A partir del visionado de The Andy Warhol Diaries (Andrew Rossi, 2022), Ramiro Sanchiz reflexiona sobre la voz y lo que hay en ella de humano
El cuento “La cara”, de Luis Carlos Barragán, refiere a una biotecnología capaz de regenerar rostros dañados seriamente por accidentes graves. Con la ayuda de neurotransmisores provenientes de insectos, los rostros regenerados o recreados no sólo son indistinguibles de los originales en apariencia sino que, además, permiten a su portador una gama mucho más amplia de matices a la hora de expresar emociones. Y así como en los grotescos visages del doctor Hilarius en La subasta del lote 49, la novela de Thomas Pynchon, esas emociones expresadas suscitan cambios anímicos y cognitivos en quienes las contemplan. El protagonista del cuento es un soldado al que se le practica esta reconstrucción facial después de haber sufrido una explosión en una de tantas guerras colombianas; con su nuevo rostro descubre que es capaz de influir sobre otras personas y doblegarlas: su nueva expresividad produce sobrecogimiento, maravilla y horror, y también anula la voluntad. El sujeto receptor de estas expresiones, entonces, queda desplazado momentáneamente en términos de agencia: por un instante, está en otra parte, mientras otra cosa toma el control. En el cuento, ese desplazamiento se apoya en un principio tecnológico transhumanista: hay una fusión, es decir, de lo estrictamente animal (los insectos que sirven de base a la biotecnología en cuestión) y lo humano (la persona que recibe el nuevo rostro) para activar potencialidades, tanto exacerbando la gramática de expresiones faciales humanas como suscitando otras tantas pautas nuevas, transhumanas.
Cabe preguntarse si Barragán sostiene tácitamente una postura expresionista/sujeto-céntrica. El cuento, en cierto modo, da por sentada la ontología de un sujeto anterior/trascendente al proceso de producción de expresiones faciales, capaz de “expresar” las emociones (en el sentido de que estas “preexisten” al proceso expresivo o a la enunciación, y a la vez constituyen al sujeto) y equipado ahora con más y mejores herramientas, como un artista que ha adquirido nuevas técnicas mediante el sistema de aprendizaje acelerado de The Matrix. A medida que avanzamos en el relato, sin embargo, empezamos a entender que la afectividad y la cognición del protagonista se han visto alteradas por retroalimentación (de los resultados de sus avances sobre el sustrato de sus deseos y su maquinaria expresiva), de manera que, incluso si el cuento se mantuviera dentro de los límites de un transhumanismo (es decir, la idea de que los seres humanos están dotados de una agencia eficiente a la hora de intervenir sobre sí mismos en un progreso prometeico de anulación de las condiciones de la finitud, y que esa agencia se manifiesta y despliega en relación a la tecnología) y eludiera, por tanto, desplegar plenamente su potencialidad poshumanista (es decir, la crítica a los conceptos de humanidad, agencia y sujeto desde una revisión cibernética de su ontología), lo narrado termina por postular la deshumanización/insectización del protagonista, cuyas “emociones” se ven de pronto producidas por el proceso intervenido tecnológicamente en lugar de preexistir a este en términos de expresión o exteriorización de una interioridad.
Dado que la gramática de las emociones es central a la producción de lo humano (en la tradición de ficciones sobre autómatas y replicantes, en última instancia, la distinción humano/androide o humano/robot se ha apoyado siempre en alguna forma de reconocimiento de la diferencia en la emotividad/gestualidad, como sucede por ejemplo en Blade Runner y Blade Runner 2049, con sus test Voight Kampff y de Línea Base, capaces de determinar qué tanto se aparta de la zona humana la emotividad de un posible replicante), las emociones expresadas y leídas en un rostro intervenido por la biotecnología insectoide de ”La cara” marcan una pauta de devenir-inhumano, que en la solución poshumanista radical del tema cristalizaría en el reconocimiento de que nunca hubo una ontología de lo humano trascendente y que por tanto nunca fuimos humanos (o que somos aliens immer schon y, en efecto, habremos siempre de haber sido aliens) más allá de la producción colectiva de lo humano y los deseos/tropismos —programados por la evolución— que nos atraen a esa producción: lo único real de lo humano, como se repetirá más adelante en este ensayo, es el deseo de serlo, y el cuento de Barragán sugiere —en la línea de la nueva carne cronenbergiana, que aquí, más que intervenida por las tecnologías mediáticas, queda invadida, infectada o “parasitada” por la carne-insecto y la biotecnología apoyada en esta— que el rostro intervenido deviene o ha de devenir un rostro-inhumano.
Aislemos ahora la pauta conceptual que acelera la ficción de Barragán hacia un extremo poshumanista y pensemos en su exposición del rostro-en-tanto-alien immer schon. El componente narrativo, el hecho de que se cuente una historia de tal o cual manera sobre tales y cuales personajes y situaciones, se desvanece en el incremento de velocidad, como un ritmo que deviene tono: “La cara”, finalmente, retorna a su título: su protagonista ya no es un sujeto humano en devenir, ya no es una historia de lo humano en cierto humano en particular, sino que es y ha sido siempre el rostro (en oposición a un rostro). La maquinaria de rostridad deleuzoguatariana queda expuesta, sin discontinuidades, sin umbrales biotecnológicos, porque el rostro siempre ha sido en definitiva una cosa alien: si “el rostro no es universal (…) es el propio Hombre blanco, con sus anchas mejillas blancas y el agujero negro de los ojos. El rostro es Cristo (…) no universal, sino facies totius universi. Jesucristo superestar: inventa la rostrificación de todo el cuerpo y la transmite por todas partes” (Mil mesetas, p. 182), el tono que produce su narrativa acelerada es el de un “anticristo” en tanto inhumanidad: el Jesucristo deleuzoguattariano es la sobrecodificación del rostro del hombre blanco como producción de lo humano, pero la cara barraganiana es la imagen hackeada de They Live o los contra-alucinógenos del cuento “La fe de nuestros padres”, de Philip K. Dick,: allí donde el rostro señalaba lo humano, ahora exhibe lo alien que siempre estuvo allí. Rostro a rostro, el humano y el alien se revelan dos lados del mismo espejo: cuando en Alien 3 el xenomorfo acerca sus multifauces a Ripley, ésta permanece con los ojos cerrados hasta el final de la secuencia; entonces los abre, ligeramente, pero los mantiene mirando hacia abajo, no hacia la criatura, a la que parece determinada a negarle el beso, a rechazar la identificación final: cerrar los ojos, aquí, implica persistir en un no-ser-alien pese a todo, por más que Ripley no podrá evitar su propio devenir alien (o contaminarse de alienidad al volverse parte del proceso transespecie huevo-huesped/parásito/xenomorfo) salvo suicidándose.
Ripley puede cerrar los ojos, pero el alien está de todas formas ahí en su presencia física, sus olores y sus ruidos. La primera película de la saga apelaba famosamente a una ausencia de sonido (“en el espacio nadie puede oírte gritar”), pero su solución del gótico espacial vuelve a la nave una instancia más del continuo de la casa encantada, el castillo y, también, la deriva neogótica/ligottiana de la fábrica abandonada en un paisaje posindustrial. Como en “El barrendero de sonidos” de J. G. Ballard, las paredes físicas son la instancia inmediata de una “grabadora” tanto de eventos terribles (El resplandor) como de sonidos espeluznantes (en el fondo pueden muy bien ser la misma cosa): cantidades sónicas residuales/espectrales que hauntean nuestro presente con la potencialidad de vulnerarnos. En definitiva, el tópico sonicogótico por excelencia es la eerieness de los sonidos misteriosos y su problematización de la agencia implicada, como señala Mark Fisher en The Weird and the Eerie (“Aproaching the eerie”, p.62), de la cual los casos más consabidos y cliché son los de las cadenas arrastradas por los pasillos y los lamentos de ultratumba.
En la obra de Lovecraft —tantas veces leída como un reboot del relato de horror postulado como una negación de los tópicos más visibles del gótico y a la vez su reformulación en espacios xenoarquitectónicos como la ciudad de En las montañas de la locura— ciertos sonidos pueden servir de pasaje de egreso a un Afuera inhumano. Por ejemplo, en los cuentos “La música de Erich Zann”, “El que acecha en las tinieblas” y “Nyarlathothep” los sonidos implicados en pasajes a un ámbito alien (imaginemos los ecos en la ciudadela alien de En las montañas de la locura) son presentados en términos de cualidades sensoriales inusitadas o imposibles, como señala Isabella Van Elferen en su ensayo “Hyper-Cacophony: Lovecraft, Speculative Realism and Sonic Materialism”. Así, lo weird queda significado una vez como la confrontación con aquello que sabemos imposible y a la vez nos confronta, pero esto opera ahora a partir de la postulación de realidad pautada por nuestros oídos —en el caso de la voz insectoide de Nyarlathothep (o el rostro insectoide de “La cara”) como una negación cabal de la posibilidad de erigir un sujeto agente a partir de una voz (o, en el cuento de Barragán, una serie de expresiones cuyo residuo sea lo humano)—. En efecto, si Barthes leyó en “el grano de la voz” esa cualidad tímbrica capaz de producir aquello que identifica o individualiza a un sujeto determinado, la voz de las entidades inhumanas en los cuentos de Lovecraft hace de lo vocal un cuerpo sin órganos deleuzoguattariano, desterritorializado y desestratificado: no sólo un timbre carente de referente/significado sino un arma sónica capaz de destruir la maquinaria significadora o, mejor aún, de exhibir el pacto hipersticional/pareidólico que postula sujetos a partir de ciertas cualidades del sonido, de la misma manera en que tendemos siempre a “leer” rostros en manchas sin otro significado que el que le impone “ese conglomerado de razonamientos que llamamos visión”, por citar al Proust que cita a Elstir. Donde oímos voz oímos un sujeto agente emisor, un individuo, una personalidad; el virus lovecraftiano carcome esta audición como un arma de la sublevación terrorista del des-sonido o unsound.
El cliché humanista de los ojos como “espejo del alma” —el rostro como signo de lo humano— traza una metonimia/metáfora que moviliza ojos y rostros en una maquinaria productora de sujetos individuales a partir de planos, contornos y movimientos o gestualidades pretendidas como expresivas de ese “mundo interior” que conforma una personalidad; del mismo modo, el grano de la voz barthesiano cifra un quién en cualidades tímbricas que distinguen, pongamos, a Freddie Mercury de Iggy Pop más allá de la sobrecodificación impuesta por la institución musicológica y su modelización (arrinconamiento) de lo sonoro en lo musical. El timbre, en última instancia, es tan indescriptible como ajeno a técnicas y habilidades, a lo entonado o desentonado, afinado o desafinado, expresivo o inexpresivo, pero su eficiencia a la hora de adherirse en rasgos de una personalidad es mucho mayor que la de la tendencia idiosincrática a quedar ligeramente por debajo o por encima de las notas. Pero, además, pensar en grabaciones y la disponibilidad del sonido reproducido permite postular tanto un timbre original (el de la voz grabada y a partir de esta las cualidades del sujeto producido por ésta) como su envoltorio tecnológico, que lo envuelve en artifacts más o menos intensos, como el grano analógico de la cinta o la ecualización “fría” del CD. En efecto, no es lo mismo la producción de la voz/identidad de Robert Johnson a partir de la grabación lo-fi de su voz hecha con el grabador de cinta apoyado en el piso de madera y su micrófono que apunta al aire de la habitación que la producción de la voz de, pongamos, Kurt Cobain en el momento del suspiro previo al último verso de “Where did you sleep last night” en Unplugged in NY, reproducido desde un CD. Quedaría delineado, entonces, un continuo de la representación de la voz mediado por la tecnología y su producción de temporalidades, a lo que cabe añadir variables estéticas que aportan ecualizaciones y reverberaciones específicas de acuerdo a la idiosincrasia de los productores en relación a las tendencias sónico-estéticas de su tiempo y el sustrato del mercado y el tecnocapitalistmo global. El “sonido de los ochenta”, en ese sentido, hace de la tecnología y la técnica un elemento tan constitutivo del grano de la voz como todo aquello que postula la personalidad de un cantante determinado, porque la voz postula un sujeto siempre mediada por la tecnología. Lo espectral/hauntológico (es decir, la posibilidad de hacer presente la voz de aquellos a quienes la muerte ha vuelto ausentes y permitir a esta presencia/ausencia hauntear nuestro presente suscitando la producción de afectos, subjetividades y temporalidades), delimita el campo de lo real produciendo el significado de la voz presente en oposición al de la voz grabada o, en menor medida, la voz en vivo pero cuyo timbre es inevitablemente modificado por la amplificación. Tendemos, es decir, a no entender al aparato fonador como una tecnología, si bien a todas luces lo es: una tecnología emergente de los millones de años de evolución de los primates y sus necesidades de establecer redes de colaboración/solidaridad para resolver en términos de ventaja adaptativa las presiones del ambiente. El grano de la voz grabada y su espectralidad se postulan en términos de oposición a una “realidad natural” de la voz presente, pero esta también depende de condiciones materiales inmediatas de producción y transmisión: elementos físicos resueltos en términos de acústica o de variables imponderables en formas y tamaños de órganos fonadores, cuya sobrecodificación solo se da en términos de una retroalimentación de la producción de individualidades en la medida en que voces más fuertes o quedas se entienden de inmediato como signos de una personalidad más avasallante o asertiva en oposición a otra más discreta o tímida. Pero el sustrato físico permanece en un más allá de la significación, del mismo modo que es imposible describir un timbre en sí mismo; así, presente o ausente, espectral o real, la voz remite —más allá de su grano y su producción de invididuación o personalidad— a un objeto que se da immer schon en el retroceso de la posibilidad de fundar un conocimiento correlacionado en términos de sujeto cognoscente y objeto conocido. La verdad de la voz, una vez más, es que no hay un sujeto del otro lado sino apenas materia.
La voz de Warhol en The Andy Warhol Diaries (Andrew Rossi, 2022) es un caso interesante, en tanto es producida en un circuito que involucra un archivo —el de grabaciones de la voz “real” del artista—, una serie de algoritmos programados en una IA, y un actor humano —Bill Irwin— que “rellena” los huecos en la síntesis; dado que el efecto es escuchar a Warhol decir aquello que jamás grabó (aunque se asume que son palabras que en efecto pronunció, en tanto sus diarios eran dictados telefónicamente a su colaboradora Pat Hackett), comparece la doble espectralidad de la grabación de lo jamás grabado y la presencia (hauntológica) del ausente. Que los muertos hablen desde sus grabaciones es algo consabido en nuestra cultura de la reproducción del sonido, en tanto ofrece una repetición o reiteración de lo ya dicho en una instancia consagrada; la voz IA de Warhol, sin embargo, ofrece no lo mismo sino una forma de lo nuevo, en tanto oímos a Warhol por primera vez leer su diario publicado póstumamente. Esta forma de lo nuevo es posible dada la mediación de la IA (la modulación efectuada por el actor representa algo así como un 15-20% del sonido resultante), que simula o replica —como si de un androide/replicante/simulacro se tratase— la voz en cuestión; entonces, de lo que se trata es de asumir la warholness (o warholidad) a partir de la doble instancia de un un timbre específico (que la IA produce desde un archivo de grabaciones reales) y una serie de hábitos enunciativos, cadencias y ritmos en el habla. Esa warholidad, sin embargo, no tiene del otro lado —y esto es evidente desde el enunciado del artificio por parte de los productores de la serie— un sujeto real o su huella fonográfica, sino que se apoya en lo que ya creemos conocer de esa warholidad (y de ese Warhol) para propiciar una identificación de la voz nueva y sintética con aquella real de Andy Warhol. Y allí donde la IA produce una emulación limitada por parámetros de resolución o pautas de complejidad, el oído no se detiene en la evidencia de lo maquínico —como podría suceder en el caso de detectar instancias repetidas de cadencias y ritmos, soluciones reiteradas al problema de producir esa expresividad warholiana— sino que “rellena” los presuntos huecos de la resolución postulando automáticamente la realidad —o la identificación con el sujeto “real”— de la voz en cuestión. El reconocimiento de la warholidad, entonces, es posible mayoritariamente gracias a una máquina o un proceso: eso que distinguimos como la huella del sujeto humano Andy Warhol (es decir eso que hace que la voz de Andy Warhol sea/haya sido/habrá de haber sido la voz de Andy Warhol) revela más bien los contornos de un algoritmo, una instancia presentada de antemano como no-humana. Aquí, entonces, la IA nos dice qué es lo humano instanciado en el grano de la voz y la expresividad de un humano tan específico/real como simulado/sintético: la IA se vuelve en definitiva una fundación de lo humano, como si los rostros del cuento de Barragán, en lugar de escalar hacia la monstruosidad y la abyección, devinieran más humanos que lo humano (y se volvieran matrices de lo humano, prototipos de lo humano), por parafrasear al lema de Tyrell Corp. No hay más humanidad, entonces, que aquella que producen las máquinas para nosotros.
A la vez, el documental se esfuerza por cargar las tintas humanistas para compensar, si se permite el término, la apelación a lo poshumanista implícita en su uso de la IA para modelar al sujeto/objeto de sus episodios. Warhol famosamente buscó equipararse con una máquina o un androide, pero The Andy Warhol Diaries se adelanta para denunciar la fachada y exhibir a Warhol en su “humanidad esencial”. Esto se lleva a cabo ante todo apelando a la consabida condición de la finitud, de manera que desde el comienzo esta instancia de revelación de la intimidad que hace al diario (de exposición de la vulnerabilidad, incluso) es presentada en relación a la cercanía de la muerte (a partir del atentado contra la vida del artista) y la presencia recurrente de la enfermedad y la fragilidad; del mismo modo, el deseo —ese otro gran pilar de la modelización humanista de lo humano— es movilizado como estrategia de presentación del “verdadero Warhol” en términos de una identidad gay que él mismo intentó borronear o disimular, de alguna manera “corrigiendo” el gesto de no salida del closet para, así, enmendar a Warhol en el contexto de una cultura contemporánea y abiertamente gay/queer. Para garantizar esto se propone el testimonio de aquellos de quien se sostiene tácitamente que lo conocieron mejor y comprendido más, proponiendo al conjunto de aquellos capaces de agenciar un relato más fiel a la “realidad” de Warhol que el que el propio Warhol (y la mistificación o la ignorancia de sí postulables quedan resueltas en términos de esa finitud “humana” implícita en la producción del relato y la producción/presentación de la figura de Warhol) construyó a lo largo de su vida, como si se repitiese siempre claro que no sos un androide, Andy, ¿a quién quisiste engañar? En definitiva, el documental intenta tanto plantear como resolver el enigma Warhol en una solución humanista: todo aquello que hizo que Warhol se distanciara de sí mismo es, en definitiva, un elemento más de su profunda humanidad, esa misma que comparte, naturalmente, con todos nosotros, humanos. Esa construcción de warholidad/humanidad, entonces, compensa la producción inhumana/maquínica de la voz, como si propusiera que por encima del grano y del timbre, por encima de ritmos y cadencias, hay una humanidad más profunda que la audible: algo que comprendemos entre humanos, como si se tratara de una solidaridad cognitiva que resiste la puesta en palabras pero que está al alcance de todos, incluso de quienes se dijeron androides alguna vez.
Esa producción de una instancia superior a la materia (a lo sonoro, en este caso), esa apelación a una trascendencia con respecto al circuito de producción de individualidad a través de la voz, esa postulación de un algo más, en definitiva, es una instancia tan gnóstica como el parlamento de Peter Wayland (Guy Pearce) al comienzo de Alien: Covenant, con su negativa a creer que lo humano pueda reducirse al azar de la evolución y a la interacción entre las moléculas, los átomos o, más allá todavía, las partículas y las fuerzas fundamentales del universo. En efecto, debe haber algo más, algo en lo que reconocemos nuestro origen o nuestra fuente, nuestra procedencia trascendente y superior, como cuando Simba comparece ante el fantasma de su padre para comprender que debe dejar atrás la vida indigna de un león reducido a comer bichos y reclamar una vez más para sí el lugar que habrá de haberle correspondido siempre (que es el suyo y el de su padre, en una continuidad patrilineal/patriarcal pretendida como ilimitada en pasado, presente y futuro). Así, The Andy Warhol Diaries se niega a creer que los sujetos sean espejismos y que las individualidades sean producidas en un circuito de relaciones entre palabras, voces, cuerpos e intercambios. Lo humano no puede ser meramente una pauta emergente de la interacción de los cuerpos sino que debe haber algo más, algo superior.
La puesta en relato de eso superior es la literatura. No hay más en The Andy Warhol Diaries que literatura, en ese sentido, ni otra “moraleja” más que así son los humanos. Seguramente la evolución programó la producción de redes de solidaridad/colaboración fundantes de un “nosotros” que las sucesivas modelizaciones (la Ilustración, por ejemplo, con su pretendida construcción de un universal “humano”) upscalearon desde la familia o el clan hasta la nación y la humanidad, y es en virtud de esta necesidad que parece tan cierto que nunca fuimos humanos (porque no hay una humanidad trascendente/anterior/originaria a los circuitos de producción) como que siempre habremos de desear serlo. La literatura, por así decirlo, parasita este deseo: se nutre de él y lo usa para replicarse, y en su pauta de propagación estratifica y territorializa lo humano apoyándose en relatos fundantes de la condición esencial a lo que habremos siempre de haber sido. La deriva filogenética que nos especió hace 200.000 años separándonos de la comunidad basal de otros sapiens —los neandertales, los denisovanos, etc—, o hace 2 millones de años de los australopitecinos, o hace 6 millones de años de los homínidos, es una instancia productora de lo humano en términos genéticos, pero esta no es trascendente al sistema de la biósfera planetaria sino inmanente a esta; la literatura, en definitiva, propone que esa apelación a una realidad material (bioquímica, evolutiva) de lo humano (ese sustrato físico que permanece entonces en un más allá de la significación) es irrelevante, porque siempre será más importante el gesto deseante/gnóstico de Peter Wayland, que parece insistir en que la realidad no importa frente al deseo fundante de una identidad esencial/trascendente: frente a un nosotros que sea más que mera materia o una voz que sea más que mero timbre/sonido. Ese nosotros humano, en definitiva, es el equivalente de lo musical frente a/versus lo estrictamente sónico, y sólo puede ser descrito satisfactoriamente por un modelo hipersticional: aquella ficción cuyo éxito a la hora de reiterarse por los circuitos productores (la “cultura”) termina por volverla “real”. Ahora bien, ¿no es la exposición de esto último una apelación a la razón como instancia superior a ese deseo de ser humanos y esa modelización parasitaria de la literatura y otros aparatos ideológico-hipersticionales? Somos sujetos solo en la medida en que el sujeto es un espejismo, como insiste Rust Cohle en True Detective, pero si frente a la mayoría que acepta la ilusión y los cuentos de hadas (en ese sentido toda literatura, para darle una vuelta más al aserto de César Aira, es un cuento de hadas hecho para el confort) el sujeto racional es capaz de atisbar la verdad, ¿no estamos expulsando al sujeto por la puerta para dejarlo entrar por la ventana bajo la forma de una suerte de instancia de superioridad cognitiva casi heroica, un romanticismo del outcast, una negación etimológicamente gnóstica de la sheeple?
Una respuesta posible es la del neorracionalismo negarestaniano: la razón es una autonomía autooptimizante que produce los sujetos y lo humano en sus propios circuitos, tanto en su fase territorializadora (la literatura en tanto aparato ideológico humanista) como la desterritorializadora (la crítica posthumanista).
A la vez, sin embargo, ¿no cabe preguntarse hasta qué punto la razón no es otra cosa que una serie de hábitos cognitivos de un grupo de primates? ¿Una pauta emergente, es decir, de la deriva planetaria de la biósfera y la geología, tan efímera como el estegosaurio o los diversos celacantos? Después de todo, si poseemos el concepto de “causa” es porque postularlo nos ayudó a sobrevivir y a multiplicarnos (junto a nuestras especies compañeras, tanto las bacterias en nuestros intestinos como los perros en nuestras granjas y el trigo en nuestros campos). La razón, así, no puede ser ese lugar de trascendencia y autonomía que imagina Negarestani, sino otro efecto de esa pauta a gran escala que compromete escasez y termodinámica, energía, diversificación y crecimiento. Al final, deseen lo que deseen los Wayland de este mundo, lo único en lo que podemos confiar es en ese devenir ciego de la materia. Contra el pensamiento gnóstico, entonces, la idea de que este mundo inmanente al demiurgo, en cualquiera sea su complejidad y su misterio, es lo único que hay.
Cosas, en definitiva, que pueden oírse en las voces IA.