Patria, la adaptación televisiva de la novela de Fernando Aramburu, en la mirada de Carolina Bello
Cuando altaneros o sumisos los países miran la historia del otro, la encapsulan en un imaginario desprovisto de idiosincrasia, de vivencia, de mito, de memoria colectiva. Así, y con independencia de la filiación política, cualquier persona uruguaya ha entendido cómo se construyó la figura mediática y mediada de José Mujica en el resto del mundo: en Japón existe una historieta infantil inspirada en él, y en los Balcanes hay un documental. Solo en Uruguay podemos entender que esa canonización exógena al componente cultural nacional tiene matices.
Lo que sobrevive cuando los países miran historias ajenas —aunque también sucede, con otra carga decodificadora, cuando un país se revisa a sí mismo—, son los hechos aprehendidos como cronologías míticas. Esos mitos son percibidos e interiorizados como eslabones aireados de la gran cadena en la que hemos elegido fundarnos y, por ello, creer. En el caso de los relatos contextualizados en la historia reciente, los eslabones pueden romperse con cierta facilidad e interrumpir el blindaje unívoco de la historia oficial. Es el testimonio contemporáneo al hecho el que posibilita este fenómeno. La historia, mientras es reciente, aún es perspectiva, antes que hecho.
Para españoles y vascos —y arribo a esta conclusión luego de haber leído de forma más o menos atenta el material crítico escrito en aquel país sobre la serie—, el denominador común sobre Patria fue el tratamiento lavado del conflicto etarra, centrifugado por los estándares de calidad estilística de HBO.
Pienso en mi percepción sobre la serie, que es un tanto distante de esas apreciaciones. Después entiendo todo. Crecí en los 90, jugando a las muñecas —curiosamente llamadas “de acción”–, comiendo pan con manteca frente al televisor, mirando el esqueleto de un auto humeante y preguntando a mi padre que qué era eso, qué dónde era, que quiénes lo habían hecho.
Mientras, al otro lado del océano y dentro del mismo televisor, en España vivían desde 1959, año en el que se funda ETA en pleno período franquista, de primera mano la confusión, la ruleta política y social; la creencia, el miedo, las escisiones, las familias divididas por una convicción pseudobinaria: estar de un lado, estar de otro o estar en los dos al mismo tiempo.
ETA no fue, a lo largo de su historia, una agrupación homogénea. Tuvo fracciones ideológicas que llegaron a enemistarse y a escindirse; tuvo ideales de izquierda y accionar de derecha, tuvo armas y tuvo aspiraciones parlamentarias. Un conflicto que no encuentra paralelismo en nuestra historia reciente: los lados de la dictadura uruguaya se me figuran más precisos: con y sin borceguíes.
Es claro, entonces, que el horizonte de expectativa —aquel que según los teóricos de la recepción, son las miradas y el manto de creencias que tienen quienes decodifican la obra de época en época y la hacen hablar en función de eso, más allá de las intenciones primarias del autor— no será el mismo en aquellos espectadores que no tengan incorporado el conflicto que aborda la serie como un ADN del ser español, del ser vasco. Las flores del mal significó algo bien distinto en el París de 1857 cuando se publicó, que lo que ahora puede generar en un adolescente nicaragüense de 17 años que la estudia en secundaria y así, la historia del arte.
Al parecer, Patria no es una serie llamada a ser profeta en su tierra, aunque puede funcionar, con dignidad, ante los ojos de un público no español, del mismo modo que El último héroe de Emir Kusturica puede funcionar en la India, Panamá o Madagascar. Discrepo con la crítica española que leí en que parece decodificarla como si fuera un artefacto de narrativa histórica. Y Patria no es una serie que pretende ser histórica. Más bien, como lo hicieron otras (un ejemplo es Mad Men en sus siete temporadas), hace hablar a sus personajes en función de un conflicto histórico, de una evolución que es circunstancia y consecuencia. La línea de tiempo no como riel, sino como escenografía motivadora y tentacular.
Vigilar y castigar
En Patria no nos quedará demasiado clara la fecha de fundación del movimiento ETA ni las resoluciones de cada asamblea a lo largo de los años; tampoco las disputas entre nacionalistas armados y partidarios del movimiento obrero a la interna de la agrupación. Nada sabremos, los latinoamericanos de a pie exógenos a la vivencia y al exhaustivo conocimiento de esta historia, qué significa para España el atentado de Hipercor, ni los pactos entre partidos, ni la llamada “guerra sucia” en donde grupos pro franquistas o paramilitares cazaron y torturaron a miembros de la organización e incluso llevaron a cabo atentados para adjudicárselos al grupo vasco. Tampoco conoceremos a partir de la serie el rol laxo de Francia durante gran parte del conflicto ni cómo se entiende la nomenclatura de un movimiento que en principio se autoproclamó de izquierda revolucionaria, pero abogaba por la supremacía de la lengua vasca como tatuaje de pureza, una suerte de supremacía racial plasmada antes de que el Nazismo tomara forma en Europa en los escritos del fundador del Partido Nacionlista Vasco, Sabino Arana, influencer para algunas fracciones del movimiento etarra. Si bien nada de esto se explicita en la serie, hay varios pasajes donde queda claro que no hablar euskera es una falta a la nación vasca pasible de castigo. Allí donde no podían las armas para exacerbar el nacionalismo, podría la lengua, circunscribiendo el pensamiento a una cantidad finita de significantes que no sólo marcarían una característica del pueblo en oposición al castellano español, sino que levantarían los ladrillos que todo nacionalismo necesita para amurallarse.

Al mirar la serie tampoco tendremos muy claro por qué la agrupación gozó de simpatía popular en sus principios, excepto por intuir que se consolidaron frente a la primaria opinión pública como opositores de acción ante la dictadura franquista. En fin, la historia está en los libros y Patria no pretende ser uno, aunque se base en uno de Fernando Aramburu. Sí pretende contar una historia, de las muchas, acaso con el emotivo objetivo con el que, por ejemplo, se contó La noche de doce años. Un fragmento de ficción que eligió reproducir otros fragmentos de un conflicto grabado en las moléculas mnémicas de todos los uruguayos desde entonces.
Lo que importa en Patria son muestras que podemos extraer para entender, de forma encarnada, focalizaciones que no aparecen en las cronologías de Wikipedia. Un estado de las cosas, de indicios, como hacerse a la idea de que los infiernos han sido llamados a ser grandes en la lógica de los pueblos; que el “de eso no se habla” es un esquema mundial de los países, como si el progreso del Estado nación consistiera siempre en soltar mochilas para avanzar —antítesis de este ejemplo es el caso alemán que, lejos de ocultar al nazismo como parte constitutiva y vergonzante de su historia, lo eleva a la categoría de memoria viva en espacios llamados “Topografía del horror” que cualquier visitante puede recorrer en el medio de Berlín.
El tiempo de la historia y el tiempo del relato
Ese estado de cosas que plasma Patria, también nos hace inducir que las gestas históricas no pueden ser jamás una foto desde el presente, y que la defensa de la lengua como escudo nacionalista es una navaja de cuatro filos. Todos ellos, apenas disparadores que la serie a veces insinúa, a veces explicita. Pienso en la diferencia entre “Story” e “History” que en español no existe y es la clave para hacerle justicia a esta serie que viene a ocuparse del primer término, no tanto del segundo.
Al hacer un contrapunto entre una familia amenazada con un miembro extorsionado y asesinado por ETA y una familia en la que un hijo es reclutado por la organización, las instrucciones morales de la serie nunca terminan de cristalizar, aunque la emotividad y la tensión generada en torno al personaje amenazado, inclina siempre la balanza en favor de esa empatía.

La serie es acertada en su manera de narrar. Aquella realidad que no se puede contar ni repetir, sino inventarla de nuevo, como afirmaba Tomás Eloy Martínez, es traída a la ficción desde diferentes focalizaciones o puntos de vista, lo cual suma perspectiva para que el narrador casi nunca tome partido por ningún personaje en especial. Otro acierto es lo que el autor de Santa Evita aplicó con maestría en ese libro, la visión estereoscópica: volver a pasar por el mismo hecho con la mirada de diferentes personajes, e incluso en diferentes tiempos del relato. De esta manera, la serie no termina de ser complaciente con una única visión, como si los guionistas que adaptaron el libro hubiesen entendido de entrada que un conflicto heterogéneo se aborda de la misma manera.
Quizás, su gran defecto es que le faltan capítulos. El meterse con un organismo vivo requiere pericia, ajustar las lentes del microscopio. Patria parece un producto al que corrió el presupuesto, o la mala voluntad de algún directivo de HBO, porque a este conflicto que en la vida real duró medio siglo, le faltó rodaje en el que macerar la historia dentro del relato.
Sin embargo, son muchos sus aciertos. La osadía de contextualizar acciones dentro de un conflicto contemporáneo y vivo; el respeto por la narración en función de las acciones de los personajes y la encarnación que de ellos hacen actores y actrices —principalmente las dos principales, que llevan de las narices a la historia—. Pero, sobre todo, la serie es ponderable por sus planteos subrepticios como puntapié de reflexión: el miedo endémico, la construcción del Estado nación, los híbridos ideológicos, la familia como núcleo duro de los conflictos humanos, los límites insondables del nacionalismo, la lengua como pensamiento, defensa y armamento, los estertores de una época que no ha terminado de agonizar.
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