Si hay un parteaguas en mi biografía es el descubrimiento, en los últimos diez años, del feminismo, al que fui abrazando de a poco, leyéndolo, analizándolo y abordándolo lentamente desde diferentes perspectivas. Si tuviera que buscar otro cambio fundamental, aunque este se fue dando a lo largo de mi vida, sería en mi (o debería decir “la”) concepción del amor. Desde chica consumí todas y cada una de las comedias, novelas, y películas románticas que se me cruzaban por el camino: muchas, cuando era más chica, a escondidas de mis padres; otras sin esconder nada, pero con la advertencia de que aquello que estaba mirando era apenas “entretenimiento”. Sin embargo, cada una de esas piezas de arqueología audiovisual —las hollywoodenses, las de Televisa, las venezolanas o las argentinas— me interpelaba seriamente, aunque en esos momentos no pudiera expresar bien cómo.
En 1999 salió Fuerzas de la naturaleza, de Bronwen Hughes, y apenas estuvo disponible en VHS —probablemente un año después— fuimos a alquilarla con mis amigas para verla y nos quedamos hasta la madrugada discutiendo y analizándola. Había algo en la trama que nos dejó calladas a todas: el protagonista le es infiel a su prometida porque quiere. Aunque hay un intento de justificar el adulterio a través las fuerzas de la naturaleza del título (una serie de eventos ¿obliga? a que Ben Affleck y Sandra Bullock terminen durmiendo juntos en un motel), lo cierto es que él le es infiel consciente y premeditadamente a su novia, quien lo espera para su noche de bodas. Fue la primera vez, entonces, que vi en la televisión de mi casa un episodio de infidelidad deliberado y naturalizado. El film, además, tiene un “mal final feliz” (full spoiler alert): él, luego de varios días de pasión con una ardiente amante, decide dejar a su esposa plantada en el altar pero cuando llega y la ve se arrepiente.
Entonces Sandra Bullock se va sola y sigue su errático y liberal camino. Por “mal final feliz” me refiero a que, al ver el desarrollo de la película, una se encariña con la pareja de los personajes que interpretan Sandra y Ben, y supone que el final será con ellos emprendiendo una vida nueva juntos, como dos siluetas a contraluz de un atardecer post tormenta. Pero no: el personaje de Ben Affleck se da cuenta de que su affaire con el de Sandra fue hermoso, fue intenso (fue una cagada, sí, también), pero que no había dejado de amar a su esposa, así que no la iba a dejar por haberse mandado un moco. El final me dolió, porque fue Sandra quien caminó sola a contraluz. También me dolió ver cómo el papel de “amante” (el de ella, claro, aunque él también lo fuera) estaba claramente subordinado a la moral hollywoodense: bohemia, de vida excéntrica —es decir, había sido bailarina exótica—, impetuosa, divertida, espontánea. Lo opuesto a su futura esposa: seria, de “familia”, planificadora, probablemente la madre de sus hijos. Una dicotomía arquetípica que, sin embargo, se parecía mucho más a la vida que el “pobre/rica”, “padres enemistados”, “buena/mala” de las demás comedias románticas.
Por supuesto que no estoy diciendo que Fuerzas de la naturaleza sea un film revolucionario en la industria, pero, a niveles domésticos, y siendo años en los que la TV argentina estaba gobernada por historias de amor en las que solo el malo o la mala eran infieles, para un grupo de adolescentes la historia de Ben y Sandra era, por lo menos, un despertador de curiosidades. De hecho, pocos años después, Woody Allen estrenó Match Point (2005), drama extremo en el que un femicida acaba con la vida de su amante para no perder a su esposa. La amante (Scarlett Johanson), casualmente, es una mujer “de mundo”, una bohemia actriz que fuma, una plebeya que usa camisas blancas sin soutien, mientras que la prometida —la “mujer oficial”— es de familia noble, elegante, adinerada y, bueno, no fuma.
Hace más o menos cinco años escribí sobre la serie Love (2016-2018), de Judd Apatow, y por qué me había gustado tanto. Las artes siempre funcionaron en parte como un reflejo supeditado a las inquietudes de cada época. Si bien la fórmula fundamental de la comedia romántica moderna es “shakespeareana” (dos personas se encuentran, surge un conflicto, se resuelve y viven felices para siempre), durante los años 30, en la época de la depresión, se popularizó el subgénero de las comedies of manners, historias románticas en las que una persona rica se enamora de una pobre de las que la obra de teatro Pygmalion (1913), de George Bernard Shaw (adaptada al cine musical en 1964 bajo el título My Fair Lady) es paradigmática. De alguna manera, la industria buscaba bajar línea sugiriendo que el dinero no lo era todo, que había esperanza, que el amor podía salvarlos. Sin embargo, no es hasta la revolución sexual de los 60 y 70, y en gran medida gracias a Woody Allen, que veremos comedias románticas con un enfoque en el que no solo puede no haber final feliz, sino que puede no haber felicidad en absoluto. Además de hablar abiertamente de sexo, en estas nuevas rom-coms (romantic comedies, ¿o deberíamos llamarlas sex-coms?) nos encontramos con personajes neuróticos, imperfectos, estúpidos, que descubren que el amor puede no ser la salvación o la cura de todo. La comedia romántica y, por lo tanto, el amor, al igual que comer, beber, tener sexo o respirar *suspira*, son políticos.
Love es la historia de un grupo de treintañeros miserables que no pueden dejar ir el pasado y cuya existencia acontece mientras el futuro es tan turbio que apenas se ve. Millennials —esa categoría de marketing que pretende imponerse como demográfica y hacernos creer que si nacimos entre 1980 y 1990 no queremos tener trabajo fijo ni casa propia, ni una familia, sea lo que sea que eso signifique para cada uno de nosotros— que destruyen los vínculos con dramas ridículos, elogios al autoboicot, conceptos cómodos y fáciles sobre la felicidad y las libertades. Gus es un mediocre autodestructivo que está cómodo y no tiene deseos y Mickey, además, tiene adicciones: al ¿amor?, a las drogas, a ser una mierda en términos generales y a creer que todo lo puede lograr a través del sexo. Esto último, si bien no es moralmente reprochable, la lleva a banalizar los vínculos y a creer que solo puede tener éxito de esa forma. En este sentido Love le pega a nuestra generación, que parece estar haciendo cebo mientras los años pasan y la vida transcurre en las redes sociales, mirando series con personas con las que somos incapaces de imaginar una relación a largo plazo, no tanto por temor a salir heridos, sino porque conocemos nuestras carencias. Y esas carencias, de a dos, se multiplican o, con suerte, se suman. Así, Love le pega a los vínculos posmodernos, signados por la inconducencia y el cinismo.
La miseria que ambos exhiben, sus imperfecciones y defectos, los hacen en efecto fácilmente reconocibles entre cualquiera de nosotros, los inmortales que hacemos planes para mirar series y dormir la siesta (no al mismo tiempo… creo), pero no es solo eso: no existe el maniqueísmo en Love. O sí, y entonces ambos personajes son buenos, son malos, son una mierda. Se comportan como basura porque pueden, y sin excusas, como en Fuerzas de la naturaleza, pero no como en los culebrones de Televisa, en los que quien era infiel era poco menos que drogado o forzado a serlo —a veces, de hecho, eran efectivamente drogados y forzados a serlo.
En la vida nos separamos porque sabemos que el amor puede no ser para siempre, somos infieles porque amamos a nuestra pareja pero también sabemos que la atracción por otras personas es real: somos malos porque sí. En Love los personajes no operan como piezas de un engranaje en el que los mueven las miserias que nos hace vivir el otro: todos son miserables, todos son buenos, seres ordinarios y esto resulta de alguna forma como una invitación a hacernos cargo. Y hacernos cargo —o no hacernos cargo— debe ser uno de los problemas principales del adulto llamado millennial.
Pero el amor es político, dije más arriba, y las comedias románticas, los dramas, el sexo, y comer también. Hace unos años, proliferaba en las redes sociales el discurso feminista del amor propio como mecanismo de empoderamiento individual, de libertad cómo sinónimo de subir fotos desnudas a las redes o, peor, de hacer y deshacer a nuestro más cegado antojo; total, el otro no importa. Luego descubrimos que después de años de cuestionar al anticuado y deleznable amor romántico, reemplazamos al caballeresco príncipe azul por el descontracturado aliado feminista. En el mercado desregulado del amor, pedir la dosis mínima de compromiso no es algo que cotice bien. ¿Y para qué querríamos comprometernos, si el compromiso atenta contra nuestras libertades? Y, casualmente, el relato de que comprometerse es el cometido de cada mujer mientras que el varón, aventurero, le rehuye, es más viejo que el mismísimo patriarcado. Reconocernos como mujeres deseantes, dice Tamara Tenembaum en El fin del amor (2019), es una amenaza para el sistema que nos mantiene subordinadas, predecibles y ordenadas, pero el sistema no es tarado, reutiliza relatos y rápidamente nos embelesa con nuevos paradigmas masculinos que son como la Barbie Malibu (la misma de siempre, ¡pero con sombrero nuevo!). Al igual que al varón aventurero de las antiguas comedias románticas, a nuestro aliado tampoco podemos interpelarlo, engancharlo o pedirle lo que no quiera darnos: básicamente tenemos que acomodarnos a sus deseos, no ser pesadas, para que después de ese sacrificio, capaz, nos otorgue el honor de darnos la mano por la calle. La que no haya cancelado planes para estar pendiente del muchacho de turno, que arroje la primera piedra.
Además de todo —y como si fuera poco— las mujeres nos señalamos entre nosotras por seguir consumiendo amor romántico y, peor, historias escritas por hombres que en su vida personal son basura. Emily Nussbaum, en su increíble ensayo “Confessions of the human shield”, incluido en el libro I Like to Watch (2019), decide no aplicar las políticas de cancelación a Woody Allen, ni a Cosby, ni a Louis C. K. De este modo, aunque es categórica en su condena, asume que en su momento le “abrió su corazón” al arte sexista, primero, porque era la norma y, segundo, porque como mujer heterosexual, pensó que la ayudaría a entender sobre varones. ¿Cómo no creer que Woody Allen nos ayudaría a entender a los hombres si confiábamos ciegamente en la revista Cosmopolitan? ¿Cómo no abrirle tu corazón a un neurótico grave —incluso cuándo ya sabíamos lo de Soon Yi— si en la Cosmo aprendimos que para no perder a un hombre teníamos que estar depiladas? Imposible resistirse al embrujo de un hombre intelectual, aunque decenas de años mayor, si leímos, una y otra vez, que teníamos que fingir orgasmos para no defraudar la masculinidad de nuestra pareja.
La Cosmopolitan también es política. Nussbaum dice que lo peor que puede ser alguien es “un censor”, precisamente por haber vivido su adolescencia —en Estados Unidos— en los 80, en donde sentía que había políticas de censura por doquier. A mediados de esa década, en lo alto de la era Reagan, a la vez que Nancy, la esposa del entonces presidente, lideraba una campaña antidrogas llamada “Just Say No”, ACT UP (acrónimo de AIDS Coalition to Unleash Power, que en inglés significa “Pórtate mal”) tomaba las calles para informar, reclamar legislaciones favorables y exigir la investigación científica; el hip hop y el punk estaban encendidos, aunque en las periferias, formando movimientos que aún tienen vigencia. De más está decir que por estas latitudes, en los 80, también pasaron cosas: la salida de dictaduras sangrientas, la aparición de movimientos políticos, culturales y para-culturales que aún existen o que sirvieron como piedra fundacional para otros. Sin embargo, dice Nussbaum, la cultura mainstream y popular, incluyendo a la televisión, estaba llena de una desagradable celebración de la riqueza: la vida de los ricos y famosos, la soap opera Dinastía, Vanity Fair, “Material girl”. El mensaje era claro: el feminismo ya no era necesario, dice Nussbaum, “porque ya había mujeres abogadas que usaban championes”, primeras damas que lideraban campañas antidrogas, mujeres que se aprovechaban de la fortuna de hombres ricos.
La fórmula, esencialmente, era que detrás de cada hombre había una mujer que podía ser más que un objeto accesorio o una simple esposa o madre; además eran compañeras, amas de casa, líderes, empleadas, gerentes. Por suerte, las mujeres ya estábamos insertas en el mercado laboral, sin haber salido del mercado de trabajo no remunerado que significan las tareas domésticas; el discurso de que la mujer es fuerte y poderosa porque lo puede hacer todo. En fin, casi treinta años después, lo que plantea Nussbaum sigue vigente, y el feminismo sigue siendo tan necesario como en aquel momento. Y me pregunto cuán funcional es al sistema y a la industria audiovisual utilizarnos de “escudos humanos” (así se autodenomina Nussbaum en el ensayo sobre el humor y Woody Allen), conformando a una porción de la audiencia con protagonistas “empoderadas», vínculos “sin ataduras” y un puñado de romances inconducentes que, de todas maneras y por más que rocen el ridículo, terminan bien.
Todavía me pregunto por qué Sophie Baker (Emma Stone) aceptó volver con Stanley (Colin Firth), después de semejante episodio de gaslighting en Magic in the Moonlight (Woody Allen, 2014). Ese final no hubiese sido feliz en 2020 pero la película se desarrolla en 1928, y ya sabemos que Woody Allen ya no es el mismo de La rosa púrpura del Cairo (1985; la favorita de Nussbaum): yo, por mi parte, me quedo con la bovariana Cecilia (Mia Farrow), que para escapar de su matrimonio desamorado y abusivo va al cine e imagina que los personajes de las películas, de alguna manera, la sacan de esa monótona y violenta rutina. Para ver la realidad está la vida misma, o los dramas.
Personalmente, prefiero seguir viendo comedias románticas que visibilicen desigualdades, violencias y problemáticas porque, aunque el sistema y la industria intenten ocultarlas bajo el velo de la apropiación de luchas, siguen tan vigentes como en el siglo pasado. Woody Allen dijo que “los corazones retorcidos probablemente sepan algo”. Por eso, en la era de las cancelaciones, el “consumo irónico” y las rápidas adaptaciones de los relatos, celebro a la comedia romántica como bastión y lugar seguro, como una herramienta de análisis, como hace veinte años atrás, cuando con mis amigas pasamos una noche entera discutiendo sobre si lo que había hecho Ben Affleck estaba bien o si estaba mal.
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