El mundo de Marosa di Giorgio, que habría cumplido 90 años este junio, en la mirada de Mayte Marichal
1 Una vez con Lucía quisimos cocinar un budín á la Marosa di Giorgio. Había estado leyendo Misales y en el primero de estos relatos, “Misa de Pascua”, un budín se desparrama por la cocina, mientras la cocinera es llevada por un visitante a la alcoba. Nuestro budín llevaba granada (“un granate río de gemas”, describe la voz narradora, muy literales nosotras). Una obsesión de que oliera a rosas y la ignorancia en el tema resultó en un budín sobrecargado de un sabor que hasta ahora no sabemos definir y que se deshacía apenas lo tocábamos.
En Misales las criaturas cocinan y comen, budines y cabezas, pero principalmente devoran, en un movimiento que no deja espacio a otra posición que no sea la de devorar o ser devorado: así se da, primero, la apropiación y luego el paso consecuente, la transformación.
Lo que se da, ya dicho varias veces, es una transformación radical de lo humano por sobre lo humano. No es una metamorfosis a lo Gregorio Samsa, donde el cuerpo animal aún mantiene una consciencia humana; los seres están desconectados de rasgos humanos como identidades, emociones —que muchas veces ni siquiera existen—, ejercicios de voluntad, modalidades relacionales y distinciones sentenciosas. Los tatú pueden rechazar la oferta de llevar pantalones y lentes, las hembras pueden parir huevos o tener flores como genitales porque, como señaló Roberto Echavarren en el ensayo “Devenir intenso”, al permitir la transformación interespecial, elimina cualquier tipo de jerarquía entre especies y libera lo que queda de lo humano en las reglas y los marcos institucionales y epistemológicos que en gran parte lo crearon.
Por esto mismo, es difícil hablar de “personajes”, porque lo que hay son pronombres, figuras, sucesos. El Novio, ese carácter que se repite en Misales, no es un hombre, es en realidad una experiencia material de violencia que puede vocalizar y mirar. La violencia, constante, repetitiva e injustificada, no deja de aparecer, como si fuese algo previo a todo e inicial y formador de cualquier tipo de vida.
La cohesión y la potencia del mundo ficcional de Di Giorgio abre nuevas formas, donde el conocimiento humano aparece como limitante y defectuoso: la biología no puede explicar por completo qué es la vida y cómo evoluciona y transmuta; la gramática y la metafísica son insuficientes para pensar la organización del yo y del mundo a partir del lenguaje. Pese a estos caminos que Di Giorgio abre, no hay, en este mundo, espacio para la especulación o la reflexión sobre lo que acontece. Los cuerpos se transforman en otros pero conocidos; no hay monstruosidades nuevas, sino la exhibición de atrocidades de órdenes ya establecidos. Y es que si Di Giorgio juega con la autoridad del poder humano para ponerlo en el mismo nivel que otros órdenes de la naturaleza, los dualismos que sostienen esta confección (femenino/masculino, humano/animal, natural/artificial) se difuminan y se mezclan hasta volverse insostenibles para la comprensión.
Hay un camino en la prolongación de la obra que uno puede hacer en la posterioridad de la lectura, que es imaginar ese mundo no categorizado y en extremo violento como una continuidad futura/pasada del actual. Una vía de cuerpos desprendido de lo humano, o una vía material independiente de la existencia de los humanos, donde las subjetividades y ordenamientos son develadas como engaños de la propia biología o como una breve marca de nuestro tiempo en la historia.
Ese pulso destructor y a la vez creador aparece en Di Giorgio como marco fundacional de la escritura y de su universo, que abre radicalmente un lugar a la reinvención del poder designativo de las palabras. La expansión de ese poder se derrama desde un lenguaje que bautiza a entidades como “Una” o “Maquinaría Agrícola”, que modifica expresiones con verbos con valores permanentes por acciones transitorias (“–No, no señor, estoy virgen”; “como siempre, iba flaca, alta”), que introduce aclaraciones para abrir más sospechas (“comenzó, como era lógico, a anochecer”), que afirma y niega a la vez (“—Está diabla. Y rectificó para sí: —Esta santa”), que nombra encuentros corporales como “misas”.
2 Una de las dimensiones más difíciles de definir es, justamente, la que le da el subtítulo a Misales: “relatos eróticos”. El libro es una colección de colisiones, presentados bajo el nombre de “la boda”, donde delimitar qué es lo que pasa es el reto principal: sin órganos de reproducción humanos ni ideaciones románticas, aparece un hambre, de presentación simple, hacia otro cuerpo, que no opone resistencia pero nunca sabemos si corresponde esa voracidad (¿hay Eros donde no hay voluntad? Sade ya dejó en claro con su obra que la actividad sexual es la negación de los partenaires, aunque con Di Giorgio nunca se sabe que tan sexual es todo). Pero en algunos relatos, por detrás, después de la boda, parece esconderse algo más que ese envión inicial, una fuerza mayor que nunca podrá ser satisfecha ni comprendida y que siempre exige más, enfrentada a la fugacidad del choque y a la ausencia de justificaciones o motivos; en “Hibiscos bajo la tierra” (uno de los textos más crueles de la literatura en español, posiblemente), un Novio le pide a Elinor que le entregue “su corazoncito, lo que lleva escondido bien adentro. No, más adentro. Eso. Eso es mío. Deme el relicario de su nacimiento”.
Si el acechador alcanza de forma plena el objeto de deseo —que por momentos será indescifrable—, será a partir de la aniquilación completa del acechado, que, como aclara Echavarren, no puede hacer nada con respecto a las experiencias o fenómenos, ni huir de ellos ni detenerlos o modificarlos, ya que tanto uno como el otro son inseparables.
Esta inherencia desestabiliza, porque la víctima nunca parece completamente destruida y el agresor jamás es expuesto como culpable —ni por la víctima, ni por sí mismo, ni por la tercera persona que narra; esto habilita, entonces, que los roles puedan cambiar, como se da por ejemplo en “Misal de la novia”. O tal vez es porque ante la des-humanización constante ya no hay roles.
El erotismo aparece, entonces, como parte de ese impulso de devoración, que es a la vez alimento y muerte, pero también como parte de la libertad de la metamorfosis y del desprendimiento de categorías, en una oscilación que incluye la aventura entre la vida y la agresión (porque acá la muerte no es la oposición de la vida) para todas las criaturas de la naturaleza. El Eros asoma desde el riesgo de la apertura y del desmantelamiento; como afirma Georges Bataille, el erotismo es un peligro en proporción directa a su valor. El cuerpo, ante los acontecimientos, ya no es más una unidad certera desde un punto de vista científico; ante las consecuencias del encuentro, —opiniones de la familia, del pueblo, de ellos mismos— los seres devienen otro para desarticular identidades y liberarse, sin dejar de ser reconocidos, como en “Misa final con ronroneo”.
En ese espacio, el tiempo en Misales también abre una constelación para el Eros: a diferencia de otras obras donde la rememoración es constante, aquí la sensación de simultaneidad, de que todo está pasando en un presente que invade cada rincón desde el momento de la enunciación, se pronuncia como mutación perpetua y actúa como iniciador y fuego de esta continuación del universo en incesante expansión que es la obra de Marosa di Giorgio.