Diario de lectura: «Emma», de Jane Austen

Carolina Silva Rodé se sirve de su lectura de Emma (1815), de Jane Austen, para hablar de amor

agosto de 2022

Nunca había leído a Jane Austen. Escuché maravillas de Mr. Darcy, escuché los suspiros pronunciados de mujeres que, en la vida real, vi perseguir hombres ni elegantes ni caballerosos cuando se menciona la galantería de antaño, el cortejo parsimonioso y burocrático. Vi El diario de Bridget Jones. Me di por satisfecha: a mí me gusta el amor agresivo y animal.

A lo largo de mi vida, que aún no me acerca tanto a la selva oscura pero que sí puede darme ya por extraviada de mi ruta, consideré el amor romántico como el pilar único y fundamental del bienestar. Incontables veces escuché el sermón moderno sobre cómo una debe amarse a una misma para estar preparada para recibir el amor de los demás, pero siempre lo desestimé como algo injusto y ciego, aunque bienintencionado. Algunas no tenemos el don o el azar de amarnos a nosotras mismas. Nos construimos alrededor de ausencias, y a las ausencias las moldeamos como pudimos para que tuvieran la forma de algo pasible de ser llenado. Nadie me enseñó explícitamente los mandatos tradicionales de la heteronorma, aunque quizás sea cierto que no vienen hardcodeados. En mi caso, creo que sí. Al mismo tiempo que empecé a desarrollar la capacidad infantil de inventar historias empecé a priorizar las románticas. Jugaba con un solo muñeco, un Power Ranger azul que venía con una moto increíble, pero ese muñeco, aún sin objeto claro de ese afecto, estaba enamorado. El amor ambiguo e inaplicable guiaba sus aventuras por mi casa, elevaba las alas que salían de su moto.

El otro día alguien preguntó en Instagram cuántas veces nos habíamos enamorado. Dudé. Cada vez que me enamoro me obligo a reevaluar todas las veces anteriores; cada vez que me enamoro dictamino que es, en realidad, la primera vez que me enamoro de verdad. ¿Es que son amores más serios? ¿Más grandes? ¿Más vigentes? La que yo soy no se habría enamorado del que me enamoré hace siete años. La que voy a ser en dos o tres años no se enamoraría del que me tiene enamorada ahora. El amor en mi caso parece ser una circunstancia química del cerebro, terrible e inevitable, como todas las otras que me hacen tener una pequeña farmacia en la cocina.

Yo soy plenamente consciente de mi condición. Cuando no la estoy sufriendo, la estoy buscando con un afán obsesivo. ¿Quiero enamorarme y que funcione, o quiero enamorarme y deshacerme, para sentir este corte agudo y lacerante que es mi definición de estar viva?

Pero entonces, Emma.

Emma no quiere casarse, en un microcosmos (me limito al libro, porque no sé, genuinamente, ni en qué año transcurre, ni qué pasaba en Inglaterra, ni me atrevo a proferir máximas categóricas sobre sociedades que me exceden y que, honestamente, no me importan) en el que casarse es la aspiración, sino el deber, de las mujeres. Emma tiene un privilegio indecible: nadie la obliga, nadie la quiere obligar. Emma no parece querer otra dicha que la dicha de vivir un placer parasitario armándoles la vida a otras personas. Escribiendo fanfiction de gente que existe, que, como han demostrado los últimos años de Wattpad, es algo un poco oscuro y más bien problemático.

Pero Emma tiene otro privilegio indecible, que le pasa desapercibido, y que creo que el libro quiere que nos pase desapercibido, más o menos, a nosotros, pero que mi circunstancial fijación con los hombres mayores, amargados y fundamentalmente dulces me hizo percibir de forma inmediata: hay un hombre que la ama, con deferencia y respeto, con distancia y favor patronizante. Quizás en otro momento de mi vida no habría entendido este amor severo y silencioso tan pronto como lo entendí ahora. Quizás, de haber leído este libro hace cinco o seis años, habría caído sin poder defenderme en la trampa minuciosa y delicada que es la escritura de la primera visita de Frank Churchill. Acá descubrí la maestría de Austen: Frank Churchill es el hombre perfecto, es el hombre del que, si me dieran la opción, me enamoraría en este instante. Un hombre accesible, jovial, bello, vital y bueno. Eléctrico, inquietante. Emma, como yo, reconoce estos adjetivos en el carácter de su visitante, y se enamora. Pero se enamora de una forma que nunca funciona: medida, mecánica, evaluada. Emma para y dice “ja, estoy enamorada de Frank Churchill”, y se sorprende un poco pero vive, porque se responde inmediatamente ”y Frank Churchill está enamorado de mí”. Eso es todo lo que hace falta. ¿Hay que actuar sobre esa reciprocidad? Por supuesto que no. El amor sabido es amor ejecutado, porque el amor es químico, y lo demás es sexo.

Pero el otro, el verdadero hombre de la historia, el único e irremediable hombre de la historia, se mantiene impasible. No se le derrumba el mundo a sus pies. No quiero hablar de platonismos porque no son parte de mi sistema de creencias. Sí la paciencia, aunque no la ejerza ni la entienda remotamente. Mr. Knightley ve transcurrir el mundo, ve a decenas de personajes que sabe secundarios moverse y ser movidos, y desaprueba casi todos los movimientos, pero en silencio. No es mi problema, debe pensar, nada de esto es mi problema, porque Emma vive y vive bien y vive, lo que es más importante, en mi campo de visión.

Los demás personajes, aunque notables algunos de ellos, no me importan, con excepción, tal vez, de Harriet, una pobre peón en los juegos caprichosos de su amiga, que jamás la vio como una par sino como una especie de proyecto. Harriet siempre supo de quién estaba enamorada, pero se dejó convencer de que había hombres mejores. Nuestras amigas siempre creen que hay hombres mejores. Nosotras mismas, generalmente, sabemos que hay hombres mejores, pero pocas cosas se tratan del ranking objetivo de los hombres y muchas más del instinto.

Cuando Emma se da cuenta de que ya tiene el amor es que entiende que lo quiere. El hombre al que trata con deferencia impertinente desde hace diez años o más solo puede ser dado por sentado si se ama. Jamás hubo duda, en esta lectora, de que Frank Churchill era un momento adolescente, una breve fijación parecida a un celebrity crush: este hombre tiene todo lo que creo, en el vacío, que debe tener un hombre para yo amarlo. Ergo, lo amo. Pero no, Emma, no funciona así. El hombre perfecto existe, y es detestable. Mr. Knightley fue un futuro indudable cuando reprochó a Emma su comportamiento con Miss Bates: a Emma no la avergonzó haber sido mala, porque fue mala numerosas otras veces: la avergonzó que Mr. Knightley la viera, lo sintiera, lo internalizara, se forzara a repensarla. Las pistas siempre estuvieron.

Emma padecía el amor de forma pasiva y suave, eterna. El amor a veces surge de pronto y otras veces pasa desapercibido hasta ser paralizante. Fue fácil desestimar el amor agudo y frío que sintió por su amigo Churchill porque, sin ella saberlo, había un amor grave y cálido dándole cobijo incondicional, sosteniendo las fallas y los dolores. Las cosas que nunca cambian, la familiaridad del hogar.

Emma no quería casarse porque ya estaba casada, acaso sin saberlo, con un hombre devoto y magnánimo, que en mi mente que padece actualmente esta tonta e insufrible enfermedad se dibuja muy parecido a otro, tangible y contemporáneo, del que me separa la ausencia de la voz de una Austen más optimista que quien escribe la realidad.


La imagen que acompaña la entrada es el detalle de una página del manuscrito de la novela inconclusa Sanditon, de Jane Austen.

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