Un conjunto de notas sobre Trenque Lauquen (2022), de Laura Citarella, por Diego Recoba
La historia de nuestras naciones es la historia de los archivos, los documentos, la palabra: las naciones latinoamericanas están forjadas sobre la hegemonía de la palabra. No es la primera vez que una película del grupo El Pampero, la productora argentina responsable de films como Historias extraordinarias (2008) y La flor (2018), de Mariano Llinás, El escarabajo de oro (2014), de Alejo Moguillansky o La mujer de los perros (2015), de Laura Citarella y Verónica Llinás, explora, aunque sea de forma lateral, la forma en que un pueblo, o varios pueblos desperdigados, se convierten en una nación. La idea de la unificación, de lo unitario, de poner orden en el desorden. Para todo eso la letra, tinta sobre papel, ha sido el arma más efectiva y violenta del poder. Cartas, formularios, escuelas, padrones electorales, expedientes: la Nación argentina está construida sobre un cimiento formado, en la capa más profunda, por cadáveres y encima, como una alfombra, por toneladas de actas, archivos, instituciones.
Hay otra dimensión de lo escrito, de lo gráfico, que en su cruce con el territorio (tema fundamental del desarrollo de las naciones modernas latinoamericanas) también ha servido como campo de batalla: la cartografía. El enigma está en el papel y en el territorio, ese es el tablero donde se desarrolla el juego de poder. Es allí donde se encuentra el problema a resolver, los lugares a los que siempre llevan los hilos sueltos. Todos los caminos conducen hacia esas variables. De nuevo, lo intuitivo en su cruce con lo racional, lo espontáneo y lo improvisado, las dos patas del poder simbólico moderno. En Trenque Lauquen, la forma en que está construida la ciudad, lo que dice su estructura, su orden, la pesada mano del Estado nación en la construcción de ciudades calcadas a lo largo y ancho de la Provincia de Buenos Aires y la forma en la que la vida diaria interviene se vuelve un tema recurrente, que parece preocupar o al menos servir de insumo para entender otros tipos de tensiones que, en apariencia, no tienen nada que ver entre sí.
En la protagonista, esa tensión entre lo científico y racional y lo intuitivo-sensible-especulativo es omnipresente. Aplica su método a la hora de categorizar y etiquetar, pero lo abandona cuando investiga a la misteriosa Carmen Zuna. Porque también la historia del poder nacional civilista, en su lucha por la hegemonía, tuvo que ver con barrer de forma violenta todo tipo de saber popular o no-científico e instaurar, en pleno auge del positivismo, la razón, la deducción, la lógica y la ciencia como único camino para el progreso. En Trenque Lauquen, como en otras películas de El Pampero, los enigmas, los misterios, las historias, aparecen en esas rendijas que se le abren al proceso moderno civilizatorio cuando se empieza a resquebrajar. En la forma en la que un río tapa una ciudad, un inspector municipal realiza anotaciones irracionales al costado de sus expedientes, un arquitecto le vende su alma al diablo, o una doctora experimenta con la naturaleza y la genética en su casa de campo.
Por eso mismo, también es posible pensar en esta película como una reflexión sobre la relación con el poder a todos los niveles. De qué hay que hablar y cómo. Cuál es el deber ser del arte, cómo el mercado y la hegemonía moldean los discursos, y eligen determinar cómo se debe hacer arte, y muy fundamentalmente, cómo no. Trenque Lauquen es quizás tan tradicional como innovadora, tan conservadora como de avanzada. En todo caso, no parece plantearse ninguna de estas cuestiones. Pero logra que casi inmediatamente uno se pregunte en qué momento nos dijeron que hay cosas que se pueden hacer en la creación artística y otras que no, y en qué momento empezamos a ser devotos fanáticos de ese dogma.
En tiempos de lo digital, del cambio de formato de conservación de archivos y documentos, Trenque Lauquen es una película conservacionista. Lo que articula la vida diaria y posibilita los intercambios y los hallazgos son los rastros del mundo anterior. Bibliotecas, archivos municipales, cartas manuscritas, fotografías, la radio, la imprenta y el periódico, mapas, libros. Sin llegar a la nostalgia ni bajar línea a favor de lo analógico, pone en cuestión la necesidad también de repensar qué va a suceder con esa memoria que parecería ser el único medio para acceder a lo desconocido, a la historia, al pasado del futuro.
Desde su fundación, la historia de la Provincia de Buenos Aires es la lucha de la civilización contra la barbarie, lo salvaje, lo nativo, la naturaleza. Esa guerra parece haber dejado un fantasma colgado, algo no resuelto, que aparece todo el tiempo en las películas de El Pampero. Un león prisionero, un río que pierde su cauce, una criatura misteriosa que aparece en un lago. Y siempre el ser humano, con su afán civilizatorio, en permanente estado de duelo, de dominio. Como en un loop, la historia bonaerense parece ser la del hombre moderno intentando domar las fuerzas de la naturaleza, incluyendo lo oculto, lo espiritual, la muerte, y, por supuesto, fracasando siempre en el intento.
Los pueblos bonaerenses como no-lugares, como sitios abandonados, destinados a salvarse como puedan. Anclados en el tiempo, girando en círculos, vaciándose, con crímenes impunes, viniéndose abajo, tapados de burocracia. Películas como Trenque Lauquen son también un documento impactante no solo de lo disparatado del proyecto unitario porteño centralista en un territorio diverso y amplísimo, sino de cómo los posibles intentos federalistas se comenzaron a desmantelar en la última dictadura, y cómo en los noventa, con los gobiernos neoliberales de Carlos Menem, terminaron de desaparecer. Sitios que ya ni siquiera agonizan, muertos, aislados, desangrados. Hoy son fantasmas que solo dan cuenta de un tiempo pasado, documentos espectrales de la barbarie.
Ese abandono ha sido aprovechado por las producciones de El Pampero para crear un territorio de lo improbable. Lejos de la previsibilidad de las ciudades y sus reglas de mercado y comportamiento, de sus esquemas rígidos, de su integración a un mundo global homogéneo, los pueblos de la Provincia de Buenos Aires se volvieron lugares de descanso del orden capitalista. No mágico, no ideal, no de fantasía. No, absolutamente real, pero donde la realidad está expandida a límites imposibles de vivir en las ciudades actuales. En ese territorio donde todo es posible porque todo es real y a la vez no, films como el de Citarella sueltan a sus personajes, hastiados de la vida, a que abran las puertas que en otro momento no abrirían y a que sigan el camino que siempre se les aconsejó no tomar.
Pero claro, ese juego nacional, civilizatorio y patriótico, fundante y hegemónico, es un baile de hombres. Se trata no solo de un universo masculino en cuanto a sus nombres y a los que tienen permitido dirigir y ordenar, sino principalmente masculino en sus formas. Avasallante, vertical, violenta, institucional: la historia de las naciones en Latinoamérica se ha forjado y luego relatado desde una perspectiva eminentemente masculina. En Trenque Lauquen, las grietas a esa razón liberal positivista, de alguna forma, la plantea esa especie de jardín edénico de mujeres que predomina en la segunda parte. Mujeres, naturaleza, creación de vida, mito y experimentación. Mientras se desarrollan estos episodios, la única presencia de hombres es la del estado central, la policía en la puerta, que viene a restablecer el orden. Pero este universo femenino no puede volverse hegemonía, está destinado al margen, a la clandestinidad, a escapar. De nuevo el choque entre la hegemonía y las emergencias, la lucha del poder por imponerse a la manera tradicional, anacrónica, ante un desborde de futuro, porque el retorno a la naturaleza no implica un viaje al pasado, sino una forma de repensar lo natural, de imaginar un estado posnatural, casi que de ficcionarlo.
Y al final, el retorno a cierta tradición moreiriana, si se quiere. Cuando Eduardo Gutiérrez publicó Juan Moreira (1879-1880), la imagen que el poder unitario tenía de los matreros era la de aquellos salvajes que obstaculizaban la creación de la Nación civilizada. Fueron las clases populares (y algunos intelectuales también, es justo decirlo) quienes principalmente volvieron a esos gauchos héroes, la resistencia al poder central. Tampoco es inocente que Leonardo Favio haya pensado en una adaptación del clásico de Gutiérrez cuando el proyecto peronista comenzaba a deshilacharse y ya se podía oler la inminencia de una sangrienta dictadura militar neoliberal y unitaria. Y no es descabellado asociar más de uno de los planos del final de la película de Citarella con los planos de la de Favio. El final, entonces, es de alguna forma la asunción de que de la misma forma en que esos gauchos de la provincia de Buenos Aires (Moreira era de Lobos, a menos de 80 km de Trenque Lauquen) habían generado roturas en el proyecto nacional liberal y burgués, hoy la provincia y sus relatos, ese no lugar fantasmal y abandonado, anclado en otro tiempo, aislado de las grandes ciudades, y la realidad expandida donde, como en otros tiempos, todo, absolutamente todo es posible, es la forma de ir rasgando el modelo capitalista actual no solo en lo económico, social y político, sino también en lo artístico y discursivo. En el fondo, que la experiencia de más de cuatro horas termine siendo de alguna forma un relato oral, un cuento que se cuenta en un fogón, es quizás un modo de invitar a volver a un estado previo, primitivo, enorme.
Deja una respuesta