Gisele Amaya Dal Bó visita El imperio de los sentidos, la provocativa película de Nagisa Ōshima (1932-2013)
El 18 de mayo de 1936, por la noche, Sada Abe deslizó el fajín de su kimono bajo el cuello de su amante y lo asfixió hasta matarlo. Simulacro demasiado real de los juegos que habían compartido (según ella, Kichizō Ishida le había pedido, antes de dormir, que la próxima vez que lo ahorcara no se quedara a mitad del camino, porque volver era muy doloroso), se adormeció quizás junto al cadáver de su antiguo patrón y amante, y tras yacer algunas horas, cortó el pene y los testículos del cuerpo y escribió en su pecho, con sangre, “Sada, Ishida no Kichi Futari Kiri”, que hay quien traduce por “Sada y Kichi, juntos” o “Sada y Kichi, solos”.
La encontraron cuatro días después, todavía con los genitales de Kichizō Ishida. Había planeado matarse, y cuando la juzgaron, pidió que le dieran la pena capital. Le preguntaron por qué lo había matado, y explicó que había sido por amor: que lo quería solo para ella, que como no podrían nunca casarse, cualquier otra mujer podía tocarlo. Matarlo era sustraerlo al deseo de los otros. La condenaron a seis años de prisión, y la soltaron a los cinco. En la foto que le tomaron tras ser arrestada en la estación de policía de Takanawa el 20 de mayo, se la puede ver rodeada de hombres, todos extrañamente sonrientes.

El caso de Sada Abe se volvió famoso. Hubo quien interpretó que su particularidad residía no en el morbo, sino en el hecho de que no hubiera matado a su amante por celos, sino por amor. La frontera entre los celos y el amor, sin embargo, es difícil de delimitar, sobre todo de acuerdo con lo testimoniado por Abe. Otros comentarios, en cambio, señalan la productividad de un escándalo truculento durante el inicio de la segunda guerra sino-japonesa. El caso, sin embargo, presenta cierta irreductibilidad: ¿por qué Sada Abe mató al único hombre que había amado? ¿Qué explica la entrega de Kichizō Ishida?
En 1976, Nagisa Ōshima adaptó la historia al cine bajo el título Ai no korīda (literalmente, “la corrida del amor”). En un guiño a L’empire de signes de Roland Barthes, de 1970, en francés apareció con el título L’Empire des sens, que dio El imperio de los sentidos en español. La película es, a la par, bella y demasiado real. Abiertamente explícita, muestra el desarrollo y el clímax de la relación entre Abe e Ishida: el encuentro marcado por la relación desigual; el juego de seducción igualador; el escape a distintos salones de té en los que construyen una existencia al margen de sus familias y de la guerra que se cierne, una existencia en la que imperan los sentidos; el viaje hacia terceros (Sada Abe se prostituye, Kichizō Ishida visita a su mujer); los celos y el acoso; las pequeñas exploraciones y perversidades in crescendo; la búsqueda de la fusión, la muerte. Las imágenes de su vínculo pasional exponen la materialidad de la sexualidad sin ambages, pero sin subrayarla: quizás por esto la película es pornográfica (fue, por esto, censurada en mayor o menor medida en varios países), pero se resiste a su clasificación dentro del género. Como si, en la pregunta sobre cómo mostrar a estos dos amantes cuya historia de amor se desarrolla en una manifestación radical, fuera de sí, que muta en tortura y muerte (Žižek dice, al respecto, que la película es un ejemplo de la pasión por lo real que caracterizaría al siglo XX: la búsqueda de la autenticidad en su extremo violento o crudo), Ōshima hubiera optado por una cámara testigo, que mira frontalmente, de manera directa, sin exotismos o romanticismos. Aunque la sexualidad está presente, y a veces es protagonista de la imagen, no hay énfasis, como si, para retratar la relación y la búsqueda que consume a los protagonistas, la cámara buscara escamotear su rol de narrador, juez y director de orquesta.
La película logra, así, más que ofrecer un comentario de la historia, abrirla a la interpretación: se nos presentan indicios para una explicación sociológica de la situación en la que se encuentra Abe (su pobreza), o para un abordaje psicologizante (su temor a que su deseo no sea normal); se nos muestra también su crueldad (en la escena con los niños), su posesividad (en el acoso, en las amenazas), su dependencia (el sexo como refugio y certeza frente a los embates externos), su poder y su enajenación (en la escena final en las gradas), pero el conjunto de imágenes mantiene la opacidad de la protagonista, que cuanto más se muestra más se nos escapa.
Algo similar puede decirse de Ishida, que es aún más inaccesible: podemos verlo en su rol de patrón, de esposo y donjuán viril, y podemos ver también cómo busca en Sada Abe el límite, la inversión y la fusión; lo vemos ser privado de sus ropas masculinas por su amante, y esperarla pasivamente y con ansias, vestido con un kimono de mujer, hasta que regresa con el dinero. Su rostro muta: de confuso y casi preocupado, se muestra sonriente y burlón, en un gesto rápido que puede interpretarse como aquiescencia tanto como negociación frente a las amenazas de ella. En todo caso, lo vemos casi constantemente pasivo, yaciendo de espaldas bajo ella o haciendo suyo sus deseos, y disfrutando en esa entrega que le da la espalda al mundo, como en la escena de la vuelta a su amante, en la que camina al borde y en sentido contrario de un desfile militar vitoreado por mil banderitas. Lo observamos siguiéndola e incitándola, hasta el extenuado consentimiento final, y aún entonces no logramos penetrarlo.

El mérito de la película de Ōshima es precisamente esta explicitud sin moralina, el ofrecer un conjunto de imágenes bellas (la composición de colores y la plasticidad pictórica dialoga con las estampas japonesas, pero también con la pintura religiosa europea) y en este ejercicio estético, abrir la puerta a la pregunta exploratoria y la complejidad. ¿Es esta una muestra de los peligros de la comprensión fusional del amor, de los límites pasionales que no hemos de traspasar? ¿Puede ser esto llamado amor? ¿Es una indagación en la pulsión de muerte que nos enfrasca en relaciones riesgosas? ¿O debe ser comprendida, acaso, como una advocación antimilitarista del carácter transgresivo de la sexualidad y de un deseo de escape de las hipocresías del moralismo burgués? ¿Es esta una película profundamente feminista, que afirma y explora al paroxismo el deseo sexual de una mujer? Quizás no es nada de esto, y justamente en esto radica su ambigüedad e interés.
Al espectador queda la perturbación y la tarea de dar este cierre: mientras Sada Abe yace junto al cuerpo de su amante tras la escena de la emasculación, la voz de un narrador se presenta por primera vez para informarnos brevemente de su devenir y de la fecha de los acontecimientos, y la imagen se precipita a los títulos rojos como el kimono de la protagonista, expulsada finalmente del lecho ya frío de los amantes.
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