Roberto Echavarren revisita la obra poética de Circe Maia (1932)
El Uno de Plotino avizorado en el brillo enceguecedor del sol sobre las cerámicas del campanario de la Iglesia; el invisible, el innombrable que todo lo abarca fue sugerido por la intensidad del brillo; poco después el sol se desplazó y la mirada entregó la vida cotidiana y mostró el deterioro de las cosas, los muchos múltiplos del Uno.
La poesía de Circe Maia prescinde del yo, y lo hace con una consistencia inquebrantable, como si la condición de eso que llamamos poesía, espacio de la poesía, consistiera, como primer paso, en prescindir del yo y reconocer la dispersión de las cosas y de la mirada. Afirmar el yo sería excluir el conjunto de las cosas, separarse del ser. El interior está afuera, nos dice esta poesía. No hay otra cosa que el exterior a ser contemplado, que el exterior contemplado como lo que más nos afecta.
Esta arché de su poesía, esta postura desde la que habla, es lo más sorprendente y diríamos lo más meritorio, prueba de lucidez e integridad. Maia no se interesa por las metáforas ni el lenguaje florido, va al hueso sin carne: ¿para qué sirven las palabras? Son marcadores de las cosas, pero las cosas no viven en ellas; la lengua tiende a ser abstracta y cuando más abstracta más vacía. En Maia no hay metáfora porque todo lo que le preocupa es trasladar la mirada del entorno, los jardines, los patios, los sauces, los arroyos, esas sombras de la tarde en un lugar tranquilo, trasmitir esa vivencia de lo exterior, en la exterioridad del afecto que ilumina y toca todo lo que nombra. No le interesa hacer pensamiento con las cosas, sino apenas traerlas al poema, si eso fuera posible.
Un ojo inmóvil, como aquel motor inmóvil de Aristóteles, mira las cosas como si fuera un espejo o un túnel, devora un flujo incesante de imágenes que derrota las palabras. Las imágenes se agolpan en el túnel del ojo y las transformaciones a veces grotescas pueden resultar repugnantes. Pero el ojo es un contemplador inmóvil, aunque experimente a veces asco por el material que lo atraviesa. No es el afecto de un yo. Es el afecto del ojo. Incrustado, inmóvil. Que sin embargo puede no mirar, o al menos no querer mirar. El eros sexuado parece ajeno a esta poesía. Los momentos del día, los enclaves, muestran un temperamento, un estado de ánimo; se vivifican, se personalizan, se transforman en versos:
A este mar entre verde y azul le dio su mano
el color como de una descuidada alegría.
Movimiento ligero, un temblor de contento
está vivo en la arena de su playa amarilla.
Porque estas cosas vivificadas “son las voces del ser abierto-cálido único ser”. Plotino de nuevo. “La puerta al ser se abre”. Deja de haber yo para que haya ser. Esto es lo inmóvil en la mirada. El ser que siempre está. Motor inmóvil inmodificable. El poema llega a este punto, se sitúa en este punto de visión, mira desde el ser. La corriente de imágenes puede resultar pura fantasmagoría y por detrás se siente el ser invisible. Que puede parecer vacío, parece no ser. Las cosas son huecas.
La impersonalidad del viviente (no del yo) se conmueve por la impermanencia de todo. El viviente conoce sus muertos. Y a pesar de ellos logra el éxtasis porque puede olvidar “con frágil alegría irresponsable”. El ser no es una plenitud inmaterial sino la difracción matérica que se divide infinitamente. El ser es tiempo, por más que sea un tiempo inhumano. Todo se abre en abismo. Pero el poema detalla frágiles instancias de plenitud que nos vuelven habitantes del ahora:
Atropella el azul. Estás parado
en el centro del día transparente.
Estás vestido de una luz redonda.
El aire te sostiene.
La imagen que ilustra el artículo es una fotografía de Iván Franco publicada originalmente en La Diaria.
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