Las voces del tiempo: sobre «Crímenes del futuro», de David Cronenberg

Ramiro Sanchiz escribe sobre Crímenes del futuro, la última película a la fecha de David Cronenberg

Las mil muertes del futuro El cuento “Las voces del tiempo” (1960), de J. G. Ballard, describe, entre otras cosas, un futuro en principio cercano en el que la natalidad humana ha descendido dramáticamente. Contra las ideas de los “neomalthusianos” (como se los alude en el propio texto), extrapolar a futuro un incremento sostenido o incluso exponencial de la población humana aparece en el cuento como una ingenuidad: no por la presión del ambiente y los recursos en principio limitados, sin embargo, sino por dinámicas de alguna forma inmanentes o propias del proceso, que pautan acaso genéticamente un ascenso y después una caída en la natalidad, como si los genes mismos que dirigen el acto reproductivo se vean desgastados por la suma de las generaciones. La humanidad (o quizá la vida en general), entonces, se acerca a su extinción, y esta no está causada por la incidencia de variables —o incluso catástrofes— externas al proceso reproductivo (como podrían ser una Tercera Guerra Mundial, una pandemia, la colisión de un asteroide, etc.) sino por una pauta secreta o cifrada en este: una antiquísima escritura genética que habrá de haber pautado desde siempre la obsolescencia (programada) de la especie.

Los rebaños ciegos En un texto posterior, “Aparato de vuelo rasante” (1975), Ballard retorna a esta noción, pero la modula con una variante: no se trata ahora de que la natalidad descienda (más bien sigue en aumento), sino de que los bebés nacidos son aberrantes. Y ante estos nacimientos monstruosos, el reflejo social inmediato es la terminación de la vida. Los médicos de todo el mundo, para el presente de la ficción, llevan años eliminando bebés o, en última instancia —dada la consabida ecuación que iguala niños con porvenir—, interviniendo el proceso de reproducción humana para imponerle un freno o una extinción autoimpuesta, un crimen contra el futuro. La humanidad se extingue, entonces, pero en este caso sí interviene su agencia, su voluntad y control colectivos, que —en términos de la CCRU y su modelización cibernética de los procesos económico-culturales— se vuelve cibernegativa, como un freno dramático en procesos acelerados o una maniobra desesperada de evitar la catástrofe (la multiplicación de monstruos ya inhumanos) produciendo de paso otra (la extinción de la humanidad). En la lógica del relato —que retoma la idea de inevitabilidad de lo ciberpositivo, como el lema de “la vida siempre se abre camino” en Jurassic Park—, sin embargo, no es posible que todos los bebés sean asesinados y así aparecen supervivientes que, incluso, llegan a la edad madura. Estos “monstruos” se diferencian de los humanos “normales” ante todo por los aparatos reproductores en principio “deformes” (es decir, no sancionados por la pauta consagrada como “humana”) y por la carencia de ojos anatómicamente normales; así, en lugar de percibir las longitudes de onda de la luz que llamamos visible, reaccionan a otras frecuencias, probablemente ultravioletas: “Solo Dios sabe para qué mundo hiperiluminado la está preparando la naturaleza, pero creo que no estaremos aquí para verlo”, dice uno de los personajes. Curiosamente —o no tanto, tratándose de Ballard—, esta frase reproduce otra de “Las voces del tiempo”, donde ante más nacimientos monstruosos el científico pulp de turno (o agente hipersticional de teoría-ficción ballardiana, como el Bodkin de El mundo sumergido) comenta “esos ojos enormes que clava en usted son ciegos. O, mejor dicho, la sensibilidad óptica ha cambiado de sintonía; las retinas sólo registran la radiación gamma (…) La cuarta guerra mundial sería para él el ambiente apropiado”. 

La nueva carne escrita Es difícil no leer Crímenes del futuro (2022), de David Cronenberg, desde estas páginas de Ballard. Por supuesto, la asociación entre el cineasta canadiense y el escritor británico está dada de antemano, y no sólo por la notoria adaptación de Crash, la novela de Ballard publicada en 1973, que Cronenberg estrenó en 1996, sino que en efecto podría concebirse una suerte de “continuo ballardiano” que suena a través de películas como Videodromo, Scanners, La mosca y Dead Ringers, cuya modulación del género de horror corporal parece remitir a las anatomías geometrizadas o gótico-flatline (por usar el término de Mark Fisher en su tesis doctoral) y su relación con el paisaje mediático y la cultura pop en La exhibición de atrocidades. Pero el caso de la reciente película de Cronenberg es todavía más evidente: en su mundo desplazado en el tiempo (más sobre esto a continuación) algunos seres humanos pasan por lo que ha sido llamado el “síndrome de evolución acelerada”, que produce órganos aberrantes en sus cuerpos. Estos aparecen a la manera de tumores, pero desde el momento en que se los piensa como “órganos” queda sugerida una organización particular, cuya función y conexión con otros órganos posibles, o, en última instancia, su significado, se mantiene desconocido. Caprice, la compañera del protagonista Saul Tenser, procede a imponerles ese significado trazando signos sobre sus superficies o membranas, un “tatuaje” que configura el proceso bajo la noción de arte conceptual y performance: allí donde no hay un sentido inmediato, el arte lo procura, lo genera, lo impone, como si la cultura (y pronto la película se replegará en una problematización de la distinción cultura/artificio) aborreciera el vacío de significado. Pero esta no es la única imposición de sentido: una subcultura underground ilegalizada establece una función para esos órganos nuevos y así los ordena en un sistema cuya función es modificar las pautas digestivas. Esto permite a los sujetos así intervenidos (no queda claro si esto ocurre potenciando el síndrome de evolución acelerada o si se trata incluso de injertar estos órganos en aquellos quienes no los han desarrollado por su cuenta) digerir el plástico y lo “sintético”: entonces, si el Antropoceno puede ser pensado como la era de la basura, los nuevos habitantes de esa ecología se vuelven capaces de comer sus propios desechos, de establecer redes tróficas con ese nuevo ambiente de océanos invadidos por el plástico y grandes extinciones de la vida anterior. El giro más interesante de la película en este sentido es la aparición de un niño que ya nace con un sistema configurado —en oposición a un mero órgano aberrante que debe ser de alguna manera disciplinado o complementado por la tecnología— para digerir plásticos.

Los caníbales del verano El título de la película remite por partida doble al futuro y a la acción voluntaria (según la RAE) de vulnerar, pero la ambigüedad implícita en la construcción gramatical nos lleva a preguntarnos si se trata de crímenes que se dan en el futuro o de los crímenes que el propio futuro lleva o ha llevado a cabo. ¿Qué nos hará el futuro, en definitiva? Quizá sea pertinente recordar el slogan landiano acerca de que “nada de lo humano saldrá con vida del futuro”; la pregunta, en última instancia, también pasa por problematizar nuestra agencia: dado el cambio evolutivo que hemos visto sin excepción en todos los seres vivientes y también en aquellos que en principio nos cuesta clasificar como tales, ¿qué postura habremos de tomar ante la posibilidad de que el futuro no esté habitado por seres como nosotros? ¿Debemos encargarnos de persistir como entidades contorneadas/definidas/configuradas por los parámetros que asimilamos a “lo humano”, lo “nuestro”? Y si la respuesta es afirmativa, ¿esto es a costa de posibles entidades nuevas, aberrantes, monstruosas, como los nacimientos deformes de Ballard o el Brecken de Crímenes del futuro? Aquí la humanidad devora su propia progenie porque no puede dejar de ser aquello que toma por humano, y prefiere la extinción antes que la mutación: una forma de resistencia radical, por decirlo de alguna manera. De hecho, la película de Cronenberg comienza —no sin una de las tantas perversidades retóricas que conforman un eje conceptual posible de la película— con una madre que asesina a su hijo, en el que no reconoce a un humano sino a una “criatura”, una “cosa”, un “gusano”. Y esa misma madre, más adelante, describe a los miembros de la subcultura underground como “caníbales”, aunque con la salvedad de que para serlo deberían devorar muñecas Barbie. Pero la ironía o el humor implícito en la afirmación lleva a preguntarnos si el acto sería considerado canibalismo solo por lo antropomórfico de la muñeca en cuestión —que reproduce no sólo la forma humana sino un estándar de belleza consagrado, y en ese sentido es interesante (y no menos retóricamente perverso) pensar que a lo largo de la película solo nos topamos con cuerpos “bellos” en el sentido convencional, hegemónico del término— o si se involucra la idea más básica del caníbal como aquel que devora lo semejante y, por tanto, quienes comen humanos de plástico en última instancia son humanos de plástico, o sea no-humanos, humanos “antinaturales” o “artificiales” en definitiva. Entonces, si Brecken es un monstruo de alguna manera “natural” (“naturalmente antinatural”, se dice más adelante), los miembros del underground o de “la causa”, como se la termina por llamar hacia el final de la película, son artificialmente antinaturales o no-humanos sintéticos: replicantes, androides.

Morfología, longevidad, fechas de origen La posibilidad de establecer al androide sintético como zona intermedia en un continuo que va entre el bio-humano y el bio-monstruo (o entre el humano y el alien, o entre el humano y el posthumano) nos apunta ahora hacia el díptico de Blade Runner (1982, 2017). En la segunda película, en particular, encontramos también un nacimiento “milagroso” —el de Stelline, o el que K anhela gnósticamente para sí—; en definitiva, el Brecken de Crímenes del futuro representa esa suerte de imposibilidad weird (en el sentido fisheriano de “aquello que no puede ser”) por la que ciertas pautas morfológicas en principio impuestas por un afuera a la pauta genética básica (si te cortás un dedo tus hijos no nacen con un dedo menos, nos recuerda la película) terminan siendo incorporadas verticalmente a la descendencia, acontecimiento que, al romper las pautas que atribuimos al orden del mundo, no puede sino ser calificado de “milagro”. Del mismo modo, el niño nacido de replicante y humano (o de dos replicantes, según tomemos o no partido por la hipótesis que hace de Deckard un androide) en Blade Runner 2049 rompe el orden establecido de las cosas. “Hay un muro”, dice uno de los personajes de la película, “que separa clases, que nos separa a nosotros de ellos”. El nacimiento atenta contra esa división —en tanto clausura la medida de control impuesta a los replicantes al negárseles la posibilidad de replicarse/reproducirse, como Frankenstein negó esa posibilidad a su criatura—  y, por tanto, el niño debe ser encontrado y destruido, para que el orden social no se derrumbe. Las fuerzas del orden en Crímenes del futuro ejercen la función de una Antropol o policía de lo humano, que elimina las desviaciones de aquello establecido como la norma humana. Si los nuevos órganos se ordenaran en sistemas, dice el policía de la película, los sujetos asi conformados ya no serían humanos. 

Las reglas del neopolicial El término “crímenes” apunta también a una vasta provincia de la ficción que en español suele llamarse “policial” y en inglés a veces crime fiction (y a su vez incluye las detective stories, murder mysteries, mystery novels y etcétera); la película de Cronenberg, de hecho, problematiza establecer cual o cuales son los crímenes y quién o quienes el/las o los criminales: ¿es el futuro el criminal, que suscita el nacimiento de monstruos como en “Las voces del tiempo”, activando genes latentes? ¿Es la madre de Brecken, que asesina a su hijo? ¿Es Saul Tenser, que “asesina” la potencialidad de que sus órganos aberrantes devengan sistemas autonormalizados en funciones nuevas? ¿Se trata, más bien, de una exhibición de atrocidades-criminales, variaciones sobre el crimen (en el/del) futuro? En última instancia, privilegiar el término crímenes aporta la estructura narrativa de la película, que se configura en tanto relato alrededor de dos agencias gubernamentales que representan, de manera quizá contrapuesta (una siniestra, la otra absurda; una kafkiana, la otra criminal), el dominio de la ley sobre el territorio ficcional. Así, tanto el registro de órganos —que parece fluctuar entre la inexistencia, la ficción, la impostura y el delirio— como la sección “new vice” van empujando la acción a cabezazos. “New vice”, en definitiva, hace las veces de esa “Antropol” aludida más arriba, y cuando el niño milagroso ha de ser expuesto interviene llegando primero y modificando la evidencia. Según las reglas del neopolicial, la ley no es incompetente —como en el policial clásico— o corrupta —como en la novela negra— sino, simplemente, culpable y criminal; el arco narrativo de Crímenes del futuro culmina con ese precipitado: New vice se adelanta a la exhibición, llega primero y altera el cuerpo/evidencia (exhibit), anulando el potencial primario de la autopsia del milagro. Pero así como hay dos fuerzas contrapuestas (o paralelas, o complementarias) de la ley, también las hay de otras agencias: la “causa” —presentada en principio bajo la apariencia de una célula terrorista underground— y la más oscura (y no libre de elementos de farsa) o espectral organización a la que pertenecen las dos aparentes representantes de la corporación biomédica que fabricó los elementos de trabajo del protagonista (y su cama y su silla), responsables de diversos asesinatos, léase crímenes, a lo largo de la película. Finalmente, Tenser ejerce la función de agente doble o “soplón”, pero como todo infiltrado ha de ser haunteado (embrujado/encantado) por la posibilidad de pasarse al enemigo o volverse nativo, como un censor enviado a una provincia remota del imperio que, con el paso del tiempo, aprende de las injusticias infligidas a ese pueblo y se suma a la resistencia contra el poder imperial. En última instancia, la trama desemboca en la “conversión” de Tenser y su más o menos explícita unión a la Causa; la figura moralmente reprobable de soplón, además, es perversamente adecuada para el artista conservador o incluso reaccionario que en el fondo Tenser es: después de todo, señala en algún momento usar sus performances para “poner en evidencia” que los tiempos están out of joint y así, si no enmendarlos, al menos ejercer la consabida protesta humanista contra el devenir y la mutación de los sujetos instalada más allá de toda agencia “humana” individual o colectiva. El humanista, por supuesto, se ve irritado (y haunteado) por lo que percibe como deshumanización, pero sabe que, en el fondo, no hay nada que pueda hacer ante la inevitabilidad del cambio (a lo sumo postergarlo), excepto proyectar ese otro mundo o what if del arte, ese pliegue gnóstico por el cual son convocados sujetos libres del devenir y la cibernética de sus reglas y procesos: sujetos trascendental(y ahistórica)mente humanos, que han (o son capaces) de permanecer humanos. Sin embargo, Tenser termina siendo reclamado por el otro lado, por la sublevación replicante, como Deckard al final de Blade Runner, otra película (en definitiva) sobre crímenes del futuro

Todas las fiestas del retromañana ¿Y el futuro? Curiosamente, la película prescinde de la gestualidad más obvia o kitsch de la ciencia ficción tecnopulp. Además, si este género puede ser pensado como el órgano prospectivo que nació del cuerpo de la modernidad o, por movernos dentro del pensamiento de Nick Land, como el ensamblaje narrativo del proceso por el cual el tecnocapitalismo deviene consciente de sí mismo, Crímenes del futuro le impone el (a su vez ballardiano) giro hauntológico del retrofuturo. No lo hace, sin embargo, desde las coordenadas usuales de atompunk, dieselpunk u otras variantes imaginables, o al menos no limpiamente (en consonancia con su potencialidad de matriz genérica, es decir), sino que acumula biotecnología (la cama capullo insectoide, la silla mugwamp, el sark híbrido de cápsula de hibernación/nave espacial/sarcófago egipcio, el mando de consola de videojuegos biomorfa a la eXistenZ con el que Tenser dirige la autopsia de Brecken) junto a viejos televisores CRT y cámaras de super 8 y VHS empleadas candorosamente por el público de las performances de Tenser (en oposición a la cámara/anillo que usa Caprice); en tanto futuro, está dominado no específica(o sola)mente por la figura de la ruina (que comparece, sin embargo, en la primera escena de la película bajo la forma de uno de los tantos pecios que sirven de decorado: barcos como palacios semisumergidos, como naves espaciales encalladas en Solaris) sino además por la resonancia eerie (“espeluznante” en la dudosa traducción del último libro de Mark Fisher) de las calles despobladas, los edificios deteriorados, la oscuridad imperante, la renuncia a los lugares comunes de un diseño de mobiliario, interiores y maquinaria que se pretenda capaz de connotar linealmente un futuro. La escenografía mediterránea se solapa con la austeridad (pos)soviética, en un paisaje (pos)urbano casi desprovisto de humanos, acaso para aludir a una catástrofe reciente, acaso para proponer un balneario ballardiano, un Vermilion Sands emplazado no en California, Menorca, la Costa Brava o la Riviera Francesa sino en la orilla búlgara del Mar Negro o en la Macedonia Oriental (el hecho de que puede saberse que la película fue filmada en Atenas añade un toque de hiperrealidad a lo recién señalado: Europa, después de todo, hace tiempo que es un parque temático de sí misma), semidesierto y fantasmal, donde artistas vanguardistas y algo excéntricos (como los de “Prima Belladona”, “Los mil sueños de Stellavista”, “Grito de esperanza, grito de furia” o “Los escultores de nubes de Coral-D”) alquilan torres en tinieblas o viejos búnkeres para instalar sus estudios. Sabemos, en última instancia, que en este futuro —o quizás ucronía— han sido erradicas las infecciones y la humanidad vive en una (posthumana, en definitiva) existencia más allá del dolor, salvo para aquellos —como Tenser, el artista en tanto reaccionario— que “resisten” aferrados a la definición de lo humano en términos de finitud (dolor, decrepitud, cansancio, etc.). En definitiva, el crimen del futuro es (también) no adecuarse a nuestras expectativas: no aparecerse como lo imaginábamos en nuestra proyección lineal de todas las fiestas del presente; si la solución ballardiana al problema terminal de la modernidad es el agotamiento del tiempo (y su lado B, la hauntología o comprender como posibles, pensables y representables aquellos futuros vislumbrados en el pasado que, por definición, no llegaron a ser), la de Crímenes del Futuro se acerca más a un weird que se niega a adecuarse a nuestras categorías prospectivas o a nuestras matrices narrativas pensadas en tanto (sub)géneros de la ciencia ficción. En definitiva, ahí está el futuro, solo que no es ni será ni habrá de haber sido nunca nuestro, y por ello quienes se apegan a la causa anteromaníaca (en oposición a la reacción anterofóbica y a su vez a la sensibilidad retromaníaca) anhelan convertirse, intervenirse, “evolucionar”, llevar el futuro a sus cuerpos o hacerse los cuerpos del futuro, en definitiva mutar y, por supuesto, dejar atrás la humanidad entendida como un fósil más o menos viviente. Y hay que insistir en la perversidad cronenbergiana (y/o su lucidez) de desnudar al arte (o, mejor, los artistas) como heraldos del celacanto. 

Neobarroco José Lezama Lima escribió alguna vez que “toda proliferación es signo de un cuerpo dañado”, acaso refiriéndose al de su poética, al de su imposible novela Paradiso, o a las pretendidas heridas en el socius que la Contrarreforma y su arte pretendieron curar costeando esa complicada medicina con la circulación del oro de las colonias y la exportación de entropía desde la metrópoli hasta la vasta periferia; el daño, la vulneración o violación, en definitiva, compromete por contraste o por puesta-en-drama la normalización de un cuerpo sano en tanto sistema en equilibrio, pauta pulcra de órganos en funcionamiento y significado, forma ideal que no aliena estructuras sino que las optimiza en su disipación de entropía o, digámoslo simplemente, su “vida”; la proliferación, entonces, rompe el orden, fuerza las semillas de nuevas estratificaciones, des-territorializa lo territorializado desde hace tiempo. Así, el cuerpo-con-demasiados-órganos de Cronenberg parece una respuesta aceleracionista —en el sentido del ethos pospolítico en última instancia ballardiano (como el del Kerans de El mundo sumergido) de no retroceder desde la catástrofe para salvaguardar la identidad de un sujeto dado sino, por el contrario, avanzar hacia su corazón de tinieblas para no resistir a la destrucción— a la colonización de los cuerpos en tanto devenir evolutivo desde los aparatos ideológicos y su producción/imposición de significado o sobrecodificación. La pregunta, entonces, por el significado de los órganos aberrantes de Tenser es respondida en una primera instancia por el tatuaje que les traza Caprice y, en una segunda y complementaria, por su catalogación desde el Registro, que establece un índice  en tanto teratología de todo aquello a lo que no se le ha permitido la auto-organización. El significado, así, se vuelve una imposición ideológica, un freno o compensación (o una devolución al ámbito del sujeto anterior, postulado como normativo) para procesos que tienden a la proliferación y a la posible destrucción del sujeto en tanto orden (no necesariamente del cuerpo biológico sino más bien a su codificación en tanto “ser humano”) y, en definitiva, a la catástrofe; contra el apocalipsis, el significado; contra la destrucción, el arte (reaccionario). Dicho de otro modo: “significado” es todo aquello que se opone al proceso desde un lugar de pretendida trascendencia (y por tanto gnóstico: no ser de este mundo), que lo interviene, que lo limita, lo constriñe, lo paraliza. En definitiva, el arte —en tanto economía de significados— ha de ser el crimen último; el asesinato de Brecken y su autopsia grotesca (esa que revela los órganos tatuados brutalmente por una amateur abocada a los diseños más burdos) se aparece entonces como la obra de arte terminal, la performance definitiva de los diversos agentes en juego en Crímenes del futuro.

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