La poesía de Julio Inverso leída por Gerónimo Pose
Salgo de mi hotel en la calle Talcahuano, a unas pocas cuadras de calle Corrientes. Son las 07:40 am. Un hombre me hace seña a lo lejos enseguida que prendo un Lucky Strike. No le respondo. Me insulta. Escupo en el piso y lo miro a los ojos. Tengo 20 años, o quizás 17. Intento frenar un taxi y recibo un no rotundo de casi todos los arrugados conductores. Empiezo a pensar que es por mi aspecto y una furia sube por entre las cosas intentando alcanzarme, hasta que por fin uno prende las balizas y me pregunta a donde voy antes de permitirme entrar al auto. Alsina y Defensa. Bueno, te llevo. El auto huele a cigarro quemado pasado por agua. “Te como y te bebo. Sos como la lluvia central”, dice Inverso en mi cabeza, a la vez que recuerdo el pasaje en Papeles de un poseído (Vintén Editor, 2009) en el que narra cómo una patota de inadaptados cobardes le rompieron las costillas en un barrio marginal. Quiero encontrarme con ellos. El taxista me pasea hasta que se percata de que me di cuenta y deja de disfrazar el tour por Plaza de Mayo. No importa. Tengo la plata para pagar lo que sea que tenga que pagar. Sigo escuchando una voz distante al otro lado del espacio, y pregunto si hay algo.
Conocí a Inverso a través de unos libros editados por Fardo (ahora editorial Forma), en 2021. Cielo genital (editado originalmente de forma póstuma por Arca en el año 2001, gracias a la iniciativa de Ramiro Guzmán, que es quién me impulsó a escribir sobre Julio), Milibares de la tormenta (Ediciones Imaginarias, 1994) y Erika no sabe beber duro (este publicado por primera vez por Fardo). Aún conservo mi ejemplar de Erika no sabe beber duro, mientras que a los otros los regalé y volví a comprar y regalar en diferentes ocasiones. Sentía la imperiosa necesidad de mostrarle a todo el mundo que un poeta de esa magnitud existía y era nacido en nuestro país. Que escribía sobre las mismas calles donde solía perderme y donde había muerto unas cuantas veces.
Cuando yo era joven
Estaba mucho más mareado que ahora
Llevaba un pastel en la cabeza como todo peinado
Incluso llegue a beber kerosene
En Gaboto y Paysandú
Han rodado muchos años sobre mi piel
Y estoy orgulloso de no haber aprendido nada
Excepto a soñar compenetrado y sudoroso
Y es que a Julio le sucedió algo similar a lo que le pasó a Eduardo Darnauchans y a tantos otros, a quienes mucha gente evitaba porque creía que su arte era enteramente una oda a la tristeza, la autodestrucción y las mesas de cármica. Es inevitable pensar la tristeza como una extensión de la felicidad, eso que muchos mueren intentando acariciar. Pero también es una sensación, una experiencia, atada a la condición humana. Se pierden de mucho, a la vez que nos entregan a nosotros la sensación de estar con un tesoro olvidado entre las manos. Y eso a mí me pegó mal. Necesitaba que todos conociesen ese submundo que no era al fin y al cabo tan subterráneo, sino que estaba ahí, deambulando por la Plaza Cagancha cuando la monotonía se resguarda para descansar y surgen de entre las esquinas, sucias y mal olientes, los habitantes que usualmente resultan ser más interesantes. Por lo menos para Julio, que iba con su “visión de caballero antiguo” husmeando entre las rosas negras y los limones verdes podridos de algún cocktail muerto en la acera. Adentrándose en las iglesias y los altillos, siempre en el espacio imaginado de la noche. No existe otro, por lo menos así lo parece. Allí afuera no hay nada. O se podría decir que el día se utiliza provechosamente para la absorción de otro tipo de conocimiento, el literario, el de los libros empolvados en anaqueles de madera, y la noche es el momento de la práctica y del conocimiento aprendido a golpes, sangre, insomnio, y excesos.
Julio leía a todo lo que se le posaba delante, en su habitación o en el alfeizar. A Kafka, Villon, Bukowski, Lautréamont, Proust, Borges, Balzac, Burroughs, entre otros. Todas claras influencias: uno puede reconocer la lisergia de Burroughs (no confundir con la de los surrealistas) en sus párrafos, el escupitajo sucio, del viejo Bukowski, en fin. Escuchaba a Yes, R.E.M., a los Talking Heads, The Cure, Bauhaus, New Model Army, The Psychedelic Furs, Tom Waits, Laurie Anderson, disfrutaba las películas de Herzog y Beavies and Butt-head. Odiaba a Benedetti, Galeano y a la “filosofía pre masticada para cerebros sin dentadura”. Entre otras miles de cosas que su cerebro chupaba constantemente, entre información y experiencias, Julio termino enloqueciendo, un poco inducido por el consumo relatado como desenfrenado. Pasó una temporada hospitalizado sufriendo una depresión nerviosa que se fue profundizando hasta llevarlo a un intento de suicido que, como cuenta, fue impedido por su pareja del momento. El hecho es que Julio había ingerido varios blísteres de diversas pastillas de distintas formas y colores, y los había acomodado en su sistema con un litro de vodka.
Tras zafar de la internación, volvió al mundo, a la vida laboral (aunque fue escasa, trabajó vendiendo libros durante un muy corto periodo, y en las carreras de galgos), a sus estudios de medicina (que abandonó en el último año para dedicarse de lleno a su literatura) y a la creación. Leía a Rimbaud, fumaba porro, disfrutaba la sinergia de las anfetas y regalaba sus libros habitualmente en el bar Los subterráneos. Un día conocí a una mujer, ya entrada en edad, que entre el murmullo y la música en vivo que se estaba llevando a cabo en el patio del Museo de Artes Visuales, me contó que Julio, al regalarle a ella un ejemplar de Falsas criaturas (Vintén Editor, 1992), le aconsejó leerlo a la noche acompañada de alguna bebida espirituosa.

Llego por fin a Alsina y Defensa, lugar donde se dice vivió Luca Prodan sus últimos instantes, y así lo deja ver la puerta de la casa, repleta de dibujos y de grafitis que gritan ¡Luca Vive! No hay nada a mi alrededor e intento aprender algo, prenderme a alguna columna que me succione, que me ceda el privilegio de entrar en algún estado catatónico y surrealista. Eso no pasa y me voy rápidamente del lugar, intentando abandonarme al ritmo de “Cure For Pain” de Morphine, porque además a las 09:00 sale mi barco y estoy llegando tarde. Un Buenos aires que Julio supo habitar, aunque haya sido solo una vez. Estuvo por aquí, con la plata que heredó de la muerte de un tío que no tenía hijos y para quien era su sobrino predilecto. Acá fue que vio grafitis alucinantes, mujeres bien vestidas, comprobó aquello que le decía Drieu de la Rochelle a Borges sobre la pampa como «vértigo horizontal», una ciudad plana, sin alteraciones geográficas. Bebió Romilar de a chorrones, vio en el obras sanitarias a Divididos telonear el show de los Ramones y cuenta que fue un agite infernal y que se terminó yendo porque estaban llegando los milicos para repartir palo. Dice no haberle encontrado la gracia a esa ciudad, que no era la gran cosa. Montevideo fue siempre su república, su planeta, su territorio. Y supo contar lo que todos querían escuchar, pero que nadie se animaba a decir.
El cielo está gris. Los comercios cerrados ostentan inscripciones talladas en sus persianas metálicas y juego con la idea de cruzarme con alguna trazado por Julio con su brigada Tristán Tzara (en homenaje al poeta dadaísta), como aquel escrito frente a la antigua sala de Cinemateca: “Manolo siniestro stalinista basta de Wajda queremos Andy Warhol”. El aire está pálido y todo es un recuerdo. Compro en una de las librerías —ya bajando por Tristán Narvaja, en Montevideo, transportándome de ciudad en ciudad, acompasado en el ritmo cansado y áspero de la voz de Archy Marshall—, los dos tomos de las obras completas de Inverso, editados por Estuario y compilados por el poeta y docente Luis Bravo en 2011. Su poesía completa se reúne en un tomo llamado Las islas invitadas, título que comparte con Manuel Altolaguirre, poeta español que publicó la totalidad de su producción poética de su primera época en 1966 bajo el mismo nombre. Esa imagen puede sintetizar perfectamente la obra poética de Julio, quien tomó el centro de Montevideo y la Ciudad Vieja como sus escenarios principales para el desarrollo tanto de los personajes que se ensanchan a lo largo de los textos como de las historias de amor rebelde, equivocado e incluso prohibido.
Vos nunca soñaste que caía el poder burgués
Nunca sudaste y nunca
Te levantaste a las cuatro de la mañana
Nunca ataste una orquídea a una percha
Nunca elogiaste mi perfil
Y nunca fuiste buena
Y sin embargo te amo
El amor es el mayor espejismo
Dentro de su producción narrativa encontramos Vidas suntuosas (primer premio de narrativa, Intendencia municipal de Montevideo, 1996 y primer premio MEC de narrativa, 2000) publicado por Vintén en 2004, Los furiosos pétalos de la muerte (Vintén editor, 2007), Animal doctrina (Vintén editor, 2008), Papeles de un poseído (Vintén editor, 2009) y Morgan, el inmortal, una novela psicodélica inédita en vida, entre otros papeles desperdigados en manos de amigos y amantes que fueron reunidos en Papeles de Juan Morgan (Estuario, 2011) junto a otras prosas que, como cuenta Bravo, le fue entregando la madre de Julio, Myriam Cueto, o fueron cedidos por cercanos a medida que iban avanzando en la investigación.
Ese Montevideo inhóspito de los años 90 es bien retratado en la poética de Inverso. Una ciudad marcada por el aburrimiento, el nada que hacer, la escasez de locales donde poder emborracharse a la noche rodeado de gente con gustos similares (véase también el surgimiento de lugares como Juntacadaveres, Perdidos en la noche, Amarillo y etc., hoy mitificados). Las drogas como angelicales sustancias desinhibidoras, capaces de transportar al poeta a lugares que no alcanza con el sueño. La musicalización lúgubre de alguna canción de Joy Division, la sensualidad paisajista de la niebla, nuestro Manchester de los 70 exportada en el sur de Latinoamérica, obligando a los jóvenes de ese entonces a buscar otras formas de putear al tiempo a la vez que luchaban contra su propia confusión y se embarraban con el futuro como concepto abstracto y no como una cosa certera.
“Lo mío eran las drogas. Lo de ella era yo”, dice Inverso en Cielo genital. “La cocaína es una llave para desatar todo brillo y dejarlo galopar como un caballo que desea toda magia, que se atreve a ilusionarse.» «Ya no hay anfetaminas en Montevideo. Tomate una aspirina y decile a la gente que estás al mango. Total, a esta altura nadie entiende nada. Y vos tampoco.”

El amor enloquecedor y el constante contacto con la muerte. Una vida sellada por ese destino, el del poeta. Aquel que tanto atormentó a generaciones enteras, avocadas a la creación, que entregaron la vida por su obra. “Bueno, yo me pregunto, ¿la muerte será un ascenso o un descenso? ¿Qué sabor? ¿Aluminio ¿Frutilla? ¿Quién la conoce? ¿Dónde se esconde?” Cuestiones que alcanzó a mezclar con su espíritu. Yéndose como una voz suave y distante, igual al fade out de la canción “Planet Caravan”. Oscura y melancólica, esperanzadora y salvadora, en iguales cantidades. La voz del poeta oriundo del barrio de La Blanqueada, en la calle Cardal, que cursó la secundaria en el Seminario y en el Sagrado Corazón, fue una voz que no dejó nunca de crearse. Y es que él dice que comenzó a escribir a los 24 años y que su primer poema en prosa fue “Ogros”, que aparece en Falsas criaturas, y que cree que sus amigos poetas van a escribir su obra magna cuando escriban sus diarios, y que él siempre escribe con música y que no estaba conforme con varios de sus libros publicados por una mera cuestión estética, y que no le gustaba la exposición de ser poeta y que ha querido renunciar muchas veces a todo eso para volverse una persona gris y que todo es muy espontáneo, que el poema se hace solo.
Y te ibas alejando
Por una autopista de seis carriles
Y sentí que la vida era ancha
Como mil kilómetros de vino, de poesía o de virtud
Y me lastimé a mí mismo con tu imagen
Y descubrí, además
Que siempre
Te espero
Julio, como dije antes, abandonó los estudios de medicina a punto de recibirse. Sobre eso, dice que pudo haber sido un gran médico, pero que resultaba que la poesía era lo único que lo movía, que fue un golpe de mala suerte haberla conocido demasiado tarde. «Podía pasar tres días sin comer, pero ni uno solo sin escribir.» Los sueños sobre mariposas multicolores de cinco metros de altura escapándose de la cárcel lo atormentaron durante las noches en el que el insomnio era el dueño del ring. Desfilando con la depresión nerviosa y recibiendo aderezos lanzados por extraños que reparten palazos, Agua Jane, pichí y confeti en los ojos. «La gente decía: ¿y a este tipo qué le paso? Yo sabía muy bien qué era o que me pasaba: era un poeta y había nacido en el tiempo y en el lugar equivocado, odiaba la injusticia y la estupidez, era una bomba de odio, pero seguía adelante, casi arrastrándome, porque sabía que, en algún lugar del camino, me entregarían la perla.»
Aunque Montevideo haya sido su escenario, también encontramos al balneario como una figura de desahogo. Es decir, Julio utiliza esos lugares para desarrollar historias despojadas de aquel estilo frenético, en las que prima la estabilidad, el amor y la calidez. Una temporada en Atlántida, durante la cual «me despojé de medallas y condecoraciones y títulos de honor y hasta de toda mi locura ego maniática e incluso de mis ropas carnales y te he dado con inédito amor y locura de palabras la más fresca flor de mi vientre y mi cerebro.»
Las temporadas en Punta del Diablo junto a sus amigos parecerían ser momentáneos oasis de felicidad, que se ve en las fotografías en las que posa junto a Marcelo Marchese y Ernesto Alazraki. Las noches en el Pinar junto a la madre de su hijo, Lucía, donde vivían «una especie de luna de miel», cocinaban escuchando música, caminaban por la playa y hacían el amor mirándose a los ojos. Todos esos lugares funcionaban como islas donde Julio se abandonaba a sí mismo y se permitía vivir otras cosas, alejado de la oscuridad y amalgamándose con el brillo longevo de las estrellas.

Se dice que el artista maldito suele apartarse de la sociedad, para esconderse de la luz y así transitar senderos creados por él mismo al no encontrar a sus pares. La gracia está en buscarlos, buscar con quienes compartir el sufrimiento y la creación artística. La Torre Maladetta, conformada por Marchese (Kápatax), Rodolfo Tizzi (Rudolph Tizzik) e Inverso (Juan Morgan) era un grupo de jóvenes que se juntaban a fumar marihuana, hablar de mujeres y a escuchar música, como cualquier grupo de adolescentes sin ganas de preocuparse por el futuro que no saben que está por comerse sus ambiciones. Con la diferencia de que estaban complotados en la fe poderosa de fundar una nueva literatura, tal como dice su manifiesto: «La Torre Maladetta da un puñetazo en el banquete de la literatura para decir: ustedes arrastran la palabra por el barro. La palabra será conmovedora o no será.»
Reminiscencias a los románticos alemanes e ingleses, con un grado feroz de urbanismo plasmado en los grafitis que realizaban en los muros cuando nadie estaba viendo, en los alrededores del Barrio Sur, el Centro y la Ciudad Vieja, donde dejaron frases como “La luna es un trozo de mí.”
“A la Torre Maladetta le aburren sobremanera las lecturas de poesía.” Lecturas que eran muy comunes a mediados de los años 90, en lugares donde se congregaba la fauna de sedientos poetas buscando el calor del público dormido por la sobrecarga de palabras y elementos confusos. Con respecto a esto, ellos dejan en claro que “La Torre Maladetta nunca aplaudió, ni aplaude, ni aplaudirá jamás por compromiso en los barcitos.” “Odiábamos a los escritores de la patria, odiábamos esa literatura, sentíamos que estábamos ninguneados”, dice Marchese en una entrevista en el programa La máquina de pensar del 14 de diciembre de 2011. “Hay que estar a la altura de la literatura de Julio Inverso”, concluye exaltado.
—Por ejemplo, eso que te parecía muy fuerte (hablando sobre la poesía de Julio y comparándola con el resto de la literatura uruguaya), ¿qué era? ¿Te acordás?
—¡Si, la densidad de imágenes! La capacidad de provocarme imágenes constantemente. Es como si me estuvieran pasando un film que cada un microsegundo, una nueva imagen, ¡poderosa imagen!, emocionante.
Inverso publicó solo cuatro libros de poesía en vida: Falsas criaturas (Vintén Editor 1992), Agua salvaje (edición de autor financiada por su padre, 1995), Milibares de la tormenta (Ediciones imaginarias, 1996) y Más lecciones para caminar por Londres (Vintén Editor, 1999), tras cuya publicación se suicidó en casa de sus padres, con 36 años.
Camino, con la luna mordiéndome los talones, con cierta ansiedad galopando en mi pierna derecha a sabiendas de que es una noche más, como cualquier otra, pero esta es particularmente hermosa y quizás eso me coloque en un estado de alerta innecesario. Desde acá escucho el ruido de las olas rumiantes jugando a interrumpir la canción de La Hermana Menor que sale de mis auriculares y que describe sutilmente mi barrio, Parque Rodó. La frecuencia de ómnibus es casi nula y la gente parece haberse atrincherado en algún lugar sin avisarme. Estoy solo y en el viento se siente una amabilidad desesperante, como si estuviese guardando su furia para cuando el resto de los ciudadanos salgan a las calles.
si aún sobrevivieras a 55 vodkas
Con mi poder con mi amor
Te salvaría
Y te soltaría en Blanes y Durazno
Para que saltaras y volaras
Algún hombre caminará por la calle Salto con su sobretodo negro pensando en una muerte punk, como escribe Magdalena Portillo en el epílogo de Cielo genital (Fardo, 2021) y quizás ese hombre también venga de otro milenio, con intenciones de atar una orquídea a cada percha y dejarla en las mesas de los bares, experimentar con la psicodelia, mezclar sus emociones con algo de Bach, Strauss, Rimski, como solía hacer en sus veranos en el departamento de Artigas, al norte del Uruguay, donde comenzaba a crear su sensibilidad junto a su amigo Klaus, quien le confesó su amor en una carta. Mucho se ha dicho de Julio: que es un poeta que danza entre el punk, la música clásica y la electrónica; que su poesía gótica es una constante remembranza a siglos pasados; que estaba loco; que era imposible que una rosa se incorporara en sus sueños, una rosa de diamante y vientre de violoncello; que cuando la gente le preguntaba por qué era así él siempre respondía «porque soy poeta» y que eso no era una garantía para nadie; que no sabía qué hacer cuando estaba enamorado, si tocar el cielo con las manos, subirse a una estrella púrpura o entrar volando al tren fantasma… Ojalá se siga diciendo mucho más.
Una vez
Me preguntaste qué era la locura y te dije
Tomando la curva en el Fiat
Son las luces de la rambla
La botella de whisky
Mientras esos niños se mueren de hambre.
Sería imposible resumir toda su producción en un simple artículo redactado en Word. Faltaría nombrar todos aquellos cuadernos artesanales, cuyas tapas Julio intervenía realizando collages para obsequiarle a amigos, como dice Luis Bravo en Las islas invitadas: “Son libros-objeto, realizados con cuidado arte para amigas y amigos, y conforman toda una zona de la producción de Julio Inverso”. O el libro confeccionado artesanalmente por Julio, en el que colocaba dentro de un álbum de vinilo diversos manuscritos, poemas y ensayos, su The Velvet Underground (Incredible Book). Las cartas dedicadas a sus amigos y amigas, redactadas jugando con la creatividad y la confección artesanal, como aquella que escribió en 1993 interviniendo un pequeño librillo de Videoarte en la República Federal de Alemania y que es toda una declaración de amor hacia la amistad, a Cortázar y, con una cierta cuota de odio, está dirigida a un conocido periodista cultural uruguayo.
Salgo al balcón y enciendo un cigarrillo Parliament que flotaba dentro de un pantalón que usé en mi corta estancia en Buenos Aires días atrás, donde comencé a escribir esta especie de artículo sobre una figura inabarcable, sin demasiada información al alcance. El lugar más interesante es el blog “Las cintas de Juan Morgan” espacio en el cual colaboran Luis Bravo y Eduardo de Souza y que junta las cintas de casete que Julio grababa, experimentando con su propia poesía, la ajena y con los ruidos, ya fuera del televisor, la música y el mundo exterior. En el blog se puede leer: «Julio Inverso o Juan Morgan escribió / grabó lo siguiente: ‘La experimentación de Morgan no tenía fin. Escribía en tarjetas, pegaba fotografías con textos, escribía en forma automática, releía lo escrito, lo grababa y lo escuchaba, corregía o tiraba sin corregir’. Su auto-parodia, su alter, su desdoblamiento, sus sosias; alguno de los dos o ambos, dejaron varias grabaciones, diversos experimentos sonoros, diversas puestas en voz. Desde la lectura mimética de sus escritos, a la superposición de audios sobre audios, cartas orales o collages sonoros. Variada y consciente búsqueda del espacio sonoro.»
Ese poeta con nariz de boxeador, de gran altura y de aparente voz aflautada, parecía no conformarse con ninguna área creativa. Nada le convencía, nada le era suficiente, su producción es una espiral constante de descenso hacia lugares que nadie se atreve a pisar. De casualidad, también, rastree un fragmento de una entrevista oxidada que alguien utilizó como interludio para su álbum musical, en Bandcamp, donde habla sobre la poesía y atiende las preguntas de un entrevistador que desfigura su voz de forma burlona intentando imitar a un atrofiado mental.
Inverso continuará persiguiendo a la literatura, esa que le hizo sentirse tan ninguneado en vida. Y pasarán los años y todo seguirá cambiando, evolucionando y transmutando, entre el olor a gramajo del Lobizón, que hasta el día de hoy se mantiene como si estuviese pegado a las paredes, y la Tortuguita, plantado al costado de donde su buen amigo Kápatax ahora mantiene una librería conocida por su apariencia fotogénica y las plantas que parecen brotar de las bibliotecas. Desesperado por alcanzar la soledad, irá su voz, devorando versos muertos que aletean con fuerza, luchando por mantenerse con vida entre arritmias y el transcurso veloz de una sociedad que tiende a olvidarse de lo que realmente importa.
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