarios que con pequeños aportes lograban un gran impacto, como Meredith (Kate Flannery) o Creed (Creed Bratton) —mi favorito, la personificación de la palabra “turbio”— empezaron a volverse pesados. Pero, en lo personal, nada de esto me interesa demasiado. No me importa que algunos episodios sean chatos, o que caigan en clichés. No es un show al que recurro para un deleite audiovisual, sino que con que me hagan olvidar de todo lo malo, aunque sea por un rato, me alcanza.
Deja una respuesta