Sofía Masdeu escribe sobre Will Butler después de Arcade Fire
Vuelvo a las raíces y me siento a gusto. ¿Era con esto que se aguantaba el temporal, Mario? El rock tibio es el santuario de los tímidos. En esa arena negra de cables amarillos sobre cables rojos, de alfombras persas que cobijan al bombo, de algún que otro retobado acople, los tímidos pueden bailar. Nada más que dos latas de PBR —la devota Pabst Blue Ribbon creada en Milwaukee en 1844— bastan. El flaquito de melena colorada en primera fila se ve reflejado en ese hombre, casi fuerte, que aparece en el escenario con no mucha menos introversión que él, pero mejor disfraz. Una camisa blanca por el momento seca, championes de colores y pantalones negros. La gente mira y registra nada más que con los ojos. Bienvenidos a la morada de Will Butler.
El viejo y conocido mantra del devenir del individuo opera como pretexto oportuno para justificar su salida de la banda; así como lo hicieron tantos otros antes de él y lo harán tantos más por los siglos de los siglos. Pero aquello que está antes del texto no es el texto y dar cuenta de que el individuo sufre cambios en el transcurso de dos décadas no es más que una obviedad. Especialmente viniendo de quien escogiera la poesía y los estudios eslavos como estampa en su diploma tras —y quizás con el pesar de— una esmerada educación de élite. Heráclito y el río. Me cuesta creer que Butler se engañe tan mundanamente, pero no es descabellado pensar que tan sólo intente distraer al resto.
Will Butler comenzó su carrera solista antes de dejar Arcade Fire, la banda indie canadiense copada por multi-instrumentalistas, pero es justo ahora que le ha dado la debida rienda suelta (“Oh let me build up my world now / Oh let me build it alone”). Y la otra noche nos dejó espiar. La entrada es a un típico —atípico en estos tiempos— bar de copas estadounidense con paredes oscuras, butacas de madera, barra envolvente. Una escalera empinada y estrecha separa el tenue y manso bar del segundo piso, donde una mujer de pelo verde y maquillaje extravagante parece mantener una conversación íntima con la escasa audiencia. O consigo misma acaso. Abandonará la guitarra de apuro para dejarse llevar por las múltiples voces que la habitan y la lupera que la divierte. En una de las partes que componen su performance, se vuelve lacaniana de repente. Se burla con tino de la entrada a la intersubjetividad por parte del individuo al imitar a una madre emocionada hasta las lágrimas porque su bebé ha pronunciado la palabra homónima por vez primera. Esa palabra que un día será un lastre, un aullido, una molestia.
No ahora.
Más adelante.
Las caderas del muchachito retacón de camisa floreada y chismosa al hombro empiezan a hastiarse de la telonera, inquieto y un poco incómodo piensa en darlo todo en cuanto Butler, el baterista inacabable de ojos negros y las tres mujeres orquesta comiencen el derroche de sonidos.
Hay glam, hay pop, hay baladas, hay rock templado. Es la oda al sintetizador y a la polifonía. Recordemos que, según Mikhail Bakhtin, la polifonía es lo que define a la novela. Esta última es entendida por el pensador ruso como un cúmulo de discursos sociales y voces individuales, organizados de manera artística. Lo último me interesa. No es casualidad que Butler haya definido el primer álbum de su carrera solista —Policy (2015)— como un libro de cuentos cortos y uno de sus más recientes —Generations (2020)— como una novela. En el repertorio de esta calurosa noche de agosto, bajos, guitarras, teclados y baterías que se tocan de a pie pasean al público por todos los álbumes solistas del músico, sin esbozar una mueca hacia lo que compusiera con Arcade Fire. La audiencia no parece conocer las canciones, pero acompaña. El espíritu un tanto cansado que trae Butler en pugna con las muchas preguntas —a Dios, a su enorme país en decadencia, a sí mismo— que aún fantasea con responder se materializan en canciones como “Surrender”, donde la melodía pegadiza atravesada por coros al mejor estilo pop de los sesenta trae consigo esa tristeza apelmazada por los años. El golpe más duro es la feliz indiferencia con que el armónico coro femenino le responde: “Remember (I don’t know) / We were talking (maybe so) / And you were smiling (I don’t know) / And you loved me”. Los puntos altos del show no vienen de la mano del rock and roll, sino de una especie de gospel apocalíptico, como sucede en “Close My Eyes”.
Las mujeres pisan firme la tarima negra con sus botas mata-víbora. Tocan cuerdas, teclas, cantan al unísono; pero se lucen sobre todo cuando allí en lo recóndito, en un oxímoron danzante, aparece la pandereta. Siempre a la sombra del gigante Butler, entretienen a quien se moleste en querer observarlas. ¿Y quién no quiere? (“Oh all the beautiful girls / Oh they mean nothing to me”). El ingreso de este instrumento bien podría ser la bienvenida a la casa del mono —véase Kurt Vonnegut— o, al menos, eso es lo que yo anhelo. La más indiferente e inalcanzable de las tres no participa. No le interesa. Las otras dos tocan esa pandereta única como si de múltiples y frenéticos comienzos de riñas se tratase. Una se encarga de levantarla bien alto para que la otra le aseste un golpe de mano abierta y casi perfecto, ya que inacabado, cada dos tiempos y de un salto. Los teclados no han sido abandonados, de seguro los siguen tocando con los dedos de los pies.
Butler casi no interactúa con su público. Cada tanto despierta de su ensoñación con la vaga idea de que allí estamos y larga un tímido “oh, hi!”. Se mofa con modestia de los lugares comunes anunciando que la última canción no es más que la penúltima. Deja en claro, por tanto, que no desea abandonar el escenario y volver empujado por el clamor del público para cerrar el show. Intuyo que esa idea bien le aburre o lo intimida. Procede entonces con el orden anunciado. No hay sorpresas, salvo que se ha quitado los championes de forma relativamente ortodoxa, dado el contexto. En un doble final encargado de ahogar el posible silencio —el gran ausente de la noche—, desnuda la forma, se burla de ella, pero acaba por no destruirla. Lindo sería volver a la destrucción y olvidarnos de la deconstrucción de una buena vez. Para qué interrogar las jerarquías si nunca ha de surgir la novel organización basada en la dulce ilusión de los nuevos sentidos.
En la capital del país de la producción en serie, uno no se topa muy a menudo con la tibieza del amanecer. No se estila. Siguiendo esa línea es que Butler nos recuerda que no sólo disfrutamos de un buen rato, sino que además contamos con la opción de estar a las nueve de la noche durmiendo en nuestras camas. Es más, que con suerte será en nuestra propia cama (“I came, I saw, I conquered / And then I went to bed”). Que viva el rock.
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