Con motivo de la reciente publicación de su edición francesa, Guillaume Contré reflexiona sobre La extinción de las especies, de Diego Vecchio (1969)
Todo empieza con una herencia o, más bien, con “el nacimiento de un hijo ilegitimo”, uno de los cien desperdigados a lo largo y ancho de Inglaterra por “Sir Hugh Percy Smithson, primer duque de Northumbria”. El hijo en cuestión, James Smithson, a su muerte en 1829, lega su fortuna para que sea fundado en Washington “un establecimiento que llevara su nombre, al servicio del progreso y la difusión del conocimiento entre los hombres”.
Hasta ahí, todo es cierto, o casi. Después, la cosa se pone más complicada. La ficción distorsiona la realidad para mejor proponernos de esta misma realidad un retrato preciso, “surreal” en el sentido más literal del término: una realidad, por así decir, sobredeterminada. Adoptando un tono cuya seriedad resulta más bien socarrona, en la línea de Borges, claro, pero también la de Juan Rodolfo Wilcock, Diego Vecchio nos cuenta con lujo de detalles la historia de la museificación desbocada del mundo, una epopeya que sólo podía empezar en el siglo XIX, el por antonomasia de la ciencia, tan severa como delirante, y que sólo podía empezar en un país nuevo y convencido de su propia grandeza, para no decir su misión: Estados Unidos. Así, “que la herencia de James Lewis Smithson llegara en el momento que llegó, era una prueba más de la existencia de una Ley que gobernaba el universo y tenía predilección particular por Norteamérica”.
Todo empieza también por el principio, los dinosaurios. Zacharias Spears ha sido nombrado para dirigir el flamante “castillo smithsoniano” cuya arquitectura pretenciosa viene a darle algún empujón a una Washington “que era una ciudad apenas más grande que una aldea, pero con aspiraciones a ser una gran capital”. A Spears, entonces, que puede enorgullecerse de su descubrimiento de una técnica idónea para la conservación de los animales embalsamados, sólo le falta llenar el lugar de cachivaches. Compra varias y caóticas colecciones de gabinetes de curiosidades y se decide a poner un poco de orden en tanto despelote, creando el primer Museo de historia natural:
Al cruzar el umbral de la entrada norte, las manecillas de un hipotético reloj comenzarían a dar vueltas al revés, a una velocidad vertiginosa. Las agujas marcarían un tiempo retrógrado, en que hoy sería ayer y ayer, anteayer, un tiempo anterior al nacimiento de las naciones modernas, un tiempo anterior al derrumbe de los imperios y fundación de las religiones más antiguas, un tiempo anterior a la invención del reloj, el tiempo que precedió al tiempo, donde un segundo equivalía a varios millones de años, cuando la Tierra no era más que un astro niño apenas salido del útero del sol.
Los dinosaurios, pues: rápidamente, la máquina se pone en marcha, otros museos abren a los cuatro puntos cardinales de un país aún en construcción, y se desata una carrera en la que todos quieren juntar el número más grande posible de huesos fósiles encontrados en las capas estratigráficas de montañas, cerros y pantanos. Las apuestas suben, cualquier fémur de estegosaurio se vende a precio de oro y cada uno quiere arrebatárselo al otro; es una lucha cuerpo a cuerpo para dar con un esqueleto completo de pterodáctilo. El público, al principio, es entusiasta, pero no tarda en aburrirse. De repente, el valor bursátil de los dinosaurios cae en picada y una nueva pasión se impone, más americana si se quiere: la de los restos de los pueblos “nativos”, todos estos indios que en este mismo momento se ven exterminados o encerrados como si se tratara de podar un árbol y que tienen la osadía de vivir en la edad de piedra en pleno siglo XIX, lanzado a todo vapor hacia la civilización. Misiones de exploración se ven encargadas de recorrer el país en busca de cualquier cuchillito tallado en un hueso, de cualquier niño momificado; el gran relato del pasado se va armando y los museos lo convierten en un espectáculo cada vez más exagerado.
Con tanto alboroto, imposible no llegar al tema del primer “homuncúlido”, que (no vayan a creer los argumentos falaces que otros siembran por ahí) es estadounidense. Y qué importa si de él sólo se tiene para mostrar una mandíbula —sin dientes, para colmo de males—, esto no es óbice para “fundar el museo más grande del mundo, que hiciera empalidecer a la apolillada Europa”.
Quien dice conservación dice técnicas de conservación. Así, una secretaria recorre la vieja Europa —decididamente apolillada— en busca de cuadros de maestros para restaurar. Mucho más que de luchar en contra de La extinción de las especies —título irónico del libro—, de lo que se trata aquí es de luchar en contra de la extinción del pasado. Y el pasado, museificado, bien ordenadito y clasificado en una seguidilla de bellas salas ventiladas donde se aburren los guardias, es la ficción suprema, algo que a Vecchio no se le escapó y que le permite, por ejemplo, imaginar un relato de la creación del mundo en el que este bicho también muy americano, la ardilla, ocupa un papel protagónico. O inventar los idiomas, las costumbres y cosmogonías de las diversas “sociedades primitivas” que poblaron América y se encuentran ahora agonizando.
La escritura de Vecchio, en su simplicidad aparente, la de los cuentos de hadas que hace de la repetición y del sutil desajuste sus armas, se vuelve entonces un terreno infinito de juego. La antropología y la etnología se convierten en grandes máquinas enloquecidas que permiten reinventar la sexualidad, los géneros, las jerarquías. Como en sus libros anteriores, Microbios y Osos (los dos publicados por la editorial rosarina Beatriz Viterbo), el autor, sin aparentarlo, hace desviar los códigos, y se sirve del humor como una manera de agujerear la fruta del saber. La extinción de las especies es la manifestación más regocijante y ambiciosa de este proyecto y también la prueba de que una editorial como Anagrama es aún capaz, de vez en cuando, de apostar por una literatura diferente.
La versión original de la reseña fue publicada en el número de marzo de 2021 de la revista Le Matricule des Anges y traducida por el autor.
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