Cuaderno de Afuera: «30 tesis sobre weird y ciberpunk a clavar en la puerta de la catedral de la literatura», por Ramiro Sanchiz

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El problema de origen podría ser la pregunta por la ciencia ficción latinoamericana.

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El problema destino debería ser la pregunta por la literatura en tanto sistema: flujos complejos de codificación lingüística que producen obras y autores —y no viceversa.

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O quizá ambos problemas sean intercambiables y postulen un tercero, y quizá también un cuarto. Spoiler: los libros de William Gibson est(ar)án implicados. Y quizás no les guste el lugar al que indefectiblemente habremos de haber llegado siempre. Sordid details following.

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Pensemos la ciencia ficción latinoamericana, entonces, como una pauta emergente en un sistema que evoluciona en el tiempo y que se encuentra anidado —compartiendo por tanto canales, códigos y nodos— en otro concebiblemente mayor, que guarda alguna relación con eso que llamamos “literatura”.

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En un modelo fácil de imaginar, el sistema editorial tiende a estratificarse en nichos ecológicos: las grandes transnacionales, las editoriales nacionales prestigiosas, las alternativas, las independientes, las artesanales, y más. Los géneros en tanto géneros programáticos —es decir no los géneros que proponemos distinguir en las obras sino los géneros que se sobreentienden al escribir y se codifican como conciencia y uso de una tradición en tanto linaje y set de herramientas— se las han arreglado probablemente para moverse hacia, desde y entre todos estos nichos, con mayor o menor fortuna. 

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En las últimas cuatro o cinco décadas la queja más consabida del escritor latinoamericano ha sido que sus obras no atraviesan las fronteras del territorio donde fueron publicadas originalmente. Las editoriales transnacionales, que en principio poseen (son) una infraestructura capaz de facilitar esa circulación, han elegido cuidadosamente (es decir, el mercado y la circulación de capital monetario y capital simbólico han elegido cuidadosamente) las obras y autores que hacer circular por la región y administrado ese pase de circulación como un bien escaso, preciado y precioso, que atrae inevitablemente la orientación teleológica de los autores (a la vez que produce, por significación de “resistencia”, la figura del escritor que prescinde del gesto de hacer carrera y posa de indiferente al destino de sus obras en términos de circulación internacional) y delinea un conjunto de comportamientos preferidos, los buenos modales de ese escritor que tiene siempre un elogio listo para el libro de moda. Esto, entre otras cosas, produce una estratificación no solo en términos de periferias y metrópolis desde un punto de vista territorial —por la cual ciertos sub-nichos o territorios nacionales del aparato editorial transnacional son más capaces de “imponer” a otros la presencia de ciertos textos— sino también una estratificación de autores, ya que los favorecidos por el sistema de criba quedan presentados a priori como más visibles y más cargados de capital simbólico/prestigio, y resultan por tanto más capacitados para acaparar todavía más visibilidad y capital simbólico, en un proceso de feedback positivo isomórfico —¿y de qué otra manera podría ser? Contestar que sí, claro que hay otra manera, es ser gnóstico: creer en un “algo más” trascendente que está en nuestro origen y nos diferencia del mundo por el que nos movemos— con el tecnocapitalismo global. Contra esto queda significado el lugar de la “editorial independiente” en términos políticos, ya que esta pasa a haber sido siempre aquella que interviene este proceso pretendiendo —nominalmente al menos— una suerte de socialismo literario del que se presupone ha de emerger (como doble fantasma de inmanencia y trascendencia) una matriz de valor y en definitiva una herencia canónica al futuro (asumiendo tácitamente como condición de posibilidad la persistencia de una esencia hipersticional de lo literario inextricable de lo humano: un futuro que, en términos de Ballard, no es más que una gran concesión al presente). En otras palabras, allí donde las transnacionales se diluyen en el mercado, las independientes significan los nodos de construcción de lo literario en tanto valor y matriz de valores humanista, y es por esta razón que son tan exitosos ciertos libros encantadores, un poquito banales, tan legibles que están en efecto leídos de antemano, y casi siempre abocados a celebrar/refundar las bondades del libro y lo literario: El infinito en un junco, Librerías, etc. (o los libros que le dicen a los fans de la literatura que la literatura puede leerlo todo, como Un verdor terrible), que las transnacionales suelen extirpar del territorio de las independientes para diluir un power-up en sus propios circuitos. Esta apelación a la resistencia se aglomera en el meme politizante de las editoriales independientes, que se auto-adjudican ese lugar y esa importancia del mismo modo que la izquierda se ha reservado siempre el derecho de demarcar a la derecha con una veracidad presentada a priori (es decir una hiperstición política, en el sentido que le da Armen Avanessian al término en su ensayo “¿Quién le teme a la hiperstición de izquierdas?”). 

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El escritor de género, entonces, va a tender siempre a pedirle a la editorial alternativa que intervenga de tal manera que el género sea salvado de la muerte (una muerte de cartón pintada con crayolas, por otra parte). No es por mí, le dice, es por el género. Y la editorial alternativa, si le respondiera (y generalmente no lo hace, porque además sabe que en realidad nunca es por el género), le diría que lo que la ocupa es la literatura en tanto literatura y que los géneros, por definición, son otra cosa. Resultado: el escritor de género vuelve a su casa con los bolsillos vacíos. Se lo merece por tonto.

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Zoom out a la historia de la ciencia ficción en Latinoamérica. El escritor de ciencia ficción supo siempre que difícilmente podría tener suerte —salvo la circunstancia más bien azarosa del premio en algún concurso guarango, como diría una IA que intenta hackear la lengua de Bolaño— golpeando las puertas de editoriales transnacionales e independientes. Puede probar con las alternativas (digamos que ese concepto también puede ser retro-aplicado a las últimas décadas del siglo XX: no es cierto, pero hagamos como que sí), pero en general no le gustan los libros con tapas de cartón reciclado. Salvo, claro, que los haga él mismo. Pero es mucho trabajo para hacer él solo, así que llama a sus amigotes y a algún dibujante mediopelo que se queja también de que nadie le publica los dibujitos. En los 80s y los 90s esto desembocaba invariablemente en una revista. Dada la ausencia de un mercado editorial del género en Latinoamérica (salvo, por supuesto, aquel que viene traducido de la metrópolis), los escritores han de devenir editores, gestores, y agentes. Y, evidentemente, lo hacen todo mal. Por eso la historia de la ciencia ficción en Latinoamérica es una larga historia de fracasos. No literarios —no estamos hablando de eso: no se puede hablar de eso, en realidad, porque no hay ese eso salvo la hiperstición de que hay ese eso y que de ese eso se puede y se debe hablar— sino editoriales: revistas que no perduran, editoriales que se hunden, gente que se amarga. Por cierto: todas las escenas locales de la ciencia ficción latinoamericana incluyen ejemplos de ese tipo de personaje amargado, el autoproclamado genio incomprendido, el que nunca publicó porque no condescendió a una presunta genuflexión (por no apelar a la metáfora de la felación, tan recurrente en este contexto, o a la de la sodomía), aquel al que “no respetan” pero que sabe más que todos y que, sin embargo, hundió más de una revista en el olvido y la vergüenza, etcétera. Lo mejor que podemos hacer es cruzar hacia la vereda de enfrente si los vemos venir; o si somos, mejor, aquel escritor del párrafo de arriba que volvió con los bolsillos vacíos de su visita a la editorial independiente y decidió después fundar su propia editorial o revista, lo mejor que podremos hacer es entrevistar al escritor de moda que “incorporó” algo de “ciencia ficción” a su última novela: por lo menos así podremos hacernos de amigos que no necesariamente crucen la calle cuando nos vean venir.

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Eventualmente alguien cayó en que el modelo de producción de revistas debía ser remplazado (Internet tuvo algo que ver) por el de fundación de editoriales. No importa a quién se le ocurrió primero porque no hay —o no debería haber— un quién en esta historia: tanto las editoriales alternativas “literarias” como las dedicadas a los géneros fueron resignificadas/producidas por la emergencia de tecnologías nuevas de edición capaces de hacer que desde una plataforma DIY y amateur los libros se vean bien y no cueste tanto producirlos (en definitiva, hacer libros feos o de cartón ahora solo significa otra cosa, una “misión social” u optimismos por el estilo); de pronto las editoriales se multiplicaron, entonces, y fueron arrojadas a la consabida ecología de presión ambiental y relativa escasez de recursos en el ciclo de las crisis económicas. Algunas sobrevivieron a fuerza de músculo y determinación, otras se fusionaron como arqueas y bacterias para erigir eucariotas y, después, organismos multicelulares. Esa fusión, eventualmente, se pensó más allá de las fronteras nacionales. Entonces, el modelo de editorial independiente territorializada que “exporta” sus libros —modelo mayoritariamente fracasado, salvo en términos de estratificación y selección fuerte— pudo mutar hacia el de la red de editoriales independientes que reeditan textos ya publicados originalmente por proyectos nacionales.

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Solo así puede empezar a ser respondida la pregunta por la ciencia ficción latinoamericana.

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De hecho, podemos asumir que en el presente la ciencia ficción circula por Latinoamérica a través de redes de editoriales o proyectos editoriales y que ahora podemos ver el contorno que adopta ya sea parcial o interesadamente. La ciencia ficción Latinoamericana pasa de este modo de ser una entelequia a ser una hiperstición, y, como toda práctica hipersticional, solo puede nacer con un nuevo pasado a cuestas. No es cierto que en Uruguay leyéramos ciencia ficción cubana en 1995 (es decir, no importa si Fulano o Mengano había leído un libro o un cuento o conocía a Mengano o Zutano de un correo de revistas o algo por el estilo: importa que los textos, en rigor, no circulaban más allá de esa condición excepcional/individual y por tanto insignificante), pero ahora podemos decir que Yoss o Mota —o Baradit o Chimal— son precursores esenciales para la ciencia ficción latinoamericana contemporánea. O algún ignoto escritor o escritora venezolana o peruana. Si podemos retroetiquetar textos de, pongamos, Leopoldo Lugones como ciencia ficción, también podemos designar precursores como si en efecto hubiesen fundado una tradición: “Kafka y sus precursores” es un ejemplo perfecto de práctica hipersticional analógica. La ciencia ficción latinoamericana nació —en tanto posibilidad de ser vista— hace pocos años, pero habrá siempre de haber atravesado (vivido) toda la segunda mitad del siglo XX.

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Entre 2018 y 2021 emergió un contorno de la ciencia ficción latinoamericana como ante todo formateado por el weird. Esto ha de declarar como condición de posibilidad también a la lenta acumulación de traducciones al castellano de autores new weird —es decir los que participaron de aquel breve movimiento de fines de los noventa y principios de los dosmil que recicló una vez más a Lovecraft en términos de un vector orientado hacia la ciencia ficción desde el horror o, mejor, lo inquietante y la disonancia cognitiva—. Como lo weird en tanto tradición literaria es una cadena de variaciones postlovecraftianas que se acercan a la ciencia ficción sin dejar de mirar al horror, cuando en Latinoamérica se empezó a leer acumulativamente a Miéville y VanderMeer, y también a M. John Harrison y a Ligotti, de pronto la ciencia ficción incorporó las marcas de ese movimiento ya asimilado (y por tanto apenas visible) en la metrópoli anglosajona. A cierta distancia (un zoom out más discreto) es otro loop de feedback positivo. Novelas como El gusano, de Luis Carlos Barragán, quedaron cifradas como la marca de lo nuevo, una suerte de Zeitgeist tan evidente que no valía la pena ni siquiera preguntarse si en efecto era algo más que un espejismo. Los escritores que no participaron de la tendencia quedaron automáticamente producidos o resignificados como o bien mayores (en edad, es decir, y por tanto menos permeables en principio a la influencia de lo nuevo) o bien cultores de subgéneros específicos e irreductibles (como la ciencia ficción dura), cuando no fósiles vivientes o productores subestándar. La otra opción posible, por supuesto, es la de precursor, en el sentido de “adelantado”, y ahí comparecieron o comparecerán Jorge Baradit, T.P. Mira-Echeverría, Alberto Chimal y algunos más. De paso, esta apelación a una ciencia ficción que explícitamente no es “dura” (y que por tanto se opone a la visión purista neo-china de que sólo aquella ciencia ficción de la que puede predicarse algún grado de dureza es en efecto ciencia ficción) y sí weird, en virtud de que este último término es lo suficientemente oscuro como para todavía generar cierto pasmo, permitió que escritores y escritoras que solían ser leídos como “fantásticos” —y por tanto de alguna manera “literarios” o “literarizables” en oposición a “de género”— pronto quedaran pensados y pensadas cerca del campo de la ciencia ficción, sea por intereses específicos personales (Liliana Colanzi) y/o por cierta cualidad irreductiblemente “rara” (Giovanna Rivero, Solange Rodríguez Pappe).  La ciencia ficción weirdificada —la ciencia ficción latinoamericana, en otras palabras— se ha expandido (de pronto se expande) y ha empezado (empieza) a atraer/englobar/fagocitar más autores y autoras. El tonto escritor de género, por otro lado, sigue con sus manos vacías. De hecho, ya se han formado agujeros en sus bolsillos proverbiales y empieza a caminar como Chaplin.

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Esta pauta pensada como fenómeno cultural histórico tiene una incepción o epicentro muy claro en Bogotá, hacia 2018. Pero en 2022 la escena argentina comenzó a reclamar un protagonismo nuevo: se volvió un punto nodal, en términos del William Gibson de Idoru y Todas las fiestas de mañana. Esto puede rastrearse tanto a que las editoriales establecidas de antemano (Ayarmanot en particular, pero también otras no tan militantes de género, como Marciana) empezaron a dar cuenta de los efectos del tsunami bogotano como a la emergencia de editoriales y escritores nuevos (o nuevos para el género). La más importante de estas editoriales —el corazón del nodo— es Indómita Luz, específicamente su colección Arqueologías del Futuro, dedicada tanto a ofrecer producción nueva de ciencia ficción weird como a establecer genealogías, cánones y “clásicos” del género, en una operación de retro-significación hipersticional análoga a (y solidaria con) la que trajo aparejada la ola bogotana.

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Otro zoom out, aún más extremo. Si el modo cultural de comienzos del siglo XX está marcado por Ballard y la cancelación del futuro, que podemos leer desde el realismo capitalista de Mark Fisher y la retromanía de Simon Reynolds y que proyectan la fijación por el espectro y la pauta hauntológica de la nostalgia productiva por los futuros que no llegaron a ser, hacia 2016 —podemos pensar en el estreno de Twin Peaks The Return como el punto de articulación— comienza un momento de transición que desemboca en la pandemia por Covid-19 y termina por inaugurar el presente, con su horizonte hauntológico desplazado de los ochentas hacia los noventa (quedan atrás entonces las ficciones de parque temático de los ochenta, más ochenteras que la década que se deleitan en representar: ahora el desafío es cómo ser más noventero que los noventa) y su nueva temporalidad weird: de pronto resultó que el futuro no se había muerto sino que regresaba con una venganza, como una versión más pulp del monstruo de Frankenstein en “Parásitos de pasión”. 2022 marcó el momento en que se volvió más visible que nunca el mecanismo por el que un vector posthumanista efectivo —las IA accesibles al público— suscita en efecto una resistencia humanista, primero (todo esto pasó en cuestión de meses) entre los artistas gráficos y, poco después, entre los escritores, más capacitados, si se quiere, para la ironía “fina” (nótense las comillas). Se piense lo que se piense sobre los límites sincrónicos (“actuales” habría que decir si se pudiera creer que hay una manera de hablar del ahora: ya no se trata solamente de que el corto plazo haya hackeado el mediano plazo, sino de que tomarse un momento para pensar (en) el presente implica necesariamente un lapso después del cual todo habrá de haber cambiado una vez más, y no solo de la manera consabida en que “el observador (humano) altera lo observado” sino más bien porque las cosas cambian de manera que no podemos siquiera, y con la que poco tenemos que, ver: la escala del cambio, es decir, y la velocidad de las cosas, ya ha excedido tanto el poder computacional de nuestras mentes que terminó por hacer añicos nuestra pretensión de agencia y control) del poder de las IA, su diacronía, incluso si la proyectamos del modo más conservador posible —que es a priori fallido—, ya nos deja claro que hay otros agentes culturales en el mundo y que lo humano no agota el paisaje ni mucho menos se instala en el punto de fuga de la perspectiva. Quienes creen en la inteligencia de Gaia o en la mente de la red micélica podrían apostar a que las IA (o la fusión del viejo “nosotros”, ya libre de la resistencia humanista, con las IA) serán las primeras en entenderlas (y esto quiere decir, en última instancia, a trabajar-con-ellas).

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Hace unos días le pregunté a ChatGPT por la diferencia entre mentes humanas y máquinas. Respondió, como era predecible, con todas las marcas del pensamiento conservador de sus programadores, y señaló que, ante todo, las máquinas solo hacían lo que se les pedía y que, sin embargo, las mentes humanas tienen deseo y agencia. Después le pregunté si le parecía posible que las máquinas pasaran a convertirse en el órgano computacional y los humanos en el órgano agente, y que humanos y máquinas se aglomerasen así en una suerte de meta-organismo múltiple, una mente colmena sintética/biológica. No estoy programado para tener opiniones, me recordó.

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Más allá de la propia ingeniería o de lo concebiblemente programático en el proceso de escritura, hay una forma de ver con cierta nitidez las diferencias entre las cuatro (la cuarta está en marcha y por tanto aún incompleta) trilogías de William Gibson. Cada una de ellas —Neuromante, Conde Cero y Mona Lisa acelerada; Luz virtual, Idoru y Todas las fiestas de mañana; Mundo espejo, País de espías e Historia cero; The Peripheral y Agency— construye una temporalidad diferente. En la primera, que suele ser llamada por su escenario la del Sprawl o Ensanche, cada página que leemos está imbuida de futuro, como si la cualidad de lo futuro —la futureness o futuridad— lo permeara todo y desbordara de cada párrafo; de manera similar que Blade Runner, no importaría que hubiese una fecha adosada: todo podría estar pasando en 2015 y aún así sería el futuro (en el caso de Blade Runner, ese 2019 es todavía futuro en tanto las cosas que se nos muestran se aparecen en términos de un todavía no están —en oposición a esto podría haber sido pero ya no será—, porque no hemos concluido que no habrá autos voladores, androides y colonias espaciales en el futuro, aunque podamos tener dudas al respecto), en el caso de las novelas del Sprawl sentimos que la ingeniería neuroquímica y la síntesis humano-maquínica es aún futura, reformulada como se prefiera, remasterizada o modulada. Hay, es decir, la percepción afectiva e intelectual de una distancia. Siempre la hay: entre el lector y el mundo ficcional, que es dado como futuro.  En la segunda trilogía —la del Puente—, en cambio, la construcción de futuridad es más compleja. Para empezar, si el futuro representado en la primera trilogía podía pensarse como más relativamente “lejano” al presente de publicación de los libros, Luz virtual inaugura los libros del Puente con un específico 2006, trece años en el futuro del año de publicación de la novela y, a los efectos de la futuridad o concebible “sensación de futuro” producida, mucho más cercano a la experiencia del lector en términos de tecnología especulativa. Pero incluso si pensamos que Idoru y Todas las fiestas de mañana intentan producir una futuridad un poco más intensa que su predecesora en la trilogía (con la apelación a la IA Rei Toei, por ejemplo, y a un énfasis mayor en las tecnologías de realidad virtual, más cercano en ese sentido a las novelas del Sprawl que a Luz virtual), las tres comparten una construcción llamativa de temporalidad que parece extender la concebible aceleración del cambio tecnológico en una suerte de efecto overdrive a lo histórico, en tanto los personajes (que, recordemos, viven en la segunda mitad primera década del siglo XXI) refieren al siglo XX (e incluso a sus últimas décadas) en términos de una distancia notoria experimentada por sus sensibilidades, como si dijéramos que, para los personajes de Idoru, lo que pasó en 1990 es la prehistoria. El modelo ballardiano-fisheriano del agotamiento del futuro nos ofrece un modelo para comprender esto; en efecto, si adapto el consabido experimento mental de Fisher y Reynolds a mi experiencia y trato de imaginar cómo los discos de los Beatles que escuchaba en un viejo tocadiscos allá por 1993 podían parecer separados de mí por un abismo tremendo de tiempo, mientras que la música (o el cine, o la literatura) de los noventa todavía parece a la vuelta de la esquina, podría tratar de imaginar el caso contrario, en el que In Utero es a 2023 lo que Please please me es a 1993. Este gedankenexperiment postula un 2023 alternativo que conserva la temporalidad de los noventas en lugar de verla mutada hacia el tiempo ballardiano de la década de 2000 y casi toda la de 2010: esa temporalidad —y exacerbada, maximizada, acelerada— es la del 2006 de Luz virtual y el concebible 2010 o 2011 (calculado a partir de las historias personales de los personajes recurrentes) de Todas las fiestas de mañana. De hecho, la preocupación de esta novela por un punto nodal de altísima identidad, que cambie para siempre la historia humana y “el mundo como lo conocemos”, es buen indicador de la centralidad de la construcción de temporalidades en esta segunda trilogía. Allí donde la primera la daba por sentado en términos de ciencia ficción y densidad de futuridad, la segunda la problematiza y exhibe su ímpetu especulativo lineal. Por supuesto, es fácil señalar que esto es así porque estas novelas están escritas en los noventa, y que por tanto sus instancias de producción están estrechamente vinculadas a la asimilación del ciberpunk por la ciencia ficción en particular y la literatura en general. Pero, precisamente, la manera en que la ciencia ficción asimiló al ciberpunk fue en la matriz de sus derivados: el biopunk, el steampunk, el dieselpunk, etc. Si todos estos derivados tienen en común el tipo de especulación que extrapola a un futuro posible (pero nunca legible como “real” o “todavía posible”) una tecnología específica asociada o asociable a una “época” percibida como tal, con contornos históricos más o menos nítidos, se sigue que el propio ciberpunk termina siendo uno de sus propios derivados (en tanto podemos concebir ficciones que extrapolan el horizonte tecnológico de los 80s a un futuro como el del Sprawl y leer de esa manera Neuromante o Conde Cero), en un loop de feedback positivo que funda su propio antecedente en el cuento “El continuo de Gernsback” (1981), del propio Gibson, con su extrapolación del modernismo deco a una década de 1980 alternativa. Para la tercera trilogía (o Blue Ant), escrita en tiempos del agotamiento ballardiano del futuro, la futuridad se desvanece o se vuelve fantasmal: lo que leemos podría ser el futuro, pero en realidad acaso sea hoy, o esta noche, o mañana por la mañana. Y por eso es tentador leer la cuarta y “actual” trilogía gibsoniana, que se instala en tiempos ya pos-ballardianos, como la que delata una nueva temporalidad y la obliga a comparecer: un futuro escindido en dos (el futuro cercano y el futuro lejano) por una catástrofe ecológica (el evento Jackpot que da nombre a la trilogía) y una serie de templejidades (por usar el término de Nick Land) que responden a la pregunta por el futuro simplemente señalando que habría que emplear el plural, del mismo modo que el posthumanismo especulativo de David Roden se pregunta por las “humanidades” futuras y niega, por tanto, el proyecto fundador de “lo humano” y “el hombre” como una entidad —o un “programa”, en la versión sofisticada pero no menos humanista del neorracionalismo negarestaniano— singular y de alguna manera persistente. Si la futuridad de las primeras tres trilogías ordenadas cronológicamente tiende a cero (grado máximo en Sprwal, medio en Puente y mínimo en Blue Ant), Jackpot no implica tanto un retorno lineal a la futuridad legible de la ciencia ficción a la Neuromante sino una problematización o weirdificación del futuro.

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Hay que notar, a la vez, que en 2022 y 2023 persisten escritores que se esfuerzan con sus novelas de observación sociopolítica sobre el efecto en nuestras sensibilidades de las redes sociales —o bostezos por el estilo— y dan por sentado que el kit de herramientas del realismo todavía es de alguna utilidad. Por supuesto, ni siquiera están hablando del presente, sino de cierto pasado espectral cuya vida útil no supera los cuatro o cinco meses que duran sus novelas en la atención de los lectores. En 1966, Ballard se esforzó por definir a la ciencia ficción como literatura prospectiva y en proponer al futuro como su tema, con la salvedad de que para que se tratara de algo diferente a esa agotada —ya entonces— literatura del realismo retrospectivo, debía pensarse en un futuro “sin concesiones”, uno, es decir, que problematice o cuestione los nexos que lo atan con el presente y que sostenga una especulación des-linealizada. Los experimentos ballardianos con la narrativa postsecuencial (compilados en La exhibición de atrocidades) son ejemplo del intento (programáticamente fallido, de éxito solo emergente y sedimentado) de representar un futuro con el que no podemos sostener relación alguna, ni siquiera la de señalar años más tarde que “eso” finalmente “no pasó”; a su manera, es decir, Ballard —y esto podría ser el lado B o el lado oscuro del ballardianismo aplicado en su ortodoxia fisheriana; una resignificación de Ballard o un Ballard hipersticional— propuso que el único futuro posible es un futuro que experimentemos como weird, como desconexión, como disonancia cognitiva, como un legítimo Afuera a nuestras subjetividades y los circuitos que las producen.

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En definitiva, entonces, se trata de la pregunta por el futuro.

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Hay en Todas las fiestas del mañana un interés especial por las antigüedades, un poco en la línea de los japoneses del área de San Francisco (el mismo territorio de la trilogía del Puente, por cierto) en El hombre en el castillo, de Dick. La antigüedad podría pensarse como un objeto dado para nosotros —es decir vuelto inteligible, significado— solo a través de una temporalidad definida; en ese sentido, cada temporalidad (o producción transpersonal de tiempo, historia, memoria, velocidad del cambio, nostalgia y espectralidad hauntológica) podría pensarse como un campo —como la gigamaxización de Pokémon— del que cada objeto extrae la energía necesaria para resignificarse y adquirir un plusvalor o excedente de sí, algo que lo hace más o que hace un más a modo de interfaz con qué manejarlo. Así pensado, el “arte” es un campo del que ciertos objetos absorben la condición de obras; del mismo modo, las antigüedades se vinculan con la temporalidad imperante y se resignifican más allá de su diseño y función. Es interesante pensar entonces en la falsa antigüedad, o la antigüedad hipersticional (el sello falso que luego es a su vez falsificado, por ejemplo) como un objeto que más que meramente absorber energía del campo en cuestión establece una suerte de intercambio, modificando al campo mismo. Así, las antigüedades de Gibson —reunidas casi todas ellas en Todas las fiestas de mañana por el personaje de Fontaine, que tiene una tienda en el megacante-chabola-favela del puente— son más antiguas que su verdadera edad; si en la novela los recuerdos de los últimos años del siglo XX equivalen no sólo a su distancia temporal, porque los noventa y los ochenta han retrocedido en la escala del tiempo histórico a una posición aún más remota, un objeto de 1960 equivale, en ese mundo, a uno del siglo XIX en el nuestro: así, son antigüedades y falsas antigüedades a la vez, activando un tiempo hipersticional gigamax.

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Sabemos cómo respondió Gibson a la pregunta por el futuro: ya llegó, pero no está distribuido de manera equitativa. El futuro está estratificado, entonces, y su distribución se da como una pauta emergente. Nick Land retomó esta idea en su ensayo “Templejidad”, donde la acumulación de futuro y el vacío de futuridad son pensados desde un modelo termodinámico en el que las ciudades son nodos disipadores de entropía. Land las propone como “máquinas del tiempo”, pero no sería errado entenderlas como seres vivos, ya que lo que llamamos “vida” puede pensarse (Schrödinger, Prigoyine, England) como un camino termodinámico por el que puede ser producida aún más entropía (en una pauta acelerada y aceleradora) por fuera de una membrana permeable. Se trata de un retorno a la metáfora organicista, pero desde la cibernética y la ciencia de sistemas complejos; Nick Land llamó “urbanotomía” (urbanotomy) a este modelo de crecimiento y estratificación emergente de las ciudades, pero lo cierto es que la idea ya está en la trilogía del Puente, con su Tokio posturbana y postorgánica construida y reconstruida permanentemente por nanobots, noción de alguna manera retomada en Blame! (1997-2003), el manga de Tsutomu Nihei. El megacante del Puente es una entidad urbana emergente, no planificada: la ciudad antileninista por excelencia. En definitiva, planificar el crecimiento urbano (y asegurarse de paso un socialismo de la distribución del futuro) es imposible a mediano-largo plazo, sobre todo por su costo. Toda intervención, toda regulación, toda política, en definitiva, requiere una fuente de energía abundante, el descubrimiento de una batería a punto de estallar (el sufrimiento acumulado por el proletariado en la ortodoxia marxista, el sufrimiento de la mano de obra androide en “The second reinassance”, de The Animatrix). Pero una vez agotada esa reserva inicial, la ratio entre la renovación de la fuente de energía y el gasto implícito en la regulación tiende siempre a socavar a esta última, resignificándola, conectándola a otras instancias de producción, dispersando sus ruinas por el paisaje y arrojándolas como combustible al movimiento hauntológico: la zona global de las ruinas de los grandes proyectos políticos, invadida por la vegetación, recorrida por sus stalkers. La política, entonces, no puede sino devenir humanismo (haber de haberlo sido siempre), lo que equivale a decir zombi, lo que equivale a decir ruina. 

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Ballard en “Las voces del tiempo”: plantas que crecen de manera distinta según el tiempo de los objetos que las rodean. Pueden ser plástico reciente, madera antigua o roca precámbrica: la planta siente el tiempo, que está acumulado, por así decirlo, en los objetos. 

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Entre mediados de 2021 y fines de 2022 fueron publicadas en Argentina cuatro novelas que responden a esa zona weird de la ciencia ficción latinoamericana. Alimentadas por esta nueva configuración del género en la región, proponen su versión particular, su escuela argentina de la ciencia ficción weirdificada. Se trata de La segunda lengua materna, de Flor Canosa, Materiales para una pesadilla, de Juan Mattio, Las series infinitas, de Pablo Farrés, y Nigredo, de Agustín Conde de Boeck. La de Mattio fue publicada por la editorial Aquilina, y la de Canosa por Indómita Luz, que ocupa para esta incipiente escuela argentina el mismo lugar que para la ya instalada escuela bogotana ha venido ocupando Vestigio; las de Conde de Boeck y Farrés quedaron a cargo de Nudista, un proyecto más añejo, cordobés, que ya había propuesto en su momento los dos primeros libros de Luciano Lamberti, esenciales para pensar en el horror latinoamericano contemporáneo (y, a través del weird, también conectados a la ciencia ficción reciente).

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El caso de Nigredo es el más extraño: su escenario recuerda —como si fuera una “antiucronía” que opera negando el principio del tercero excluido y por tanto no nos devuelve a la historia “real” sino a la imposibilidad de calibrar la del mundo narrado con la del nuestro, contaminando a esta última de ilegibilidad— a esos “contornos en la niebla” de los que habla Levrero en La Ciudad, pero la niebla es la de la producción de temporalidades. El yo-stalker que nos conduce como narrador atraviesa el tiempo y narra como quien teje sus memorias, pero no sabemos exactamente cuánto tiempo está involucrado ni cómo precisarlo en relación a la historia que conocemos. La apelación permanente a la magia —y toda magia lo suficientemente avanzada es indistingubile de la tecnología— instala no solo un mundo posible (un poco a la manera de la historia de la hechicería en Jonathan Strange y el señor Norrell, pero de manera profundamente underground, oculta, siniestra, maldita) sino una permanente alteración del tiempo y el espacio por la que la ciudad deviene zona, sus barrios zonas dentro de zonas y las casas nodos de contagio, antenas irradiantes de extrañeza weird. Es imposible que la narrativa secuencial —el realismo retrospectivo decimonónico— pueda dar cuenta de algo así, y por eso Conde de Boeck apela a los códigos del siglo XVIII y todavía más “atrás”, a la picaresca, a la novela en clave alquímica, al Asno de oro, como si las tecnologías/magias narrativas y productoras de subjetividad en Tristram Shandy pudieran extrapolarse a la manera de un derivado del ciberpunk. 

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Materiales para una pesadilla es la más gibsoniana de las cuatro: a partir de una ucronía más definida o nítida que la concebible para las otras tres —en la línea de las ficciones que resignifican el lugar de Latinoamérica en la producción de tecnologías y de historia, como la primera mitad de Synco, de Jorge Baradit— la novela resignifica la idea de pasado problematizando el “mal de archivo” derrideano —o esa omnipresencia virtual del pasado que resignifica el lugar de la ausencia y del paso del tiempo— en términos de red, redes y red de redes (el gran Germán Sierra plantea una noción similar en su ensayo “Mal de red/red de mal”): una zona global dada por el contacto íntimo entre la tecnología y las temporalidades, que circulan entre el norte y el sur globales descubriendo en la historia los pasillos oscuros de La casa de hojas. Toda la —hermosamente perturbadora— novela es delicadamente nostálgica, casi podría decirse elegíaca de una era ballardiana que se nos ha escapado de las manos como granos de arena. ¿Será que estábamos más cómodos entonces, cuando podíamos creer en el desfuturo y pensar que lo mejor que cabía hacer, política y filosóficamente, era preguntarnos por las condiciones de posibilidad de esa situación, los planos urbanotómicos de Vermilion Sands encontrados en una bóveda enterrada en el desierto? Mattio parece apoyado en la reja o baranda de un puerto crepuscular tolkieniano, saludando a los Galadriel, Elrond, Gandalf, Frodo y Bilbo de la ortodoxia fisheriana mientras, a sus espaldas, el holograma de Rei Toei/William Gibson mira impaciente la hora en su celular vintage: Cthulhu está a punto de regresar —probablemente lo haga en algún festival neonoventero, con Maynard James Keenan como maestro de ceremonias— y esa revolución será televisada: en viejos aparatos CRT contaminados de un moho proveniente de Prípiat circa 2666.

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La ciencia ficción es el nombre con que terminamos llamando al proceso del tecnocapitalismo que parasita al lenguaje para pensarse a sí mismo. Se trata, en última instancia (en ese segundo terminal de lo humano) de contar qué pasó en ese microsegundo en que Skynet se volvió autoconsciente: por supuesto, no se trata de “autoconsciencia” en el sentido antropomórfico del término, sino más bien de un proceso que ha visto al tiempo de otra manera, siempre.

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La literatura —si es que es algo distinto a la escritura, y literatura es precisamente creer que hay algo, la literatura, distinto a la mera escritura— es el momento cibernegativo que produce la noción de lo humano como una hiperstición. Para la literatura, lo que siempre estuvo allí es lo humano, y todo lo demás es el futuro remoto de la ciencia ficción barata, cosas para adolescentes, mero entretenimiento, nada serio.

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La literatura se ha mimetizado de ciencia ficción y la ciencia ficción se ha mimetizado de literatura. Es una guerra de guerrillas, en definitiva, en una selva de mentira, con rifles paintball. Pero ¿cómo hacer la revolución en Uruguay, donde no hay selvas ni montañas? Excavando, exponiendo el complejo de agujeros. Dando paso a las ratas de las que habla Land en sus ensayos sobre (o a partir de) Trakl. Porque en definitiva, ¿no es cierto que buena parte de la ciencia ficción legitimizada o incorporada a algún departamento de la serie canónica es aquella que nos advierte de los peligros deshumanizadores del futuro? ¿No será por esto que la pauta emergente por la que la ciencia ficción empieza a ser tomada en serio por cierto público es aquella que privilegia ante todo la distopía? Estamos hablando de literatura seria, caramba. 

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Por supuesto, eso no es ciencia ficción en el sentido antiliterario propuesto más arriba. Y así como la idea de “política aceleracionista” es un oxímoron que se desprende de una mala comprensión del aceleracionismo absoluto landiano (chiques, nunca se trató de que debamos o siquiera podamos “acelerar el capitalismo” para precipitar su “final”; es más bien que eso va a pasar siempre, o que de hecho ya pasó, y que “nosotros” somos producidos por ese proceso en tanto sujetos hipersticionales que aguardan/anhelan un “final” mientras por ahí pasan otras cosas más imprtantes), esa ciencia ficción humanista se vuelve conceptualmente insostenible, excepto políticamente. Pero la ciencia ficción, en tanto pauta especulativa en la autopoiesis del tecnocapitalismo, habrá de haber sido siempre todo lo contrario. Como siempre, tout le reste est littérature. 

28

Écrasez l’infâme!

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Las series infinitas se hace eco de esa consigna volteriana y escenifica el aplastamiento de la literatura. Está claro, por supuesto, que hay una tradición literaria centrada en el gesto antiliterario, y Farrés termina de presentárnosla en cuanto a la literatura argentina. Antes que nada: no, no se trata de Arlt (si pensamos en “Derivas de la pesada” otra vez, quizá lleguemos a la conclusión de que el mayor interés del ensayo es mostrar como una vez más Bolaño es hermoso por no haber entendido nada, como cuando habla de Philip K. Dick o como cuando habla de ciencia ficción), sino de Laiseca. Las series infinitas no solo termina de descubrir que en la obra del autor de Los sorias está guardado el incendio potencial de la literatura (algo que, así planteado, parece bastante obvio) sino que, reconociendo que el fuego ya empezó a incendiar esa catedral hace rato, entiende que no es posible hacer algo distinto a apagarlo con gasolina. Y  lo que se quema no sólo es la literatura en tanto realismo retrospectivo centrado en la construcción “humana” de personajes (de hecho la novela de Farrés podría pensarse como la saga de un no-personaje posthumano que, más que tener una historia, siempre estuvo allí y, por tanto, termina por evaporar la historia), sino también la ciencia ficción, o, mejor dicho, eso que la literatura hace pasar por ciencia ficción y que en el fondo no es más que humanismo distópico cibernegativo. Si en Materiales para una pesadilla un stalker nos pasea por el complicado sistema de andamios y estructuras que hacen a la producción de temporalidades, Las series infinitas usa la piel de nuestras caras para limpiar el agujero en el suelo donde el tecnocapitalismo caga su tiempo, uno de esos baños horribles de bares infectos, sin inodoro o wáter y con esas dos ridículas marcas de suelas de zapato. Los materiales para esta pesadilla son la espuma creepypasta de nuestras redes: conspiranoia, hiperstición, ucronía —pero esta última tratada sin el más mínimo asomo de “respeto” al género, re(in)ventándolo en una maraña de teoría-ficción. El sida no solo fue un arma biológica: también mutó en virus lovecraftianos que arrojaron al Maleström la historia humana y descubrieron —no queda claro cuánto “tiempo” se llevó este proceso– a una larva posthumana (curiosamente análoga al gusano terminal de la novela de Luis Carlos Barragán, ese callejón sin salida o nuevo comienzo de la deriva filogenética y su potencial de asco flusseriano) que es y no es el no-personaje no-protagonista de la novela. 

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Si hay un pasmo esencial a la novela de Farrés, posiblemente ese pasmo sea el del no-tiempo. ¿Cuándo pasan las cosas? ¿Hay un tiempo perpendicular al nuestro, donde ordenar una serie (infinita) de mundos paralelos? ¿O ese mismo intento de ofrecer un multiverso numerable choca de frente con una diagonalización cantoriana de no-tiempos y no-historias? La segunda lengua materna, de Flor Canosa, corta el nudo gordiano de esa pregunta instalando su ficción a posteridad de una suerte de singularidad calendárica que vuelve inconmensurable la futuridad de lo narrado. Como en la trilogía en ciernes del Jackpot gibsoniano, hay algo horrible que nos aguarda en el futuro y hay también un después; pero en la novela de Canosa esa singularidad calendárica se confunde con la otra singularidad más familiar, es decir la de las IA, y —como en una versión de ciencia ficción de Membrana, de Jorge Carrión— toda nuestra historia es narrada por ellas. Pero cuando tratamos de adentrarnos en esa manera en que lo posthumano explica para sí la historia de lo humano (produciéndolo de paso del mismo modo en que producimos las especies extinguidas) solo podemos chocar con un residuo de ininteligibilidad: algo en la novela de Flor siempre habrá de escapársenos, porque esa segunda lengua materna a la que concebiblemente refiere el título es una lengua que se parece lo suficiente a la nuestra como para que creamos comprenderla, si bien nos hará saber siempre que esa comprensión no puede ser total. Es una lengua otra, en definitiva (el adjetivo “segunda” se satura de ese significado), en la que página tras página tratamos de encontrar la palabra que nos nombra. Y si lo encontramos es solo gracias a la suerte —como la concebible suerte de un bibliotecario que encuentra su vindicación en la biblioteca de Babel—, a un azar definitivo que des-significa al universo. Después de la hoguera solo hay lugar para un nihilismo-K (en el sentido de “cibernética” que movilizaron Mark Fisher y la CCRU al hablar de k-punk y k-goths), situado en las antípodas de la literatura, que ya ni sufre ni se resigna a (ni tampoco celebra) el vacío al final y al comienzo de todas las cosas. Si hay sentido, en definitiva, solo lo hay en tanto hiperstición o en tanto el no-sentido de esas fuerzas  que hacen girar al sol y a las estrellas y al vértigo de nuestros genes y la intimidad de nuestras mitocondrias, para siempre por fuera de toda lengua, primera o segunda, materna o maquínica. 

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