Nicolás Campisi define algunos rasgos característicos de la ficción de Nona Fernández (1971) a partir de su debut, Mapocho, y Chilean Electric
Algunas de las formas más originales que han adoptado los ejercicios literarios en lo que va del siglo tienen que ver con la arqueología y el reciclaje. No se trata, sin embargo, de la restitución de ruinas románticas, reliquias de un pasado inamovible, objetos que producen un corte radical con la historia, sino, como afirma Gastón Gordillo en Rubble: The Afterlife of Destruction (2014), de ruinas desintegradas que se corresponden más fielmente con la imagen de los escombros: un pasado que nunca deja de pasar, que es parte intrínseca del presente del nuevo siglo. En un momento histórico en que los restos del pasado distante se mezclan con los fósiles posindustriales de las sociedades contemporáneas, la imagen que se impone es la del palimpsesto, temporalidades que se entrecruzan y piden ser examinadas desde cerca para concebir, como lo hacen los escritores del siglo XXI, una historia alternativa del presente.
En ficciones como Mapocho (2002) o Chilean Electric (2015), Nona Fernández equipara la escritura con la excavación de escombros materiales e inmateriales que, como piezas sueltas de un rompecabezas, dislocan nuestra imagen del presente. En las ficciones de Fernández emergen, como iluminados por una linterna mágica, los espectros que acechan el imaginario de la nación chilena. En Mapocho y Chilean Electric, la plaza de Armas de Santiago sirve como el epicentro de una historia natural de la destrucción: es allí donde confluyen el fantasma de Lautaro —el líder Mapuche cuya cabeza fue exhibida en la plaza como botín de guerra—, el ojo suelto de un niño agredido por los militares en los años setenta o el recuerdo del momento en que la electricidad iluminó las calles de Santiago. Pero Fernández, en tanto arqueóloga del presente, no está interesada en las luces del progreso sino en las zonas oscuras de la modernización: en los cortocircuitos eléctricos en los que pasado y presente se tocan entre sí, dejando entrever la sobrevida de la violencia fundadora, la manera en que la época actual ha dejado de ser contemporánea de sí misma.
Conjurar los espectros

Mapocho redefine la idea de novela-río. Transcurre dentro de un tiempo desarticulado en el que los vivos y los muertos dialogan, quizás porque las aguas del río que busca retratar —el río Mapocho que atraviesa Santiago como una herida abierta— no son aguas cristalinas: en el Mapocho, en efecto, los desechos se confunden con cadáveres humanos. Mapocho cuenta la historia de la generación de los hijos de la dictadura a través de la vida póstuma de la Rucia y el Indio, dos niños huérfanos de padre que crecieron lejos de Chile y murieron en un accidente de tráfico. Así, Mapocho es una novela-río que captura la temporalidad de nuestra era geológica, el Antropoceno, en la que se ha vuelto difícil trazar una línea divisoria entre el tiempo de la materia orgánica e inorgánica. Esta característica se plasma en la alternancia de narradores, la primera persona de la Rucia —un cadáver que flota en el Mapocho— y la tercera persona que narra su vida y su muerte a la luz de la violenta fundación de Chile: la historia de Pedro de Valdivia, Bernardo O’Higgins y el pueblo Mapuche. Así, las tragedias del pasado reciente se cuentan en el tiempo profundo de los demás actos de violencia contra el pueblo chileno, desde el exterminio de las comunidades indígenas hasta los procesos de “higienización” o blanqueamiento de los siglos XIX y XX.
Al describir la imagen del escritor como un coleccionista de desechos, la novela traza una diferencia entre la generación de los padres y los hijos. El padre de la Rucia y el Indio es un escritor de tomos de historia chilena, volúmenes totalizadores que cuentan los acontecimientos históricos de forma cronológica, “desde los orígenes hasta el día de ayer”. Pero las “verdades ciegas” que narra el padre en sus libros de historia son precisamente las que Mapocho pone en tela de juicio a través de la historia de la Rucia y el Indio. Ellos pertenecen a una generación para la que la escritura es una tarea dificultosa ya que, como dice la narradora, “ninguno heredó la lengua tramposa del padre”. En cambio, Fernández —en tanto figura de la Rucia y el Indio— trabaja con los materiales descartados por los escritores de los tomos de historia chilena, con lo que se encuentra en el tacho de la basura: “Sucesos lejanos y cercanos, nombres olvidados, frases editadas, personajes omitidos”. Mapocho se va construyendo en consecuencia a partir de la desconfianza hacia las grandes narrativas de la nación, como un ejercicio de emancipación del léxico tramposo de los padres y el léxico del terror de la dictadura. La lengua vacilante de los hijos es el vehículo para rescatar los silencios de la nación moderna: los “cahuines”, esa palabra del mapudungún que Fernández emplea de manera deliberada para referirse a la versión silenciada de la historia chilena, una historia contada en susurros por el propio pueblo.
La novela utiliza la figura del huérfano para hablar de una generación que se define por la carencia, una generación sin generación. Para la generación de los hijos, haber crecido en dictadura significó vivir una infancia atravesada por momentos en los que vida y muerte, verdad y mentira, eran indistinguibles. “Te protegieron mintiendo”, dice la narradora, “te controlaron engañándote, te anularon”. Ser huérfano o “guacho”, como dice la Rucia en su monólogo desarticulado, es tal vez la única característica que comparten los miembros de una generación a la que le tocó crecer en dictadura y, por consiguiente, vivir para siempre bajo su sombra. Una generación, en otras palabras, que se ve obligada a llenar constantemente los agujeros negros, las huellas, las supervivencias que componen su memoria personal y colectiva. Pero la orfandad o la ilegitimidad —el escribir bajo la imagen de un padre ausente— se convierte en la característica no sólo de la generación de los hijos, sino de la propia nación chilena. Bernardo O’Higgins, después de todo, hoy considerado padre de la patria, nunca fue reconocido por su padre español, de manera que se transformó en un padre sin padre. A lo largo de la novela, Fernández va iluminando una galería de huérfanos de la nación moderna: los obreros desconocidos del puente de Cal y Canto que atravesó el Mapocho hasta 1888, el año de su demolición; los adolescentes que fueron tomados prisioneros por los militares en pleno partido de fútbol; o los “maricas” desterrados de Santiago en un tren que partió de la estación Mapocho y cuyos cadáveres fueron arrojados al mar.
Mapocho espacializa la memoria nacional a través de la metáfora de Chile como una casa. Esta nueva iteración de la metáfora de la casa nacional, que recorre la literatura chilena desde Chile o una loca geografía (1940), de Benjamín Subercaseaux, hasta Casa de campo (1978), de José Donoso, se diferencia de las anteriores justamente por su carácter efímero, ya que se trata de una casa en escombros. Así es como Fernández recurre a una estética del reciclaje que penetra más allá de la “ciudad maquillada” de los gobiernos neoliberales, rescatando las partes “mugrientas” —es decir, inenarrables— del relato nacional y oponiéndose a las diferentes estrategias de limpiamiento que se utilizaron para escribir los libros de historia moderna. Aún más, la novela traza paralelismos entre ciudad y cuerpo humano, describiendo a Santiago como una persona cuya piel va cambiando de aspecto cada ciertos años, al ritmo de los terremotos y las transformaciones urbanas. El trabajo del escritor-arqueólogo es dejar a la vista los “pedazos de carne” de la ciudad ausente, como una forma de conjurar el pasado reprimido de la nación moderna y evitar que éste sobreviva simplemente como “un ánima con los rostros más inesperados”. Al crear un mapa espectral de Santiago, Fernández recupera el antiguo arte de la memoria y, por consiguiente, los recorridos de una ciudad que ha sido enterrada por el impulso urbanístico de lo nuevo.
Más que la imagen de un tiempo circular, Mapocho se vale del modelo de la espiral para postular un pasado que continúa actualizándose bajo nuevas formas. La Rucia, en su flujo de conciencia que replica el ir y venir desordenado del Mapocho, evoca la figura de “un carrusel” que proyecta imágenes sueltas en las aguas del río. También es recurrente, como en otras ficciones de Fernández, el ombligo de los niños: “¿Qué cosas te ha dicho mi ombligo ahora? ¿Qué historias te susurró mientras me esperabas?”. El ombligo no sólo invoca imágenes asociadas a la niñez —una infancia que no termina de pasar porque todo lo importante ocurrió entonces, todos los eventos que definieron a esta generación sin generación—, sino también al inconsciente de la nación, a los orígenes inmemoriales que piden ser conjurados en el seno de este presente amnésico. En lugar de concebir la escritura como una restitución del patrimonio nacional, Fernández la asocia con recoger mugre del río: un gesto que desacraliza la vocación higienista de los libros de historia y, de esta manera, nos dice que es en los escombros y los desechos donde yace lo que merece ser recordado.
Iluminar las sombras

Mientras Mapocho es una novela que hace uso del agua para crear una fábula de transmisión de la historia profunda de Chile, Chilean Electric, en cambio, re-cuenta la historia de la llegada de la electricidad a Chile con el fin de elaborar un relato de filiación y restituir la memoria huérfana de los hijos. Se trata de otra historia natural de la destrucción en la que la electricidad, en tanto signo inequívoco de la modernización, se contempla como el inicio de una nación amnésica poseída por el mito de la productividad sin pausas. Chilean Electric, en vez de seguir los ritmos desenfrenados de la luz eléctrica, se enfoca en las “zonas oscuras” y los “terrenos invisibles” de la sociedad chilena, como una fantasmagoría que proyecta las sombras del Chile moderno. La novela comienza donde Mapocho termina: en la plaza de Armas, “el ombligo del país”, donde se estrenó la luz eléctrica en Chile a fines del siglo XIX. Al comienzo, la narradora refiere la historia que su abuela le solía contar a lo largo de su infancia: que ella había estado en la plaza la noche de 1883 en que la luz eléctrica iluminó los rincones oscuros de la ciudad, pero la narradora comprueba que la historia de su abuela no pudo haber sido verdad, ya que la electricidad llegó a Santiago veinticinco años antes de que su abuela naciera. Este simulacro lleva a la narradora a cuestionarse sobre la veracidad de los relatos heredados y, como consecuencia, sobre la imagen inevitablemente borrosa que tenemos del pasado. La abuela, nos dice la narradora, era una persona sin ombligo, como si esa desconexión con los orígenes la obligara a inventarse nuevos relatos de comienzo.
La luz, como dice Jonathan Crary en 24/7 (2013), fue la tecnología que marcó el advenimiento de un capitalismo 24/7 y la producción de sujetos insomnes de imparable productividad. En este sentido, la llegada de la luz significó la prolongación de las jornadas laborales y la contracción de las horas de sueño. Más de un siglo después, Fernández reflexiona sobre las consecuencias que los tecnócratas dejaron a un lado, como la contaminación lumínica o los ciclos de obsolescencia programada. La narradora reproduce visualmente las cuentas mensuales de luz en cuyo dorso figuran las fotos de personas perdidas, que evocan a las fotos carnet de los desaparecidos durante las últimas dictaduras militares y que sirven como una imagen exacta de las sombras que yacen al otro lado de los procesos de modernización. En Chilean Electric, Fernández rescata lo obsoleto y lo fuera de moda al escribir con la máquina marca Remington que su abuela, secretaria en el Ministerio del Trabajo, usaba diariamente para registrar lo que decían los funcionarios. Fernández opta no por el modelo de la luz, sino por la lógica del cortocircuito: historias incompletas que obligan a ser reconstruidas para que el oyente o el lector las cuestione, como ella hubo de “completar todo, las frases inconclusas, las historias contadas a la mitad, los destinos de las personas que no estaban, el contexto de los discursos mal grabados”.
Al decantarse por las sombras que quedaron al margen del milagro lumínico, Chilean Electric evoca explícitamente el artículo de Pier Paolo Pasolini sobre las luciérnagas. En este artículo, publicado en los años setenta, Pasolini describió la influencia nociva de la sociedad del espectáculo a través de la desaparición de las luciérnagas de los centros urbanos. En Supervivencia de las luciérnagas (2002), Georges Didi-Huberman sostiene que, según Pasolini, lo que había desaparecido era la capacidad del pueblo italiano de percibir el pasado en el presente y, por consiguiente, el impulso de resistencia que brinda el pensamiento dialéctico, eliminado por el fascismo. A través de la metáfora del cortocircuito, Fernández designa la capacidad de pensar críticamente la historia y oponerse al poder centralizado que tanto Pasolini como Didi-Huberman asocian con la figura de las luciérnagas: comunidades de seres vivos que sólo cuando actúan de manera coordinada son capaces de iluminar las injusticias del presente. De la misma manera, Chilean Electric busca percibir lo verdaderamente contemporáneo al hacer una excavación de las personas marginadas por las narrativas modernas: los trabajadores del salitre, los migrantes bolivianos y peruanos o las mujeres que, como su abuela, se vieron obligadas a reproducir, palabra por palabra, los discursos del poder.
Mientras que Mapocho entremezcla diferentes voces narrativas, Chilean Electric se constituye en un palimpsesto temporal a partir de un montaje de imágenes, sellos, tipografías y mapas de Santiago. La narradora empieza escribiendo en un procesador de texto y termina haciéndolo en la Remington de su abuela, que tiene la letra «h» dañada y apenas puede materializarla en la página escrita. Esta adopción de una tecnología fuera de moda, evanescente como la luz de las luciérnagas, recuerda a usos similares de lo desfasado por parte de escritores chilenos de la misma generación: las fotocopias desgastadas en El sistema del tacto (2018), de Alejandra Costamagna, los sellos burocráticos en La filial (2013), de Matías Celedón, o la cámara Súper 8 en Taxidermia (2014), de Álvaro Bisama. En las ficciones de estos escritores, la relación anacrónica con lo contemporáneo tiene el objetivo de provocar la repetición de un pasado que se creía perdido y que ahora regresa de manera parcial, desordenada y, por eso mismo, siempre apto de ser reinterpretado. En lugar de la escritura cronológica, Fernández se decide por un anacronismo que busca poner en escena lo que ha sido rechazado y excluido por los libros de historia chilena. Chilean Electric replica estos anacronismos en su disposición material a partir del juego tipográfico y la reproducción de imágenes pixeladas, funcionando como un jeroglífico que despliega temporalidades heterogéneas que, al tocarse, despliegan las discontinuidades de la historia.
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