La Justicia —como valor y como institución— está representada en las culturas occidentales a través de una figura femenina con los ojos vendados que en una mano sostiene una balanza y en la otra una espada. Esta justicia personificada, que por supuesto responde a una construcción social determinada, constituye una representación que, artísticamente, permite jugar con sus elementos y atribuirles conceptos que son la base, a su vez, de infinidad de nuevas metáforas y alegorías.
Jugar y arriesgarse a las alegorías, precisamente, es lo que hace Gabriel Calderón en su última obra teatral, Ana contra la muerte (2020). En una escenografía que bien podría servir para emular los “tribunales” en los que hace siglos se juzgaba a las mujeres con presunción de brujería, la protagonista enuncia un potente alegato contra el sistema de justicia, apoyándose en uno de los símbolos que la dama ciega sostiene en una de sus manos:
Tal vez a usted le parece, desde su perspectiva, que el mundo es un tribunal donde todo se pesa en la balanza de la justicia. No, señora jueza, el mundo es una balanza rota.
Después de salir del teatro (afortunadas mi amiga y yo que le ganamos en tiempo al aforo permitido en esta anormalidad decadente para las artes escénicas), la idea de la balanza rota me quedó resonando durante días. Aunque asumo que ese no es el argumento central de la obra, víctima del ombliguismo de quien se vincula con estos menesteres, no pude dejar de pensar en esa imagen que, paradójicamente, parece representar de forma más precisa que la otra las normas e instituciones que se encargan de impartir justicia.
En esas dos frases, Ana (encarnada en una Gabriela Iribarren imponente, madre y furiosa) logra revelar una de las ficciones que operan constantemente en el discurso jurídico. Desde el derecho se construye toda una ilusión, un mundo en el que se pretende que las cosas sean meramente como el discurso enuncia. La realidad, entonces, se desplaza y, en su lugar, se nos presenta otra cosa: lo que debería ser, pero en definitiva no es. Por su parte, sin embargo, esa cosa es tan real —o tan necesaria— que actuamos en función de ella, como si fuésemos todos libres e iguales, como si las normas fuesen huérfanas y creadas sin la mediación de los intereses políticos, como si las instituciones fuesen garantía de justicia y verdad, como si la realidad fuera simplemente lo que el derecho dice que es.
Pero el derecho es un discurso que le da sentido a las conductas de las personas. Así, mal que nos pese, nos constituye, nos instala frente a los otros y a las instituciones. Las normas jurídicas tipifican nuestros comportamientos, dándoles entidad a algunos por encima de otros. Como dice Alicia Ruiz en el artículo “La ilusión de lo jurídico”, se trata de una práctica social específica que supone más de lo que podemos ver porque, en su función simbólica, significa más que el conjunto de actos, discursos o elementos normativos que usualmente se emplean para referenciarlo. El derecho no permite ni prohíbe de manera casual, ni tampoco lo hace como un mero reflejo de la estructura de dominación social y económica que integra. Los “motivos” de las prohibiciones en el derecho responden, en efecto, a una razón de ser que obedece al establecimiento de reglas del juego que hagan factible la subsistencia del sistema social tal como fue concebido por sus creadores y por quienes se encargan de perpetuarlo en el tiempo.
A pesar de que suele haber una necesidad muy extendida —que en algunos casos roza la obsesión— de separar al derecho de la política, los dos terrenos están imbricados de forma inevitable. La idea de esta separación, paradójicamente, se funda en una razón política que opera en diversos terrenos, pero muy especialmente en el epistemológico y contribuye a ocultar la elección que realiza la política en cada acto de creación normativa. Como resultado de esta operación, el dominio de decisiones morales y políticas de las instancias de creación y aplicación del derecho se presenta en base a la idea de “neutralidad”, tomada como un valor defendible a costa incluso de negar (en el sentido más psicoanalítico de la palabra) cómo son verdaderamente las cosas.
A esta altura no es una afirmación demasiado revolucionaria decir que el derecho y el sistema de justicia fueron creados por y para los varones. Y aunque esta, quizá, no haya sido la intención premeditada de los padres fundadores, el derecho es hijo de las estructuras sociales, culturales y económicas en las que surge y, en ese sentido, tiene una clara vocación protectora del status quo. Recuerdo por eso inevitablemente el epígrafe de El segundo sexo (1949), que es una frase de uno de los pocos y verdaderos aliados, Poulain de la Barre:
Todo cuanto sobre las mujeres han escrito los hombres debe tenerse por sospechoso, puesto que son juez y parte a la vez.
El aporte de los feminismos jurídicos desde hace décadas resulta invaluable en términos de develar lo que el discurso jurídico no enuncia. Tributarias en buena medida de las teorías críticas del derecho desde el campo filosófico, estas corrientes pretenden desmantelar la retórica de la neutralidad que opera en el discurso jurídico a través de la presunción de generalidad. Esta presunción descansa en la presentación de la categoría “sujeto del derecho” como exenta de problemas. El derecho regula las conductas de este sujeto asumiéndolo como único y universal, pero en realidad el sujeto en el que piensan los creadores de la ley responde al androcentrismo que modela a las instituciones sociales: un sujeto masculino, blanco, heterosexual, burgués y sin discapacidades, tal como reseña Malena Costa en el libro Feminismos jurídicos (2016). Por el contrario, la referencia a otros, otras y otres sujetos (lo escribo y veo a lo lejos humear las antorchas de los guardianes del lenguaje) se produce por excepción, cuando se pretende regular en específico una pequeña porción de las relaciones sociales, lo que explica en buena medida que un discurso diseñado de espaldas a la diferencia determine procesos jurídico-legales que no se corresponden con modalidades de resolución de los conflictos que por ejemplo viven las mujeres por su calidad de tales, como lo son los efectos de la violencia de género en sus diversas manifestaciones.
En su participación en el ineludible El Derecho en el Género y el Género en el Derecho (2000), Carol Smart explica que antes que dejar librado el derecho a las formas de análisis que heredamos del modernismo, “como si se tratara de una esfera atávica, o de algún conjunto inalterable de reglas y principios”, es preciso reconocer que han surgido nuevas maneras de analizar el derecho en circunstancias posmodernas. Dentro de la obra feminista, esto es reconocible en un desplazamiento que pretende analizar el derecho como una “tecnología de género”. Este enfoque supone al derecho como un mecanismo fijador de diferencias de género que construye la femineidad y la masculinidad con modalidades opuestas. Así, el derecho ya no es analizado como aquello que actúa sobre sujetos de un género previamente dado, sino que, por el contrario, se entiende que la ley constituye una parte del proceso de la continua reproducción de la difícil diferenciación de género.
Si se parte de esta forma de ver al derecho, y si interpreto bien lo que Smart explica, el propio sistema establece criterios de diferenciación que hacen que lo que afecta típicamente a un género reciba un tratamiento distinto a lo que afecta al otro. Y en este punto resulta fundamental comprender quién es el sujeto del que habla el derecho. Históricamente, señala De Beauvoir, el hombre define a la mujer no en sí misma, sino con relación a él, en virtud de que el sujeto se concibe a sí mismo en base a la oposición, es decir que pretende afirmarse como lo esencial, constituyendo al otro como inesencial. En ese sentido, resume la filósofa en su influencial libro, “Él es el Sujeto, él es lo Absoluto; ella es lo Otro.”
Por supuesto, ver y analizar el derecho desde la óptica que proponemos las feministas implica, como sucede con cualquier marco teórico, asumir previamente algunos supuestos que no todos quieren o pueden aceptar. La idea de que la estructura en la que vivimos está montada en una forma de organización patriarcal, sabemos, es fuertemente resistida por muchas personas de amplia formación y larga trayectoria académica. Si no consensuamos esto previamente, un lúcido observador externo podría decir que los que debaten lo están haciendo sobre mundos diferentes y que, antes de hablar del derecho como una herramienta más de dicha organización, primero deberíamos dilucidar otros desacuerdos.
A pesar de las burdas caricaturas que suelen presentarse al respecto, la perspectiva de género se constituye como una herramienta para identificar los problemas que involucran a varones y mujeres (o cuerpos feminizados), identificando los factores sociales y culturales que establecen diferencias entre las personas de distinto género y generan desigualdad entre ellas. Esta perspectiva ha permitido poner de manifiesto que, social y culturalmente, a varones y mujeres se les han adscrito, de manera diferenciada, ciertos roles y características que han contribuido a crear imágenes estereotipadas de los sexos y a que las mujeres reciban tratos desiguales, desventajosos e injustificados en relación a los varones. Este tipo de tratos se vio a la vez reflejado en y perpetuado por el derecho, lo que explica que en buena parte del siglo XX los códigos establecieran, por ejemplo, que era el varón quien administraba los bienes de la sociedad conyugal o que la violación sexual dentro del matrimonio no era un acto que mereciera un castigo penal, como recuerda Rocío Villanueva Flores en el artículo “La perspectiva de género en el razonamiento del juez del Estado constitucional” (2012).
No es casualidad que la propuesta de salir de la caverna impulsada por los feminismos venga acompañada por el aumento de campañas para visibilizar las dimensiones de la violencia machista que el derecho, tal y como fue creado, no podía ni puede todavía canalizar en su totalidad. Asumiendo que no contamos con estructuras ni instituciones que den respuesta a los problemas específicos de las mujeres —que en muchos casos agravan— comienzan a aparecer algunas estrategias y tácticas como el escrache. Sin embargo, se trata de una cuestión más problemática de lo que parece, aunque algunos desprevenidos pretendan negar la complejidad. A pesar de que se suele tildar rápidamente de extremistas irresponsables a quienes inician campañas del hashtag, el asunto no está exento de discusión dentro y fuera de los feminismos.
La indignación y crítica a este tipo de estrategias encausadas por el movimiento de mujeres tampoco es casual. Las redes sociales son una cantera inagotable (y adictiva) de perplejidades, pero a la vez un espacio para ensayar algunos experimentos sociales. La “cultura del hashtag” ya no es patrimonio de las generaciones que nacieron con un dispositivo móvil bajo el brazo. Gobernantes y gobernados/as utilizan el símbolo numeral como prefijo de una palabra o sintagma desnaturalizado para iniciar una tendencia, sumarse a ella o combatir la que se haya instalado, pero lo cierto es que pocos generan tanto escándalo como cuando lo usamos las feministas y afines. Si ellas ponen #Niunamenos, alguien se encargará de reclamar #niunOmenos. Frente al #Nonoscallamosmas, se inicia rápidamente el #notodoslosvarones. Las reglas del juego. Pero, al fin y al cabo, hay algo que en la estructura impuesta que molesta e irrita. Lo que algunos no parecen saber (y aquí yo me doy el gusto de develar un secreto) es que esa, precisamente, es una de las intenciones que buscan los movimientos feministas.
No obstante, como sucede con cualquier experimento, puede salir mal y explotarnos en la cara. Develo otro secreto: las feministas tenemos entre nosotras acaloradas discusiones sobre cuál es la manera de desmontar la organización patriarcal que nos oprime históricamente. En ese contexto y en esta coyuntura histórica surgen preguntas ineludibles. ¿Es el hashtag una forma de escrache? Potencialmente. ¿Esto exige que lo eliminemos de nuestras estrategias? Responder esta pregunta reclama un esfuerzo extra que incluye previamente comprender el carácter del derecho y problematizar sobre la táctica del escrache. A la interna de la discusión feminista este debate no está laudado. La pretensión totalizadora del movimiento es un factor exógeno: son los detractores de los feminismos quienes (quizá por negarse a la humildad de reconocer que de esto no saben, o evitarse el trabajo de leer algún que otro texto clarificador) hacen como sí se tratara de un solo feminismo, desnaturalizando los desacuerdos razonables que hay en cualquier movimiento político.
Desde hace unos meses en Uruguay emergieron, en forma casi paralela, campañas en las redes sociales que, inicialmente, buscan visibilizar las distintas formas de violencia de género que atraviesan las mujeres en diferentes contextos típicamente dominados por varones. En el ámbito universitario, #MeLoDijeronEnLaFmed abrió la puerta del secreto a voces. Informalmente y convirtiéndose en tendencia, fueron denunciados episodios de violencia verbal, psicológica, y física que sufrieron mujeres estudiantes y docentes por parte de varones de la salud. Luego se inició #MeLoDijeronEnlaFder, quizá con menos impacto pero con la misma potencia que su antecesor. Tanto los testimonios que surgen sobre Medicina y Derecho —dos disciplinas históricamente reservadas para la realización de m’hijo el dotor—, como la reacción que suscitaron es la clara confirmación de que algo huele muy mal en esas áreas.
En cuestión de días apareció #VaronesCarnaval, a partir del cual posibles víctimas dieron detalles, nombres y apellidos de a quienes acusaron de haberlas acosado y/o abusado. La Fiscalía rápidamente decidió intervenir, comenzar a investigar estos hechos de apariencia delictiva y puso una línea telefónica al servicio de recibir más denuncias y varios de los acusados se despacharon con cartas públicas escudándose en las típicas excusas que el varón aliade presenta cuando ya no vale el “no sabía que era menor”, asumiendo de una forma u otra su responsabilidad en los hechos que se denunciaron informalmente.
Al estar este ámbito relacionado típicamente a los sectores de izquierda, la fetidez del debate se extendió a la arena política, y se llegó a decir que esta campaña responde a un claro interés político de cara a las elecciones departamentales. Así, mientras este hashtag, junto a #Varonesenelrock y otros que seguirán surgiendo, sirve para visibilizar la violencia que viven las mujeres e incomodar a los violentos, una vez que comenzó a circular más masivamente en las redes (donde surgió), se adueñó de él quien quiso, en una dinámica que escapa rápidamente a nuestro alcance y control. Por supuesto, esto se tradujo en el uso de la plataforma para canalizar la denuncia de hechos que, aunque reprochables, no constituyen delitos. Al respecto dice Ileana Arduino que el universo de relatos es sumamente diverso:
algunos podrían ser delitos, muy graves por cierto. Otros revelan manipulaciones o abusos de posiciones y, aunque no sean delitos, son reconocibles como violencia. Tras la resignificación y reconocimiento de esas violencias, ¿es inexorable asumirse víctima? ¿Es lo mismo una denuncia pública que llega luego del desgaste que produce la indiferencia o el encubrimiento del espacio colectivo en que las cosas ocurrieron que una que habla repentinamente de hechos muy remotos? ¿Es lo mismo denunciar vínculos entre pares que denunciar a figuras mediáticas o jefes?.
El problema que se añade entonces es qué hacemos con esas denuncias que, al no estar nominadas por el derecho, no pueden recibir una respuesta institucional concreta.
Por otra parte, asistimos, como ya es costumbre, al lamentable espectáculo que proponen quienes utilizan la estrategia para parodiar lo que en definitiva constituye las bases de la violencia de género. Sin embargo, todo esto nos puso por delante, una vez más, los debates que los feminismos tienen que seguir dando y cada vez con mayor profundidad. Como dice Arduino: “las contradicciones no se eligen, se instalan.” Y, en este marco se encuentra la discusión entre el feminismo punitivista, al que Tamara Pitch define en su artículo “Feminismo punitivo” (2020) como “las movilizaciones que, apelando al feminismo y la defensa de las mujeres, se vuelven protagonistas de pedidos de criminalización (introducción de nuevos delitos en el sistema jurídico) y/o delitos existentes”, y el anti-punitivista. De forma muy sintética, esta disyuntiva puede reconducirse en la diferencia entre los feminismos que de algún modo ceden al derecho penal la gestión de alguna de las dimensiones de la violencia de género y los feminismos que, por el contrario, desconfían por completo del derecho penal y buscan, incluso, combatirlo. Nancy Giampaolo advirtió en torno a los escraches que se replican en Argentina sobre estos temas: que los escraches en sí mismos no son ni buenos ni malos porque dependen del contexto, y el escrachado no siempre es culpable.
Esta discusión es oportuna si tenemos en cuenta que los procesos a partir de los cuales se demuestra en los estados de derecho actuales la responsabilidad de las personas en la comisión de una conducta delictiva no fueron pensados ni construidos en función de la violencia que viven las mujeres por su condición de tales o, dicho en otros términos, que las reglas del derecho penal fueron concebidas para resolver problemas asociados con caracteres típicamente masculinos. Pero los principios que pretenden guiar al derecho penal actual suponen una virtud que debe ser defendida en un sistema que se caracteriza por empuñar su fuerza contra las personas más vulneradas de la sociedad. De hecho, le debemos a estos principios que el estado no nos siga quemando literalmente en la hoguera cuando alguien tiene la intuición de que somos brujas.
Fundamentalmente, las nociones de que todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario, la necesidad de que existan pruebas para condenar a una persona por lo que se la acusa, así como el derecho a tener un proceso justo y a ser defendidos importan garantías para todos y todas. Sin embargo —y aquí es donde se presenta una de las perplejidades—, estos principios parecen representar serios obstáculos cuando lo que se denuncia es un delito sexual como la violación y el abuso sexual en los que, muchas veces, la única prueba con la que se cuenta es la palabra de la víctima. Si bien existen diversas normas que condenan penalmente esas conductas, la maquinaria que debe activarse para su prueba y juzgamiento opera en los mismos términos androcéntricos de base que los demás segmentos del sistema jurídico. Y esto nos coloca en una paradoja que para su resolución parece exigirnos optar entre las garantías de quienes queremos proteger. Me explico mejor: o bien aceptamos los principios del derecho penal liberal y sometemos la situación de las mujeres víctimas de violencia a esas reglas, o bien renunciamos a aquellos principios por completo. Optar por la primera opción implica que el resto de los procesos y personas acusadas de delitos tengan determinadas garantías en su juzgamiento, aunque las víctimas de delitos sexuales encuentren serias dificultades para que sus agresores sean condenados. Por su parte, el segundo camino consiste en aplicar a todos los delitos, sin importar cuales sean los estándares que esperamos en la resolución de las denuncias por violencia de género en alguna de sus manifestaciones.
Desde esta perspectiva, una vez que activamos la maquinaria del escrache en las redes, como si se despertara un monstruo de varias cabezas, comienza a operar la fuerza punitiva. Lo que en principio vivimos colectivamente como una victoria puede representar el desencadenamiento de consecuencias no deseadas: la primera es la etiqueta de víctima que el sistema tiene reservado para quienes sufren cualquier delito, y que se consolida especialmente en el imaginario social cuando se trata de una mujer y delitos sexuales. El derecho con su efecto nominativo nos constituye como sujetos al tiempo que nos menciona. A la vez, se ejerce sobre la denunciante la presión para que acuda a instancias forales, lo que supone procesos penales donde se somete a prueba lo que la persona dijo y en los que el estado expropia la palabra y el deseo de juzgamiento.
Pero el asunto no se termina ahí. Como reseñó Pau Delgado Iglesias en su columna “Todo el año es carnaval”, es importante entender que estas mujeres que llevan adelante la campaña no van solamente contra de los hombres a los que denuncian: van en contra de todos los otros hombres que no cometieron abuso pero mantienen el silencio o contra quienes creen que detrás de las denuncias hay intereses político-partidarios. Varias de estas cuentas en redes recibieron amenazas de acciones judiciales contra sus titulares por el contenido publicado, lo que alimentó aún más el miedo y en algún caso las disuadió —lógicamente— de continuar con la campaña que habían iniciado. De nuevo la claridad de Arduino sobre este punto es una referencia: todo este fenómeno dice algo sobre los denunciados y sobre quiénes denuncian, pero habla también del entramado misógino que excede a los involucrados directos. Así,
no revisar esa táctica tampoco nos mantiene a resguardo de los costos: el backlash de las mitómanas, de la desacreditación, de la banalización de nuestros reclamos, la reedición de moralinas conservadoras sobre nuestras libertades, la devolución en forma de denuncias contra quienes denuncian o la captura instrumental punitiva y el fomento de la delación como modo de relación son ejemplos de ello.
En el mejor de los casos podríamos decir que ese proceso de etiquetamiento y hostigamiento a las que ponen la voz y el cuerpo ha valido la pena. No obstante, se suma otra paradoja que los feminismos tenemos que resolver: el derecho penal no da respuesta a la dimensión colectiva de los conflictos. Refiriéndose a la tipificación penal de la mayor expresión de la violencia contra las mujeres como lo es el femicidio, María Acale señaló en su artículo ““Modelos de Intervención legislativa en violencia de género” (2016) que en este tipo de conductas autor y víctima se encuentran incluidos en colectivos concretos: el de quienes históricamente discriminan a las mujeres, y el de quienes históricamente sufren las agresiones:
En esta línea parece no ser descabellada la siguiente afirmación: el plus de pena se justificaría por la “pertenencia al género femenino históricamente discriminado a manos del masculino”, que es un bien jurídico de exclusiva titularidad femenina […] desde donde habría que deducir quién es el grupo menospreciante: el formado por los hombres o, lo que parece ser lo mismo, el género masculino, que es el “culpable” de la situación en la que se encuentra aquél.
Así,
la víctima de estas conductas no sería ya la concreta mujer que ha sufrido en sus carnes los actos de violencia, sino el género femenino y el autor del delito no sería ya el hombre que en particular ha llevado a cabo los actos constitutivos de delito, sino todo el género masculino.
El problema es que esto sobrepasa el ámbito de la responsabilidad penal que dirime típicamente conflictos del plano individual, pero no alcanza a lo colectivo, es decir que las reglas del sistema penal cumplen mayormente una función relevante para que las conductas específicas, con efectos concretos e identificables, reciban el castigo que está previsto en la ley (debate aparte merece por qué esas conductas y no otras, y por qué esas penas y no otras), pero es imposible que suceda lo mismo en cuanto a la dimensión colectiva de los problemas. Así, la instrumentalización para la causa colectiva del dolor de una mujer que sufrió violencia de género se vuelve inevitable cuando comienzan a operar los mecanismos jurídicos, efecto que sé que ninguna feminista desea.
En este punto, quiero ser categórica, incluso a riesgo de incurrir en reiteraciones u obviedades: el derecho penal no sirve para evitar la violencia de género como hecho histórico, social y político que se encuentra estructuralmente enquistado en lo más profundo de nuestras sociedades. De hecho, el derecho penal no ofrece respuestas para ningún delito, porque siempre llega después, sin perjuicio de la función preventiva que algunos juristas le atribuyen a pesar de la falta de evidencia empírica que lo demuestre. Por lo pronto, lo que efectivamente sabemos es que las normas penales se cumplen una vez que alguien ha realizado la conducta por la que se lo acusa. Mientras tanto, mientras la conducta no ocurra, mientras no se perpetúe la violación, mientras un sujeto no abuse, lastime, acose o mate, el derecho penal estará quieto y expectante. En este sentido, Patricia Laurenzo señala categóricamente en “Apuntes sobre el feminicidio”:
La única solución de fondo para la violencia de género —igual que para otros conflictos profundos de la sociedad— pasa por cambios estructurales en la cultura y los valores comunitarios que nada tienen que ver con el Derecho penal. Solo cuando se consigan vencer definitivamente los cimientos de la sociedad patriarcal, el ser mujer dejará de constituir un factor de riesgo vital añadido a tantos otros que compartimos cuantos convivimos en las modernas sociedades violentas.
Simone de Beauvoir dijo con crudeza en 1949 que las mujeres no hicimos más que obtener de los hombres lo que ellos han tenido a bien otorgarnos, que no hemos tomado nada, sino recibido aquello que los dueños del mundo estuvieron dispuestos a darnos. Para peor, advierte que en el preciso momento en que las mujeres empezamos a participar en la elaboración del mundo, ese mundo es todavía un mundo que pertenece a los hombres: ellos no lo dudan, nosotras lo dudamos apenas. Personalmente veo en esta afirmación un fuertísimo argumento a favor de un feminismo que reconduzca la pelea más allá de las herramientas que nos ofrece el sistema. En definitiva, o creamos nuevas reglas o estamos destinadas a seguir trabajando con las ajenas.
Como siempre, me distraigo y miro ahora la medalla que me regaló mi madre al recibirme de abogada. De un lado la fecha, del otro una balanza perfectamente equilibrada. Milenios y cosmogonías mediante, esta imagen subsiste en nuestras comunidades con un significado incambiado. En el imaginario, dice Andrés Ramírez Salazar, la balanza se presenta “como símbolo de igualdad, ratifica la paridad entre pesos sobre un punto concreto, y garantiza el equilibrio”. A pesar de eso, el derecho no es un instrumento neutral en la organización de la vida social y sirve o bien para reproducir acríticamente las relaciones de poder establecidas o, en cambio, para transformarlas en determinado sentido. Si optamos por la potencia transformadora, los feminismos (porque sabemos que nadie más lo hará por nosotras) enfrentan un desafío enorme. Como planteó Dora Barrancos,
tenemos que pensar algo diferente que esté en el medio del Poder Judicial y la sociedad civil. Un instrumento nuevo, que no es fácil de crear, pero estamos obligadas a una gran creatividad.
Acompaña el artículo un detalle de una fotografía tomada por Attilio Maranzano de la obra Portón-Pasaje (2006-2007), de Cristina Iglesias.
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