Cuaderno de Afuera: «La venganza de Judith», por Lucía Giudice

El arte muchas veces es ese paso que nos transporta desde la fantasía a la concreción de temores mediante el disfraz: dicen, por ejemplo, que Nani Moretti escribió, dirigió y actuó la película La stanza del figlio (2001) para enfrentar el miedo compulsivo a la muerte de su propio hijo. Como en los sueños, muchas expresiones artísticas nacen del miedo pero también del deseo, un fantasma persecutorio que el artista necesita exorcizar, viviendo la experiencia cercana con el objeto temido o añorado.

En definitiva, como plantea el psicoanalista Daniel Schneider, el arte es una especie de creación de sueño en vigilia. Pero, a diferencia del sueño, las creaciones artísticas exceden el fuero íntimo y se proyectan a un grupo mucho más grande de individuos que probablemente sentirán empatía o identificación en función de algunas neurosis compartidas. Teniendo en cuenta esto, no es extraño que escritores, directores de cine y teatro, artistas plásticos y compositores elijan la venganza como tema frecuente de sus obras. Huelga decir que no fue Emiliano Brancciari quien inventó, en connivencia con Nicky Nicole, a la empoderada vengadora femenina. Sin embargo, hace unas semanas nos dio buenas razones para discutir la forma en que la venganza y la violencia en manos de las mujeres son expuestas por el arte desde que el mundo es mundo. 

El Antiguo Testamento, por ejemplo, relata en el Libro de Judith la historia de una mujer que vive en la ciudad de Betulia, sitiada por el ejército invasor, al mando del general asirio Holofernes. Cuando la ciudad está a punto de rendirse, Judith se presenta en el campamento asirio y seduce al general, quien la invita a su tienda a pasar la noche junto a él, en un episodio que presenta a la seducción femenina como puerta de entrada. Una vez allí, la mujer lo emborracha y, cuando se duerme, lo decapita con su propia espada y se lleva la cabeza del líder invasor. Aunque varios han retratado esta escena, nadie lo hizo (que me disculpe Caravaggio) como la artista italiana Artemisia Gentileschi a principios del siglo XVII:

En el cuadro, Holofernes intenta resistirse mientras su garganta es atravesada cruelmente por Judith, que se muestra imperturbable, con la serenidad de quien está acostumbrada a la faena de animales de granja y la sangre corre caliente, salpicando las sábanas blancas en las que descansaría el guerrero.

Canta Brancciari: «Voy a morderte la cara y a esperar / Que poco a poco te mueras»

Pero aquella no es la única escena que pintó Artemisa, que también retrató el martirio infligido por Jael a Sísara pintura en la que recrea la tranquilidad casi gozosa de la heroína judía mientras clava un cincel en la cabeza del general del ejército de Canaán: 

Esta “obsesión” de la artista con las escenas gore de los textos bíblicos, relata Rubén Amón, es leída como una suerte de venganza freudiana: Artemisia fue violada por uno de sus maestros, Agostino Tassi, tras lo cual ella convirtió  al arte en un espacio de justicia más o menos inconsciente, donde ejercía de pintora y, a la vez, de jueza de todos los hombres. 

Trapea Nicki Nicole: «Esto es por mí y por todas / Quiero hacerte sentir lo que yo siento ahora»

Pero —afortunadamente— no todo está escrito en la Biblia: la mitología griega, sin ir más lejos, ofrece una cosmogonía mucho más creativa. Luigi Zoja explica en Los centauros (2018), que los relatos míticos expresaban la posibilidad y los peligros de algunos modelos de comportamiento que duermen en el inconsciente de la sociedad pero que en determinadas circunstancias y en cualquier momento pueden salir a la luz. En el Libro VIII de Las Metamorfosis, Ovidio relata cómo el dolor de Altea por la muerte de su hijo se transforma rápidamente en sed de venganza: 

Sus dones al dios en los templos por su hijo vencedor llevaba,
cuando ve Altea que extinguidos sus hermanos de vuelta traen.
La cual, golpe de duelo dándose, de afligidos gritos la ciudad
llena y con las vestiduras de oro mutó unas negras.
Mas una vez que hubo el autor de la muerte a la luz salido, desaparece todo
el luto, y de las lágrimas éste se vuelve al amor del castigo.

Luego, en el Libro XII, Ovidio relata el mito de Cenis, una virgen bellísima de Tesalia (casualmente conocida como “la tierra del estupro”) a la que un día, mientras caminaba sola a lo largo del mar, violó el dios Poseidón. Según cuenta el poeta, en un acto de posible arrepentimiento o más probable muestra de omnipotencia, el dios le dijo a Cenis: “Pídeme lo que quieras, que no te será negado”, a lo que ella respondió: “Esta ofensa me hace concebir un solo deseo: no tener que padecer nunca más algo semejante. Concédeme no ser nunca más una mujer, y habrás satisfecho el mayor de mis deseos”. 

Según Ovidio, las últimas palabras de Cenis fueron pronunciadas con una voz más grave, lo que hace pensar que ya ante el deseo manifestado, su voz perdía feminidad y comenzaba a convertirse en el guerrero Ceneo, casi invencible y únicamente interesado en la guerra. El mensaje detrás del mito, casi como una condena disciplinadora para la posteridad es que para subvertir la dinámica violenta es preciso desprenderse de las características típicamente asignadas a la condición tradicionalmente vinculada a lo femenino. En Teoría King Kong (2006), Virginie Despentes lo acepta miles de años después: “es un riesgo inevitable, es un riesgo que las mujeres tienen que tomar en cuenta y aceptar correr si quieren salir de sus casas y circular libremente.” En la representación enraizada en el inconsciente colectivo, la que toma venganza lo hace por eso o bien por mecanismos estereotípicamente masculinos o a través de aquellos con los que fantasean los varones y probablemente también las mujeres, porque sencillamente son los que quedan a su disposición. Pablo Bonorino  explica en La violación en el cine (2011) que las producciones culturales de una sociedad contribuyen a formar, o a reforzar, las creencias de sus miembros. En las sociedades industrializadas, la cultura popular es un factor que trasciende las fronteras y funciona como un espejo de dos caras; el reflejo que nos ofrecen las obras de la cultura popular se mueve, entonces, en dos direcciones: hacia arriba, dándonos información sobre quienes las producen y hacia abajo, mostrándonos ciertas características de quienes las consumen.

En las narraciones contemporáneas en las que aparece la mujer vengadora, la violencia que ejercen es la misma que los héroes masculinos. En estos relatos, la mujer adopta un comportamiento que se asocia a lo masculino, con lo cual pareciera no existir posibilidad alguna de que la mujer ejerza la violencia de una forma cualitativamente diferente a como lo hacen los varones. Ya cansados de reclamos, los que no ven en el feminismo otra cosa que un montón de mujeres insatisfechas, podrán decir “¿Y entonces qué? Las pintan como vengadoras iguales que los hombres y se quejan…”. Bueno, resulta que la cosa no es tan sencilla. 

En una reciente entrevista, Emiliano Brancciari dijo sobre la letra de “Venganza”: “Partió de una idea mía de ‘bueno, ¿no existe la justicia? Hagamos que exista en la canción’. ¿Viste la escena de Bastardos sin gloria, de [Quentin] Tarantino, cuando matan a Hitler? Es algo que no pasó pero que cuando lo ves sentís un alivio, un desahogo”. Precisamente, Tarantino es quien presenta a la mujer vengadora del siglo XXI por excelencia: Beatrix Kiddo en Kill Bill Vol. 1 (2003) y Vol. 2 (2004). Beatrix (Uma Thurman) encarna en su sangrienta venganza otro arquetipo común en el cine contemporáneo: la mujer guerrera, muy parecida en su empresa a la Judith de la que ya hablaba el Antiguo Testamento. Estos personajes se presentan como iguales a sus contrapartes masculinas: inteligentes, rudas, competentes, expertas en todo tipo de artes marciales. Esto, para muchos y muchas significa un avance para las mujeres, dado que las coloca —al menos simbólicamente— en una posición de poder reservada históricamente para los varones. Sin embargo, reseña Bonorino, autoras como Kate Waites entienden que en realidad nos encontramos ante la imagen de una mujer creada por hombres, cuya femineidad es el elemento definitorio (recordemos el inicio de Kill Bill: una mujer golpeada vestida de novia) de una misión con caracteres que pensamos como típicamente masculinos. Se trata, de esta manera, de construcciones de la cultura patriarcal: vestuarios que resaltan su sexualidad y los motivos de la gesta vengativa que en muchos casos se vinculan con el rol de la madre abnegada o la viuda descorazonada. 

Según Zoja, la violencia es una tragedia connatural a la especie humana que la diferencia de todos los demás animales y refiere a la agresividad y transgresiones que no solo son casos de desequilibrio psíquico sino de enfermedades sistemáticas de la civilización, como la guerra y los genocidios, en general cometidas por los varones. El asunto es que, en un sistema patriarcal y androcéntrico, que toma al varón como medida de lo humano, lo masculino se apropia de lo neutro. No es necesario ahondar en la ya clásica discusión por el lenguaje inclusivo que expone lo dicho como pocos asuntos en nuestro tiempo. 

Jane Mansbridge y Susan Okin  explican en Feminism (1993) que cuando la dinámica de dominación y subordinación parte en dos las experiencias más relevantes de una cultura y amplía el abismo entre dos partes, algunas experiencias valiosas se verán empujadas hacia el lado subordinado de la escisión y, en consecuencia, serán menospreciadas. Incluso si esas dos culturas fueran genuinamente independientes pero iguales, contemplar la experiencia humana desde la óptica de uno de los dos lados equivaldría a vernos privados de conocer de la otra que tiene tanto o más para ofrecer. 

En este sentido, el aporte del feminismo de la diferencia en la década de 1960 resulta central. Las feministas de este movimiento destacaron la importancia del aspecto simbólico, reivindicando lo que hacen las mujeres como significativo y valioso, sea igual o no a lo que hacen los varones. Entre las propuestas para crear un orden simbólico diferente al presentado como único, ellas prestaron especial atención a las representaciones artísticas como el cine, la literatura y las artes plásticas. Esta teoría feminista le da a partir de esas reflexiones un sentido completamente distinto al concepto de “diferente” y reivindica que este no significa desigual, subrayando que lo contrario de la igualdad no es la diferencia sino la desigualdad. De este modo, se pretende la igualdad entre hombres y mujeres, pero no la igualdad con hombres porque, precisamente, eso significaría aceptar el modelo masculino y lo que hacen las mujeres es significativo y valioso por sí mismo. 

Desde la historia contada por, con y para los varones, frente a la violencia machista, las mujeres no buscan justicia sino arreglar las cosas como machos, a la salida, en la calle o en donde sea, pero siempre a través de la violencia. Dos fantasías se instalan así en estos relatos: la primera es la idea de la venganza, individual, muchas veces llamada “ajustes de cuentas”, que con efecto performativo excluye cualquier forma de intervención estatal que resuelva el conflicto de manera institucionalizada; la segunda es la asunción de que las mujeres, ni bien tengan oportunidad, se comportan del mismo modo para reparar el daño que han sufrido. 

Derribemos entonces la primera fantasía. La capacidad para imponer castigos está asociada a la justificación de la creación y existencia del Estado. La condena de ciertas conductas mediante la creación de normas generales y abstractas es una de las características definitorias del derecho y, aunque no está exenta de discusiones teóricas, la aplicación de castigos por parte del Estado se entiende como un acto legítimo de impartir justicia. Sin embargo, las conductas similares llevadas a cabo por particulares sin que medie justificación expresamente establecida en la ley son delitos que reciben el castigo también previamente establecido. La venganza como “gestión” de conflictos ha sido desterrada —al menos normativamente— de las prácticas civilizadas, y remite más bien a estadios primitivos de la historia humana. No obstante, el derecho y el Estado moderno fueron concebidos desde una perspectiva claramente androcéntrica, en oposición a la violencia por mano propia típicamente masculina, y aquellos se presentan como el mal menor. Como dice Bonorino, a pesar de esto, la venganza regresa una y otra vez en las ficciones con las que los individuos se identifican con este carácter más bien atávico.

La segunda fantasía del relato dominante está vinculada con lo que el canon masculino omite: las mujeres que se embarcan en la venganza no se parecen en nada al arquetipo que muestran las manifestaciones artísticas del mainstream hegemónico. Esas mujeres —como la que apenas aparece en el video de NTVG— no se parecen ni a Uma Thurman, ni a Jennifer López en Enough (Michael Apted, 2002) o Sarah Butler en I Spit on Your Grave (Steven R. Monroe, 2010), pero mucho menos encuentran su reflejo en las protagonistas de la super promocionada serie Sky Rojo (Álex Pina y Esther Martínez Lobato, 2021) de Netflix, en la que tres mujeres víctimas de trata son obligadas a prostituirse y escapan cinematográficamente de un burdel luego de matar a su proxeneta en un acto de defensa propia. 

La violencia perpetrada por las mujeres es un tema poco investigado en relación a la violencia masculina, pero mucho menos cuando se trata de mujeres que agreden hombres. Esto no responde únicamente a que la mayoría de los actos violentos son ejecutados por varones, sino a que los estereotipos de género también operan en la selección de los fenómenos sociales sometidos a estudio y en la atribución de responsabilidades. Como sostienen Rebecca J. Cook y Simone Cusack en Gender Stereotyping: Transnational Legal Perspectives (2009), los estereotipos de género se refieren a la construcción social y cultural de hombres y mujeres en razón de sus diferentes funciones físicas, biológicas, sexuales y sociales y en consecuencia a las mujeres delincuentes, siempre que se ajusten al estereotipo o imagen social que se tiene de la mujer, se las suele tratar de forma diferente, considerándolas menos culpables y menos peligrosas. La propia estructura patriarcal ha considerado durante cientos de años a las mujeres criminales como enfermas, incluso en etapas en las que esa consideración había sido superada respecto de los hombres delincuentes. Sin embargo, de las investigaciones que existen sobre el asunto, la de María de la Paz Toldos Romero (2013) revela que dada su complexión física, patrones de crianza, perfil cognitivo e influencia cultural, las mujeres utilizan estrategias violentas diferentes a las ejercidas por los varones y priorizan las agresiones psicológicas, emocionales y comunicativas por sobre las físicas, a las que se llega en situaciones extremas. 

A nivel local, la investigación de Ana Vigna Género y delito: reflexiones en torno a la criminalidad femenina en el Uruguay (2008) concluyó que un aspecto a remarcar es el uso que las mujeres en conflicto con la ley hacen de la violencia. Por más que apelen a ella como mecanismo para llevar adelante exitosamente su acción delictiva, las mujeres muestran en general límites precisos en su efectiva utilización, lo que las hace reparar en las eventuales consecuencias perjudiciales que sus actos podrían tener sobre terceros, principalmente sobre los niños. Esta preocupación es identificada como una diferencia de género (en comparación con sus compañeros hombres) en la forma de llevar adelante el delito, que modifica no sólo la propia actuación, sino que también restringe el abanico de modalidades delictivas disponible para las mujeres.

Pero además, la investigadora uruguaya reveló que cuando se trata de homicidios enmarcados en la violencia doméstica, las mujeres actuaron en el calor del momento, como reacción ante una situación de la cual no encontraban escapatoria, e incluso en defensa de su propia vida y la de sus hijos. Y cita el testimonio de una de las entrevistadas privada de libertad por homicidio: “Yo no sabía nada ‘mija, esto fue una cosa que me agarró de improviso, una cosa de vida o muerte, en el lugar. Porque pensándolo bien, si yo no hubiera hecho eso casi sin querer, me hubieran matado”. 

La venganza femenina tal como la pinta el relato hegemónico es fantasía pura llevada al arte para exorcizar el miedo a que se haga realidad o aproximarse a la concreción de lo que en realidad no está a disposición de las mujeres. Esa forma de resolver el conflicto que consiste en clavar infinitas puñaladas, morderle la cara o pegarle un tiro en la frente y regocijarse mientras la víctima se desangra, responde a un canon masculino aunque históricamente se presente como neutro. El cantante de NTVG le pone así su voz a la que, en todo caso, debiera haber sido siempre la de Nicki Nicole y despeja cualquier duda: quien le da forma a la fantasía vengativa es el imaginario colectivo patriarcal. 

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