La clásica historia de terror (2021), de Roberto De Feo y Paolo Strippoli, sirve a Carolina Bello de centro para una serie de reflexiones sobre el horror, el documental y la ficción
Una parodia está llamada a subvertir. Un valor, una ideología, una cosmovisión, una forma de hacer. Un paso más allá de la burla —que no propone nada más que una reacción inmediata y vacua—, la parodia —ya sea humorística, satírica o solemne— no señala a su presa con un dedo burlón; más bien observa, recrea, aporta una visión absurda sobre lo que hasta entonces considerábamos acabado, canónico, sagrado. Crea, por lo tanto, una reflexión, no solo una experiencia estética o de divertimento.
Si entendemos que La clásica historia de terror no es, per sé, una película pensada para divertirnos teniendo miedo, podemos apabullarnos con el otro miedo que propone: ¿cuándo naturalizamos el terror? ¿cuándo nos convertimos en adictos al hiperreal que supone toda pantalla? ¿Por qué podemos reconocer al horror en el mundo real y captarlo a través de una lente para guardar el momento? El terror, aquel terror de La profecía (Richard Donner, 1976), no existe más adentro del cine: ya todos tenemos cámaras para filmar lo siniestro.
Sin explicitarlo, aunque anunciada desde su modesto título, la película es, entonces, una parodia. Un género que, desde Aristóteles en adelante, propone socavar las estructuras artísticas y, por lo tanto, ideológicas, de cualquier discurso que lo preceda. No existe parodia sin referencia. Para que haga efecto, lo paródico debe servirse del referente al que pretende intervenir con método. Este, el método, es la diferencia fundamental entre una recreación metadiscursiva y una burla llana. La burla señala, la parodia secuestra.
Si lo que se espera al poner play es asistir a una película del género terror, van a decepcionarse con esta creación italiana de Roberto De Feo y Paolo Strippoli. Pero, si la disposición del ánimo se inclina por la curiosidad que desde el vamos propone el título, además de la nacionalidad de la película —un perro verde en el mainstream terrorífico— la experiencia resulta, incluso, gratificante, más allá de que no se catapulte a obra maestra del cine ni mucho menos. ¿Por qué?
Porque lo que con humildad, aunque con despliegue, propone la película, lo logra: reflexionar ya no sobre un género cinematográfico, sino sobre sus condiciones de producción, sus condiciones de recepción en esta era, el simulacro fuera y dentro de las pantallas, el arte como entidad devaluada frente a la siempre y cada vez más cotizada realidad; el espejo siniestro que hemos atravesado de lleno, la paradoja de buscar terror dentro de una pantalla, cuando alcanza solo con mirar en torno. El horror seguirá siendo una experiencia estética: el otro miedo.

La película propone un esquema narrativo elemental del género: un grupo de protagonistas en una ruta ve interrumpido su viaje, terminan en un bosque con una cabaña sospechosa en donde empiezan a pasar las cosas raras. En el plano de los personajes, lo esperable: un cincuentón con un misterio, una pareja liviana conformada por el pelirrojo frágil y la rubia de short; una chica hermosa y tímida que se sube a la caravana escapando con un incipiente embarazo a cuestas y el nerd presa de un posible bullying en el pasado que ahora se dedica al cine. Hasta ahí, nada que no hayamos visto en La masacre de Texas (Tobe Hooper, 1974), La cabaña del bosque (Drew Goddard, 2011), El proyecto Blair Witch (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999), La casa de cera (Jaume Collet-Serra, 2005) o Sé lo que hicieron el verano pasado (Jim Gillespie, 1997). A su vez, no existe en el arranque ningún atisbo que la acerque al cine de terror que en los últimos años ha dejado de lado la trama elemental o el gore para dar paso a un terror alternativo que por lo general parte de la premisa “algo de todo esto podría pasar en realidad y da miedo” y del que son exponentes Get Out (Jordan Peele, 2017), It Follows (David Robert Mitchell, 2014), The Babadook (Jennifer Kent, 2014), No respires (Fede Álvarez, 2016) o A Dark Song (Liam Gavin, 2016), una de las mejores películas de este género en los últimos años.
El montaje final es muy curioso
Mientras avanza, y siguiendo los pequeños e insignificantes indicios, casi siempre enjaulados en la boca del mismo personaje, se va construyendo una tensión barata, aunque efectiva, que, si miramos bien, no importa, porque la película es honesta en su declaración paródica. No es un homenaje, tampoco un pastiche. Es la necesidad de dos realizadores que eligieron los esquemas más férreos de una manera de narrar no para reírse de eso como un bully que le tira la bandeja al chico con acné insondable, sino para generar un metadiscurso por momentos obvio y por momentos lúcido.
Esa lucidez se ve en los niveles de sentido que va proponiendo la película, es inútil buscarla en el argumento. Hay una serie de elementos que funcionan para hacerla andar que no tienen que ver con lo que pasa en la primera capa del relato, sino con una voz que se activa en la mente ayudada por pequeños indicios y que, más tarde o más temprano, desencadena algún tipo de reflexión sobre el horror mediatizado, la realidad y la ficción.
¿Y si toda la película que estamos viendo en donde se extirpan ojos, se exuda miedo, se gastan championes en el bosque, fuera la filmación de una puesta en escena real? Esa (alerta spoiler, qué concepto tirano para cualquier metadiscurso) es el tema que propone la película: revelarnos que todo el horror que vimos hasta ese momento ocurrió realmente porque uno de los personajes quiso hacer una película de terror real, no realista.

Pero sin dudas, lo más inquietante de la película ni siquiera son las reflexiones más o menos lúcidas, más o menos ingenuas que propone, sino lo que acontece inmediatamente después de los primeros créditos. En ese momento, cuando ya volteamos la cabeza para reincorporarnos luego del final, asistimos de pronto a la filmación de una pantalla de computadora en plano subjetivo, mientras el cursor pincha el logo de acceso de la llamada Deep Web, donde ocurre, aunque no lo veamos, el verdadero terror del mundo. Al hacer clic, aparece una interfaz igual a Netflix llamada Bloodflix, en donde el usuario pone play en la película que acabamos de ver, pero esta vez filmada sin tratamiento, bajo las premisas del llamado “Coeficiente Zapruder”, en referencia al nombre de la persona que, por casualidad, filmó el asesinato de Kennedy y pasó a la historia por la potencia única del registro.
La denominación “Coeficiente Zapruder”, acuñada por Martin Scorsese y Mike Waldleigh —quien dirigió Woodstock: 3 Days of Peace & Music—, aparece como una unidad de medida de la veracidad —siempre esquiva en el género documental— e impacto de las imágenes. Cine directo, cámara en mano temblorosa, reducción de la idea de mediación al estilo de Policías en acción o El proyecto Blair Witch. Estos minutos que ocurren luego de los créditos, son el verdadero plot twist de la película. Si bien hasta el final del relato la idea planteada era que un director de cine estaba filmando una película de terror donde mataban gente de verdad, la focalización externa del narrador (distinto hubiese sido que toda la película se filmara con cámara subjetiva del director asesino) nos coloca en el plano de la ficción y le resta valor de impacto y veracidad al relato. En definitiva, durante toda la película —especialmente en su segunda parte— es lícito cuestionarse dónde está la cámara que filma cómo filma el director.
Al incluir la proyección de la película en su versión Zapruder —con la visión subjetiva del director, cámara temblorosa en mano— los directores de La clásica historia de terror parecen querer remachar la idea de que esa filmación que vimos en modo película con tratamiento ocurrió realmente y fue filmada de forma amateur. No lo logran de la mejor manera, porque mientras el cursor se desliza por la pantalla de computadora hasta dar con esta versión gore de Netflix, incluyen un innecesario plano de un usuario entre las sombras que anula por completo la visión subjetiva de esa búsqueda en Internet y hace aparecer de vuelta a un narrador que focaliza externamente —es decir, nos vuelve a dar idea de una ficción narrada que anula el efecto Zapruder que quisieron lograr—.
Sorteado ese defecto, que inquieta por su ingenuidad o descuido, hay escenas que estéticamente son irreprochables, con el aderezo de una idiosincrasia italiana que sus autores no desconocen: la mafia como motivo y mito; secuencias gore musicalizadas por cantautores italianos de Azul FM del 93, una fotografía inequívocamente bella y, sobre todo, un denodado amor por la reflexión sobre un arte que no va a salvar al mundo pero que a veces nos corre un axón de lugar.
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